martes, 31 de enero de 2006

Tesoros usados



Hay muchas maneras de acercarse a un texto. Podemos considerarlo desde la perspectiva de su autor. Entramos así en un divertido círculo, porque nuestra idea del autor rara vez es otra cosa que un conjunto de textos que lo tienen como personaje principal; textos que a su vez tienen autor (y éste, biografía). Por tanto, nunca salimos del bosque de signos. La biografía, auto o hetero, es un tipo especial de narrativa, en la que, alternativamente, consideramos todos los sucesos de la vida del autor como potencialmente explicativos de la obra o mero ruido de fondo de la misma, buscando en las páginas el reflejo de la psique del personaje y sus circunstancias.

Claro que, a lo mejor, lo que de verdad nos interesa es el tipo de espejo (¿cóncavo? ¿convexo? ¿hecho añicos?) donde se producen tales reflexiones, y si también nosotros podemos mirarnos en él un rato.

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También se pueden leer los textos de un autor conocido o presupuesto como parte de un tejido distinto: el de la Historia, esa narrativa coral donde los personajes se llaman Alemania o el proletariado, y los puntos claves de la trama tienen que ver con guerras, hambrunas y tratados bilaterales.

Aquí el sentido de la flecha es menos reversible: leídos así, está claro que los textos son como piececitas de puzzle, que sólo se entienden colocadas junto a todas las demás, en la sección denominada técnicamente superestructura.

Esta metáfora sugiere que, dándosenos la descripción de un momento histórico determinado (haremos abstracción de si lo consideramos efectivamente sucedido o no), podríamos deducir la naturaleza de la producción artística de este período. Estaría bien que alguien tuviera el coraje de intentarlo.

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El texto: algo que nos llega de algún modo, distinto y concreto. No es igual que nos lo tienda nuestra madre en el lecho de muerte, sacándolo de esa bolsita de cuero ajado que siempre llevó al cuello, o que se nos aparezca en Google como resultado de la búsqueda "buitre no come alpiste". Un fantasma es, en buena medida, las circunstancias de su aparición: ¿habita un pozo, una encrucijada? ¿Hemos topado con él cuando paseábamos a la luz de la luna? ¿Ha llegado disfrazado de virus a nuestro router?

Pónganse serio si quieren y llámenlo estética de la recepción. La cosa está ahí. Un texto es un río heraclitano: nunca nos bañamos en él en la misma fecha, con la misma ropa o las mismas expectativas.

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Los textos como especies catalogables. ¿Es una narración impresionista con narrador omnisciente y flashback? ¿Un crossover entre ciencia ficción y novela erótica? ¿Un soneto acróstico?

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¿Qué tal arriesgarse a reconocer en el texto una máquina que, según sepamos usarla y según lo bien que venga de fábrica, puede funcionar mejor o peor? Si queremos usarla para lo que no sirve, vamos dados. Si no le encontramos el punto, podemos echar a la papelera el aparato que venía a cubrir nuestra necesidad más perentoria y menos confesable. No hay garantías. Puede estar caducada, llegarnos recauchutada o con manchas de grasa. Puede que haya que aprender chino para entender qué quieren decir los botones. Puede que nos sea útil saber que la fabricó el Barón de Guilette. Pero al final lo importante es que funcione. Las hay que cosechan éxitos porque se usan con facilidad y barren bien. Otras, son pocos los que han conseguido entenderlas, como esos cuadros que hay que mirar muy bien para que florezcan en tridimensionalidades, pero tienen usuarios irreductibles.

En general, cuando una cosa de éstas sigue en circulación muchos años después de que su fabricante nos dejara, podemos suponer que conserva algún tipo de virtualidad interesante. Es un acto de amor que nada sólido justifica. Pero si no miramos la cosa con interés, va a ser difícil que se digne a hablarnos.

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Como quiera que sea, cualquier visión resulta preferible a la que ve en el texto un fruto fatal de las circunstancias históricas y biográficas. Tener en cuenta autor y circunstancias de composición ayuda en ocasiones a usar mejor el texto. Las más de las veces, sin embargo, es un incordio poderoso que nos aparta del enfrentamiento real con la máquina, del intento de ver si funciona todavía. ¿Somos o no capaces de hallar el resorte que la ponga en órbita?

lunes, 30 de enero de 2006

Monday, Monday



Desaliento auseroniano:

Nunca se puede saber
lo que va a ocurrir mañana,
salvo que al fin de semana

sigue un lunes otra vez.


Decía el joven Savater que el Estado se inventó un lunes (el mismo lunes en que se inventaron los lunes). Gracias a este constante bucle, la vida toma la apariencia de una esas garbosas pesadillas en que tras mucho avanzar te encuentras de nuevo en el punto de partida.

No vale de mucho saber que el lunes es en realidad el segundo día de la semana (segunda-feira), que aquellos jipis le dedicaron una linda canción, o que tiene nombre de día mágico, más nocturno que diurno. Por sus hechos lo conocemos: lunes prosaico, resacoso, como un do mayor, carne de despertador y oficina, BOE y Estatut. Collares de cáscaras. Dios reparte moscas en la sopa y el fax escupe normas en menuda letra gris.

Todo domingo es un lunes
que llama ya a la ventana:
los restos de la semana
que se empiezan a pudrir.

Te rindes. ¿Adónde huir
que no estés agazapado?
Qué pesado es el pasado.
Cuánto tarda el porvenir.

domingo, 29 de enero de 2006

Folklore del miedo


Se podría traducir así el término inglés scarelore, que define la función de algunas leyendas y creencias. Se trata, sencillamente, de aterrar a alguien para evitar que se acerque a una realidad que se juzga peligrosa.
Aunque el scarelore tiene un papel especialmente destacado en el folklore infantil (pródigo en asustachicos), no faltan ejemplos en el mundo adulto. Por ejemplo, la información objetiva sobre los placeres y peligros que procura el consumo de las diferentes drogas degenera regularmente en patrañas alarmistas. Por ceñirnos a una de ellas, la LSD que nos regaló el abuelo Hofmann: periódicos y comisarías han denunciado más de una vez que unos desaprensivos (imaginarios) andan repartiendo calcomanías con esta droga a la puerta de los colegios; se afirma que el consumo provoca alteraciones cromosómicas, y en todas las ciudades hay alguien que conoce a alguien que tiene un compañero de trabajo cuyo primo se quedó ciego por mirar demasiado tiempo al sol bajo los efectos del ácido o se rompió la crisma al saltar al vacío. Etc., etc., etc.
De un modo similar, a muchos de nuestros abuelos se les educó con la advertencia de que si se masturbaban con frecuencia acabarían ciegos, precozmente calvos o impotentes.
En eso que a veces se llama (con eco guenoniano) las sociedades tradicionales, el scarelore servía, entre otras cosas, para proteger el contenido de los Misterios religiosos. Las sociedades secretas (hoy, degradadas a sectas) han conservado en sus ceremonias iniciáticas la figura pavorosa del Guardián del Umbral, de multiforme rostro: habita en la copa venenosa que el iniciando ha de apurar sin vacilación, en el crimen que le vuelve cómplice silencioso de sus mayores o iguales, en la venda (o el humo del incienso) sobre los ojos de quien penetra en el Bosque Sagrado, en el sancta sanctorum.
Alguna vez topo con gente inteligente que considera que la prohibición sin matices del noventa por ciento largo de las sustancias psicoactivas y la persecución de su consumo es un scarelore adecuado que mantiene alejados de ellas a un número amplio de pusilánimes que no sabrían usarlas con tiento. Una confirmación, oblicua pero definitiva, del carácter sagrado de dichas sustancias. Tal oscurantismo me repugna, pero no me extraña que crezca. Es la otra cara de la cruzada contra la automedicación (que en realidad es el mismo fenómeno). Asúmase que la mayoría permanecerá siempre ignorante, en minoría de edad desde el punto de vista intelectual y moral, y actúese en consecuencia. Después de todo, ¿cuántas veces los médicos descienden a explicarte en qué consiste realmente la dolencia por la cual te medican, qué es lo que te recetan, por qué y cómo actúa?
Ordenar y prohibir siempre es más fácil y rápido que formar gente capaz de elegir por sí misma y medir los riesgos que asume.
Tendremos miedo, pues, para rato —y sus subproductos: el temerario desinformado que no para en mientes y se inyecta detergente en vena; el criminal autodestructivo que encuentra en la adición la coartada perfecta para su falta de rumbo y de escrúpulos (enajenación permanente); el hipocondríaco obsesionado por alejar todo veneno de su vida (siervo compulsivo de la industria de la profilaxis); y el pobre fármaco que soporta con estoicismo todas las paranoias, expectativas e infundios de sus consumidores (criminalizados) e inquisidores.

sábado, 28 de enero de 2006

Desmemoria

Cautivo y desarmado,
mi ejército de tropos y metáforas
aguarda la señal.
Un hilo perezoso de veneno
mantiene dolorosas y despiertas
las líneas de este corazón malsano.
He sido, pero apenas lo recuerdo.
He visto, pero no puedo explicarlo.


viernes, 27 de enero de 2006

El Bosque


Un niño acaba por perderse siempre en el bosque de los adultos. Quizá
sea ése el significado de los cuentos infantiles.
(Francisco Umbral, Mortal y rosa)

Todos los niños terminan en el bosque. Los padres los abandonan allí cuando no pueden alimentarlos; o es el príncipe que sale en busca de aventuras quien, siguiendo una gacela, se extravía y encuentra las huellas de unos pasos diminutos. En el bosque viven los niños que nunca crecerán, los siete enanitos, los gnomos; sólo recientemente, con la deforestación, algunos han ido a vivir con Peter Pan, y fundaron Nuncajamás, que es una especie de reserva espacial, una muestra del ecosistema de los cuentos de hadas conservado lejos de nuestro alcance. Al bosque van los cazadores con los niños o princesas que los reyes les mandan degollar (Blancanieves, Edipo) pero luego tienen pena y traen de vuelta el corazón de un ciervo. Y llega la Loba (que a veces es eso: una mujer de mal vivir pero buen corazón) y recoge a los niños. O, como a los niños salvajes, una manada de lobos o de monos los recogen y adoptan...

En el bosque vive también la bruja, en su casa de chocolate. Algunos cuentos dicen que vive en una cabaña con patas de gallina; otros, que ella misma tiene patas de gallina, o una pata que es sólo esqueleto. A veces es uno mismo, como Gretel, el que le da una pata de gallina para que crea que aún no has crecido, y no te eche a dar vueltas en la olla. La bruja te da de comer cuando te has perdido: una píldora te hace crecer y la otra volverte pequeño. Tom Bombadil y Bárbol os dan de beber, y os hacéis más altos y fuertes. Las comidas del bosque son mágicas, hacen que oigas y entiendas a las bestias y a los pájaros; o te convierten en uno de ellos. La bruja te enseña el camino de los muertos; o te transforma en uno de ellos. Hay quien se lo toma a mal. Como un canguro, como el Lobo de Caperucita, la bruja te guarda en su morral, hasta que un día te hartas y estallas y naces de nuevo. Y entonces suele ser hora de sentar la cabeza y casarte con el cazador que un día te abandonara en el bosque, y los cuentos se terminan (qué pena). O te echas a dormir en un árbol, y el árbol se abre y te digiere, y ha de venir Tom Bombadil a sacarte.

No hay que apartarse del camino del bosque. Dicen, sin embargo, que en algún lugar del mismo se oyen canciones y música. Dicen que hay plantas encantadas que, cuando las pisas, pierdes el camino, y estás toda la noche dando vueltas... Y así se llega a sitios que no vienen en los mapas, pero que todos conocen de oídas. Algún día te preguntas quién eres. Y el bosque se te acerca y, ¡zas!, cuando quieres darte cuenta ya estás atrapado en el bosque. Y es que el Hombre Astado se acerca, subido en una gran excavadora. Y huyendo de la sierra mecánica, ves, a lo lejos, la Casa de la Pradera. Y las niñas te sonríen y hacen gestos con la mano, invitándote a pan con mantequilla, pero al buscar refugio bajo su falda (tulipán) ves que sólo son muñecas de Famosa, y que no tienen sexo ni alma. Así que continúas corriendo, y ves pasar el gran carruaje, teñido de terciopelo rojo, y arrastrado por siete lobos blancos...

¿Qué ha venido a buscar al bosque? ¿Es Vd. conejo o guardabosques? Pero no hay tiempo para presentaciones, y al subir la tapia llena de hiedra sientes que empiezas a dormirte. Y ves el lecho vacío, las sábanas blancas de piedra, la trampa de cazar Bellas Durmientes. Y según te caes, vencido por el sueño, alcanzas a leer tu nombre y tus datos, y comprendes que el mármol de tu tumba florece. Una capa de musgo negro y roja te cubre las mejillas. Las luciérnagas se duermen en tu pelo. Una gran mariposa brillante desciende muy poco a poco del techo hasta llegar a sellarte la boca. Y ahora eres el Señor del Castillo, pero sólo te levantas de noche; los invitados no pueden visitarte en las horas diurnas. Nadie sabe con qué riegas tus rosas, que están siempre tan rojas y floridas. Caramba con las rosas de la Bestia. Se diría que queman. Y al fin un día algún huésped comete el error de cortar una para su hija pequeña, y los pétalos empiezan a contar. Esa noche ella se despierta en su cama, y siente que está como sucia. Mamá, me voy a morir. Y es que vino a visitarte la Bestia, y desde hoy lo hará todos los meses. Pero tú no puedes ver a Bella, no le puedes explicar lo que pasa las noches de luna; ella, aburrida, se va a merendar al Viejo Roble; y un día, inevitablemente, te cuentan que se fue con Robin Hood, ese bandido de sangre noble que nunca se baja de los árboles, y cuyas expediciones financia en secreto el dinero del castillo. Y un día tu castillo se derrumba, y una tribu de indios amazónicos, desplazados por la desforestación, llegan y ocupan las habitaciones, y hacen fuego con todos los libros. Y tú vives abajo, en los sótanos, huyendo de todos los vivos. Hasta que un día la luz te alcanza. Y al ver tus astas en el espejo, comprendes que la flor ha dado frutos. Y que tú ya eres del bosque o viceversa. Y saltas a correr por la floresta. Y cantas con la voz ronca y pelada:

Yo soy el Hombre Astado; no me busques
si temes encontrar lo que más quieras.

jueves, 26 de enero de 2006

Verónica, Verónica, Verónica...



Los espantos de las leyendas no viven en los libros o en las películas, sino que okupan sin permiso el mismo espacio en el que cada día nos movemos. Situados en los márgenes, están listos para intervenir, para invadirnos. Si se pronuncian las palabras adecuadas, Verónica puede aparecer en cualquier espejo. Cualquier curva puede, en una noche de niebla, ofrecernos la visión inesperada de una muchacha pálida que aún lleva, hecho jirones, su vestido de boda.

Se trata, por tanto, de un terror al alcance de la mano, que invita a la comprobación. ¿Quién no ha estado tentado de reunirse alguna vez con los amigos en torno a una ouija y pronunciar las palabras que corren el cerrojo?: El mundo de los vivos queda abierto al mundo de los muertos. El mundo de los muertos queda abierto al mundo de los vivos.

Verónica, cuenta la historia, era una chica a la que pasó exactamente eso: como cualquiera de nosotros, se sintió tentada por las historias que había oído contar sobre la ouija y decidió una noche divertirse con sus amigos invocando a los muertos. Inexpertos como eran (y no muy convencidos de que aquello fuera otra cosa que una excusa para meter miedo a las chicas y así tener una excusa para abrazarlas y calmarlas), no observaron ninguna de las precauciones que el ritual espiritista aconseja, se rieron cuando el vaso empezó a moverse y cuando leyeron el mensaje que las letras iban formando (uno de vosotros morirá esta noche) se limitaron a apartar los dedos de golpe, como si hubieran recibido un calambrazo, cada uno de ellos pensando que otro se había pasado tres pueblos y había decidido gastar una broma pesada a los demás. Quizá fuera una simple coincidencia que al levantarse aterrorizada de la mesa Verónica tropezara con la estantería cercana y unas tijeras, que alguien había dejado abiertas, cayeran desde arriba y se hundieran en su cuello…

Una coincidencia funesta, desde luego. Pero nada más. Del mismo modo que sólo son rumores esas historias que aseguran que Verónica, desde entonces, ha quedado como castigo atrapada entre esos dos mundos que se abrieron esa noche y no han vuelto a cerrarse. En ese espacio extraño, atrapada y sola para toda la eternidad, sólo le dejan asomarse con nostalgia a lo que fue su habitación, su vida, desde el otro lado de cada espejo, observando las caras de las muchachas que, como ella hiciera tantas veces, se maquillan en el cuarto de baño, se peinan, se miran y se gustan y le lanzan un beso a su propia imagen.

Poco a poco Verónica aprende que puede deslizarse por ese margen, una especie de pasillo oscuro e interminable lleno de pequeñas ventanas desde las cuales puede espiar sin que la vean las pequeñas cosas de la vida que ella ya no podrá hacer. Mira sin ser vista, y la envidia por todo eso que ha perdido y otras disfrutan (tal vez sin valorarlo) se va transformando en rabia y en odio, en deseo de cruzar el cristal, quedar libre por unos minutos y arrastrar consigo a alguien que le haga compañía. Alguna ley misteriosa lo impide, pero ella sabe (presiente) que en determinado momento (a las doce de la noche; a las seis del día seis de junio; la Noche de los Difuntos; la de san Juan…) la puerta mal cerrada volverá a abrirse, alguien cometerá el error de llamarla tres (o nueve; ¿o eran trece?) veces por su nombre, y entonces las cosas tomarán otro rumbo…

Al mismo tiempo, los muchachos y muchachas que se miran con intensidad en los espejos, buscando espinillas y puntos negros o dibujándose con esos lápices que no pintan palabras, tienen a veces la sensación extraña de no estar solos. Su fantasía les traiciona, y de repente sienten que el rostro de la persona que desde hace tiempo les gusta les está mirando fijamente desde el otro lado del espejo, valorando con frialdad las imperfecciones de su cara y la inseguridad de sus gestos. A ellas les pasa también que, cuando menos se lo esperan, se encuentran cara a cara con que su propio reflejo tiene hoy una expresión desconocida, una mueca dura, que las hace parecer mucho mayores y seguras de sí mismas, decididas a todo para conseguir lo que quieren. Sería tentador dejarse ser así, despiadadas y atrevidas —pero también da miedo, mucho miedo. Ésas no son ellas. Es la otra…

Verónica viene, así, a convertirse en la visión que todos temen y a la vez desean. También de este lado del espejo los más sugestionables empiezan a buscar en libros de magia, en tratados de folklore, en páginas webs, pistas sobre el ritual que les permita superar la barrera y entrar en contacto con lo que sueñan.

No son materiales extraños lo que necesitan. Un libro, por ejemplo, puede valer. Un libro grande, en el que se puedan meter unas tijeras, recuerdo de aquellas que se clavaron en el cuello de Verónica. Un libro sagrado, mágico, y ¿qué libro más sagrado que la Biblia? Así que ahí están otra vez los amigos de la panda a la hora de la merienda, con las tijeras dentro del libro cerrado, atadas con un hilo que permite que una persona meta el dedo en uno de los agujeros de las tijeras y otra en el otro, y así, en vilo, ir haciendo preguntas a Verónica y dejando que el vaivén las conteste, sí si el libro se inclina hacia la derecha, no si el libro se va hacia la izquierda…
Otros están frente al espejo (preferiblemente el del baño, que suele ser más grande y donde uno puede encerrarse sin dar muchas explicaciones). Han apagado las bombillas y encendido las velas, y sólo con ese acto el espejo ya se transfigura, se llena de sombras que sólo esperan una palabra correcta para acercarse más y más… Si la fórmula es la adecuada, el rostro de la persona amada, del gran amor de tu vida, con el que vas a compartirla, aparecerá en el fondo del espejo y se irá acercando hasta llenarlo todo, como una enorme luna llena. Claro que también puede ser que tengan razón esos que dicen que lo que ves en el espejo es tu propia muerte, la cara que tendrás en el momento en el que dejes de respirar… o quizás una calavera que anuncia que morirás sin conocer el amor verdadero. Tal vez sea el mismo Diablo, dispuesto a ahorcarte con la manguera de la ducha o ahogarte en la bañera si cometes la torpeza de decir tres veces su nombre.

Todo esto (verdad y atrevimiento) alrededor del personaje que empieza siendo como todos nosotros y termina convirtiéndose en un fantasma indeciso, imagen de nuestros deseos pero también de nuestros miedos. En realidad, ¿quién puede estar seguro siquiera de que Verónica haya sido alguna vez humana? Quizá tengan razón esos otros que la identifican con Blancaflor, con la hija o la novia del Diablo, y dicen que castiga la vanidad de las que pasan demasiado tiempo peinándose, cardándose el pelo, haciéndose mechas… Verónica atraviesa el espejo y utiliza los objetos que encuentra hasta sus últimas consecuencias: si enfrente del espejo hay un cepillo, te peina hasta que te arranca todos los pelos de la cabeza; si hay una cuchara, te da de comer hasta que revientes; si hay un cuchillo, te lo clava..

En esta historia de espejos e imágenes, un rostro a cada lado del cristal, tampoco faltan las variantes que nos hablan de dos gemelas, de dos Verónicas, una buena y otra mala; o quizá de dos hermanas, Verónica y Begoña, Carolina y Verónica, que compiten por el afecto de sus padres. La que parecía buena, la que nunca rompió un plato, termina por celos matando a la otra…

Una cosa es segura: Verónica tiene a la edad de quien la invoca en el espejo. Muchachas que encuentran, cualquier día, huellas de sangre inesperada (la suya propia) en el baño. Espiritista, bruja, asesina, Verónica siempre muere joven, antes de haber encontrado al amor de su vida, o al menos sin tiempo de haber consumado la unión con él:

La historia de Verónica sucedió hace bastante tiempo. Ésta iba vestida de novia, ya que iba a celebrar su boda, y murió en un accidente de tráfico. El accidente ocurrió en una curva y como testigo tuvo a la luna llena. Por este motivo, cuando llueve y hay luna llena, cuentan que en dicha curva, donde Verónica encontró la muerte, se te aparece vestida de novia y tú mueres. Por eso a Verónica se la conoce como la novia de la muerte. (Informante: Mª Jesús Sánchez García, de 42 años, de Casatejada, entrevistada por Soledad Fernández Sánchez en Casatejada, 2001).

Según tengo oído, Verónica es la hija de Satanás y es una chica que murió en un accidente de coche en una curva muy peligrosa. Dicen que las noches de luna llena por la noche y que hace malo, al pasar dicha curva se te aparece una chica con un camisón blanco deslumbrante y al acabar la curva te estrellas y pierdes la vida. (Informante: Marino, nacido en 1982, entrevistado por J.M. Pedrosa en Coslada, 1998).


miércoles, 25 de enero de 2006

Lost in the Supermarket


Es un aspecto tierno
de las bolsas que se parten
cargadas hasta el fondo
de desechos siderales.
Vinimos a robar y sabe Dios qué nos vendieron.
En dónde devolver las credenciales del comercio.

(Devocionario Pop)



martes, 24 de enero de 2006

La bestia dulciamarga



El eslogan procura en vano ocultar lo obvio. La guerra es sexy: Afrodita se muere por Ares. Aún hoy, el triunfador ya anciano (en cualquier campo: por ejemplo, el artístico. Alberti, Borges) es siempre imán y víctima de una enfermera devota. No es cuestión de virtud. En mayor proporción que los presos comunes, los asesinos convictos reciben, para escándalo periódico de columnistas, cartas de amor y matrimonio. Si además están condenados a muerte, la erótica morbosa se exaspera.
Quien ama, por otra parte, lleva la guerra incorporada. En paz con los hombres, tal vez —pero en guerra con sus entrañas.
La batalla contra el slogan, contra el cromo. Lo cuenta Wolfe en su docto volumen. Blasfemando contra el colorín, Ken Kesey y sus Alegres Pillastres decidieron presentarse en uno de los actos antibelicistas de la época subidos en potentes motos y luciendo uniformes nazis. Contracultura, sí, pero junguiana: necesidad de integrar la Sombra, so pena de acabar convertidos (hoy lo vemos) en paranoicas brigadas antivicio que han pasado de fumar plátanos a perseguir hasta el palulú (ríanse, pero denles tiempo). Kesey dio el siguiente paso confraternizando con los Ángeles del Infierno, que al fin y al cabo vienen a ser una SS lúdica, en plan bondage libertario.
Estar de veras contra la guerra es estar en contra de la pasión. Laudable, si se tiene claro y el vientre consiente. Los que aún damos culto al Amor (esa bestia dulciamarga), nos atenemos a Miguel Hernández, belicista venéreo:


Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.

Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes, tristes.

Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes, tristes.




lunes, 23 de enero de 2006

Lo que queda del día



Max Müller, sección arrinconados por el progreso. Para él, alemán decimonónico, la mitología era una enfermedad del lenguaje. Por una (venturosa) acumulación de malentendidos, la descripción de un amanecer o una puesta de sol se transformaba en las gestas y padeceres de dioses y héroes. Leyendo el libro al revés, el mundo se desembruja: los cabellos dorados del hada tornan meros reflejos del sol en las aguas tranquilas.
Hay grandeza en ciertos errores. Está claro que Müller tuvo una sensibilidad privilegiada. Atisbó como nadie antes la armonía y mutua influencia entre el vocabulario y el mito, y es comprensible que (tal Atenea o Ártemis desnudas) la visión de esta danza divina le cegara.
Esta noche pensaba en Hécate, diosa de las encrucijadas de tres caminos, de los trivios. Señora de las basuras (físicas y psíquicas), saca en procesión a las ánimas que no descansan en paz y, en tan grata compañía, degusta el festín de desperdicios impuros que, a modo de ofrenda, los mortales le dejan en el cruce de caminos.
Hécate es, también, señora de las pesadillas. Primer regalo de Müller: si, como nos enseñó Freud, todo ensueño se cocina con los Tagesreste, los restos medio crudos del pensamiento diurno, ¿a qué otra diosa podía corresponderle montar un infernillo o teatruelo con tales fiambres? Las encrucijadas son lugar predilecto de la picota o la horca, sumideros del Superyó, vertederos humanos: ¿cómo no esperar allí un hormigueo fatuo de gusanos, mandrágoras, malas conciencias?
Hécate es, también, diosa de la magia. El cruce de caminos, el trivio, es a la vez crucial y trivial: es el espacio de la coincidencia y el choque, cratofanías del caos propiciadas por cualquier cabo que, por banal, se dejó suelto.
Müller de nuevo, con sus palabras enfermas, las redes de metáforas que, como arañas, atrapan el sentido, lo acumulan, embalsaman, ocultan y transforman. Unas décadas después, sin citar el precedente, Lévi-Strauss dirá que el hacedor de mitos es un bricoleur, un artista del reciclaje que edifica sus relatos con los restos maltrechos de rituales y creencias. Otra vez la arañita. Ésa es la magia del mito: una conspiración de palabras no-muertas alegremente corruptas, un germen mutante que genera interpretaciones como quien cosecha aplausos o erupciones cutáneas. Cada intento de desactivar la bomba prolonga su detonación.
Inquietante (pero lógico) que, como cualquier ser vivo, un mito no tenga sentido, sino únicamente trayectoria. Su 'sentido' (sucesión de respuestas inmunológicas unidas por analogía, contigüidad y contraste) es la historia de una larga negociación, un constante cambio adaptativo.
Si se pudiera leer hacia atrás cualquier obra de arte (una rima de Bécquer, por ejemplo) encontraríamos también en su origen vivencias más o menos comunes que se quedan enquistadas en la psique, Tagesreste: el estiércol que hace posible la flor pero no la explica. Algo ha hecho del humus, del gusano, mariposa. No hay sueño sin guionista ni guiso sin cocinero. Llámalo (llámala) Hache.

domingo, 22 de enero de 2006

La cicatriz del mapa


Es un rumor absurdo. Lo diré, de todas formas.
Comentan que en la plaza principal de algunos parques
los últimos en irse sienten sombras de violín;
en un jardín en llamas alguien vio bailar tu nombre;
con un diente de leche puedes invocar a dios;
al recortar la tarde las tijeras siempre tiemblan;
en una mesa espera tu partida de ajedrez...
Me vengo resolviendo para entrar en tus casillas:
cualquier día de éstos tu fortuna seré yo
y habremos concluido los senderos que dibujan
sobre esta encrucijada la señal para excavar.

sábado, 21 de enero de 2006

Conociendo a Abraxas


El camino del saber es el de la constatación: por aquí pasó, éstas son sus huellas. Es obvio que ahora estará en otra parte. Entrenamos al cazador, pero sólo el hambre (de un orden u otro) podrá llevarle hasta su presa. La enseñanza obligatoria de la literatura está atrapada en esta galaxia: dar pan al inapetente, tirar de la lengua del mudo. Cuando brota la sangre, el milagro nos cura (nos enferma) de espanto.

He vuelto a leer Demian, de Herman Hesse. Mientras lo hacía, el adolescente que fui salía y entraba de la habitación, como un hermano pequeño, capaz aún de escurrirse por el hueco prohibido de la alambrada. No es el menor acierto de Hesse que su novela vacune contra toda nostalgia estéril: la arqueología pagana de Pistorius, el niño Jesús en almíbar, el cerveceo juvenil (cuya añoranza tortura al burócrata). Los dioses están en Homero, pero aún más en los sueños de esta noche. Sin éstos no habría aquél. El escándalo que produce en los libros de Jung o de Róheim que un texto del Enuma Elish vaya seguido por la pesadilla de un esquizofrénico, que E.T.A. Hoffmann resulte autoridad tan fiable como Pitágoras. A los que cierran esclusas les perturba esta constatación de la continuidad, ese hilo incestuoso que une y cose los mundos presumidamente estancos. En El ente dilucidado, el padre Fontelapeña sostiene que los duendes nacen de los vapores que se acumulan en sótanos o desvanes poco ventilados. Puede ser. Pero ese duende es sólo un noúmeno. La ventilación, la apertura inesperada de puertas, es la que provoca el libre tránsito de espíritus, su manifestación. Archivos ejecutables. Abrir un libro —y que éste empiece a leerte.


viernes, 20 de enero de 2006

Soneto duende


Crecer para menguar: que no nos quepa
saber ya nada más que lo aprendido,
y aun eso tarde y mal. En un sentido,
caiga por donde caiga la moneda,

no hay nada que apostar. Gira la rueda
y sigue en su lugar. Lo sucedido
es siempre un impostor que ha malherido
a otro impostor cuyo rubor hereda.

En un sentido, sí. La gravedad
aspira sin pudor a presidir
la mesa circular de la verdad.

Entrégale a Moloch el porvenir.
Aguarda, con amante suspicacia,
la mano (hierro y lana) de la gracia.

jueves, 19 de enero de 2006

Reyes y reinas (bonus track)


Y son los reyes buenos los huidos, los proscritos. Nos lo contaba el Himno Nacional: que pa' eso yo soy gitano / y tengo sangre de reyes. Las reinas: esas hormigas que caminan pedigüeñas por las calles, como poetas en tuberculosis, y agonizan las más sin llegar a buen puerto. Reyes son, en excedencia, los del cuento de Clark Ashton Smith: aquél en el que un joven pastor sueña con un palacio en el que vivió y fue feliz. Azuzado por este recuerdo, recorre de un lado para el otro el orbe hasta llegar a unas ruinas malolientes okupadas por mendigos. Son, como él, resaca de la Corte inmortal, exiliados a los que los sueños han devuelto a su casa. Como antaño volviera Ulises. Como siempre, a ciertas horas, se vuelve.

Y rey sultán era aquél, Harún Ar-Raschid, que en las noches de Bagdad se disfrazaba de mendigo, y bajaba con su fiel visir Chafar en busca de aventuras y sorpresas: y lo mismo la buena Mesalina, aburrida de su marido Claudio, tomaba la costumbre de acudir a los burdeles y allí, como la más batalleada jornalera, exprimía la fruta de los hombres de Roma.

Algo parecido cuentan de Nerón: que solía, rodeado de sus hombres, pasear por las calles de la Roma de yeso, y se gozaba así en atracar y armar la bronca. Y nadie osaba, dicen, resistirse, pues, como un charco de miedo, se extendía la noticia del abuso imperial. Pronto todos los bandidos, todos los bergantes romanos, habían asumido por su cuenta la ventajosa leyenda.

Y tienen los mendigos, además de necesidad de ayuda presta y políticas eficaces de Asuntos Sociales, siempre un eco de aquella conseja: hoy por ti, mañana por mí. Hoy mendigo y ayer rey. O viceversa. Y andan las loterías, como encenagamientos de obviedad, haciendo del más tirado de entre nosotros, a poco que se deje, millonario en potencia, un rey con chalet y gomina. Como aquel navegante que, recién llegado a puerto, se acercaba a la plaza de la villa, y veía allí, reunidos, a todos los habitantes del lugar, que con la vista puesta en una torre blanca seguían los virajes de una golondrina torpe. Y al fin, cuando acababa de darse cuenta de que el ave le había ensuciado el hombro, le rodeaban ya los gritos de júbilo, los brazos fuertes que lo alzaban en vilo; y él intentaba en vano resistirse, agitando su puñal toledano, creyendo que lo iban a matar. Y sólo muchos días más tarde, instalado en una silla con brazos dorados, empezaba a sospechar que los nativos, guiados de sus propias convicciones, le habían hecho rey, siguiendo las indicaciones del pájaro profeta. Y nada obstaba a su monarquía, por supuesto, que él no hablara la lengua del lugar; que lo esperaran en casa tantas cajitas por abrir.

*
Un rey hubo, poderoso. Más poderoso el verbo haber.
Algo sentí que me mordía —y mi veneno lo mató.


miércoles, 18 de enero de 2006

Desde nunca



Poesía hermética. Hermes, dicen, se explicaba así, como un libro cerrado. Hablando de lo que hablaba siempre (¿psicología?) dice Jung que el verdadero valor de Nietzsche es haber sido un tipo que escuchaba voces y decidió dejarlas hablar. Poco a poco, borraron al filólogo y crearon al profeta. Ser escritor es también oír voces (tener ideas, lo llamamos; pero cuán falsamente). De repente el fantasma está ahí, ofreciéndote su mano improbable, un principio de oscuridad fresca. Los poetas son más sensibles que otros a eso que alguno llama la voz órfica o hermética. Una lógica extraña, pero familiar. Por su propio peso la tristeza baja los grados de la escala social. Con el surrealismo Hermes se hizo costra, falsedad metonímica: unas pocas ocurrencias de este tipo (no todas felices) se convierten en canon y se reciclan, conscientemente, hasta la saciedad. Ahora que vivimos en el consulado de Campoamor, Fonollosa y Gil de Biedma el irracionalismo, poético o no, vuelve a ser un pecado sin redención, una magufería, un gas. Hemos vuelto a la catacumba —lo cual es justo y arquetípico. Desde allí, musitamos al difunto Larrea como si fuera el mismísimo Henoch. Como él nos dijo, Lo imposible se torna, muy dulcemente, inevitable.


DE UNA VEZ PARA SIEMPRE

Elige tu más hermosa claridad y tu corazón preferido
es hora de sentarse en medio de la vida
ya no te queda sino este poco de agua que azularon al temblar por ti los que te amaban
tus cabellos son tan débiles que tu cabeza puede apenas sostener la noche

Cuando la felicidad se hastía y llora tanto como al atardecer la gota que le colma
cuando el clima es al cielo pensativo lo que un sombrero viejo es a la mano
cuando tus párpados luchan contra un viento de valles tan sombríos
que tus inclinaciones son a tus brazos lo que la rapidez es a los trenes

No siendo ya la luz una lejana ausencia de iniciativas
ni ofreciendo la penumbra las sólidas apariencias de las bestias de carga
dispensa a manos llenas cuanto hay de alma todavía entre tus dos orillas
aprovéchate de tus cabellos para atravesar el otoño.

(Juan Larrea, Versión celeste)

martes, 17 de enero de 2006

¡Enria!


Al leer el capítulo 16 del Levítico, en el que se describe el ritual expiatorio que ha dado origen al Yom Kippur, asombra la multiplicidad de animales, degollinas y pasos de baile. Todo son espejos: el Dios que se oculta tras un velo en el sancta sanctorum, la parte inaccesible del Santuario, es tan mortal como el demonio Azazel, plaga de la tierra yerma e inaccesible; la sangre de las víctimas purifica al fiel de sus pecados, pero también al Santuario de la presencia contaminante del (in)fiel-pecador. Hay dos espacios inaccesibles, dos dioses que matan, dos chivos. Cuando el sacerdote va oficiando «por el Santuario, por la Carpa del Encuentro y por el altar», por sus pecados y los de su familia y los del pueblo todo, me invade el recuerdo del juego infantil. Tras esquivar al policía, había que llegar como fuera al Corazón de las Tinieblas (Allí donde está el peligro, / está también la salvación) y proclamar solemne ¡por mí y por todos mis compañeros! Regocijo general, evacuación de los Infiernos. El Rescate, con mayúscula. Un juego digno del Redentor cristiano —o del Bodhisattva.

lunes, 16 de enero de 2006

Moonchild



Al final aceptaremos la luna. Cuánta gente nos espera, expulsada del juego de rol, vaciando el frigorífico. He estado mirando la lápida de algunos países. Hay formas que, una vez desechadas, se han quedado flotando sobre cielos tranquilos. Quién sabe dónde llegan los globos más altos. A algunos niños nadie consigue retenerlos.

Cuando todos hemos muerto somos mucho más pausados. Lo que había que decirnos, algún día, a toda costa, era en realidad este silencio tan largo, este tomarnos por las manos y atravesar el corazón con el dedo. Éramos falsos (sin mala fe). Lo que perdimos es lo que queda.

domingo, 15 de enero de 2006

Los motivos del santo



Para Brazil

Es un viejo tema. Más viejo, con certeza, que esta aseada Vida de Pitágoras de don Porfirio (Gredos, tr. Miguel Periago) donde tropiezo hoy con él:

Y si hay que dar crédito a sus biógrafos, antiguos e importantes, su acción consultora la ejercía, incluso, entre los seres irracionales. En efecto, a la osa de Daunia que importunaba a los lugareños, la capturó, según dicen, y durante un tiempo la amansó, le dio de comer torta de frutos secos y, tras hacerle jurar que ya no atacaría a un ser animado, la dejó libre. Y ya, retirándose a los montes de encinas, no se la vio atacar en absoluto ni tan siquiera a un ser irracional. En Tarento vio a un buey que, en un enorme pastizal, daba cuenta de unas matas de habas; se acercó al pastor y le sugirió que le dijera al buey que respetara las habas. El pastor, bromeando, le respondió que no sabía hablar en la lengua de los bueyes. Se acercó Pitágoras y le susurró al toro, al oído, que no sólo se alejara de las habas en aquel momento, sino que en lo sucesivo no las tocara.

Tras estos prodigios, tan comunes en vidas de santos y héroes, late sin duda una jerarquía, un dominio que implica (como todos) distancia y violencia (al modo de Heracles, domador y asesino de fieras). El hombre vence a la fiera (externa o interna), cocina lo crudo, tira sin pudor de las riendas. No es lo esencial, sin embargo, y quizá no pasa de una pista falsa. Los santos que amansan fieras (Pitágoras, san Francisco) son, por inclinación, contraculturales, hombres entre las fieras, más cercanos a la physis (Natura) que al nómos (Convención). No se imponen a los animales: los convencen, utilizando su propia lengua inhumana, como aquel jovencísimo Potter que habla sin saberlo en pársel con las serpientes del zoo. Para desconcierto de biógrafos, están, en realidad, de parte de las alimañas. Si el Cid acaricia sin temor al león que ha sembrado el terror en su corte es porque él mismo es un león de hombres (y si no tiene nada que temer de él, tampoco gran cosa —compruébese— que reprocharle). Pitágoras, vegetariano imperfecto, emplea el mismo ingenio en amansar fieras que en convencer a los pescadores de que devuelvan sus presas al mar. San Francisco, hermano del lobo, le habla en jerga órfica:

En el hombre existe mala levadura.
Cuando nace, viene con pecado. Es triste.

Mas el alma simple de la bestia es pura.
(...) ¡Que Dios melifique tu ser montaraz!

Carne de Baco, santo y lobo se entienden. Apartándose del happy end tradicional, la contradicción (humana) cierra el poema y se pilla los dedos.

sábado, 14 de enero de 2006

Cronología (en fin)



Los argumentos de la defensa son ridículos: «Cualquier tiempo pasado fue mejor». Y claro, como Crono es el pasado, ahí está reivindicándose, pretendiendo, una vez sucedido, recibir como premio el tiempo todo...

La verdad es que, en gran medida, Crono ni siquiera se llama así. En Roma siempre lo llamaron Saturno, y tal vez es demostrable que recibió culto autóctono con ese nombre mucho antes de venir a identificarse con el carca monarca griego. En cualquier caso, su doblez es la misma: Saturno, se nos dice, es melancolía, gravedad, pasado y pesado, sensación de que siempre pasa lo mismo, de que no hay quien escape del pecado original o del origen a secas, serpiente constrictora con alarma a las seis de la mañana.

Ese es el malo —ya se veía. Pero está el otro: aquél en cuyo honor se celebraban las Saturnales, esas Proto-Navidades latinas, fiesta de jolgorio donde las hubiera, con los esclavos ordenando a los amos y el mundo en general patas arriba: restitución de la Edad de Oro en que nadie trabajaba y todo se hacía regalo para arder deprisa en pleno invierno mediterráneo.

*

Así que nuestras relaciones contradictorias con Crono han venido a ser espejo de nuestra ambivalencia por el pasado, que según se mire es irrecuperable o no hace más que regresar a deshora: con el presente como pasado que retorna (siempre estamos igual), con el futuro como algo que por previsto ya está pasado antes de ser, con el fin del mundo como restablecimiento de la selva originaria.

¿En positivo? Leamos a Unamuno:

Mi cielo

Días de ayer, que, en procesión de olvido,
lleváis a las estrellas mi tesoro,
¿no formaréis en el celeste coro
que ha de cantar sobre mi eterno nido?

¡Oh Señor de la vida, no te pido
sino que ese pasado por que lloro,
al cabo en rolde a mí vuelto sonoro
me dé el consuelo de mi bien perdido!

Es revivir lo que viví mi anhelo,
y no vivir de nuevo nueva vida;
hacia un eterno ayer haz que mi vuelo

emprenda, sin llegar a la partida,
porque, Señor, no tienes otro cielo
que de mi dicha llene la medida.


¿En negativo? Cantemos a Brasséns (por Paco Ibáñez):

Es adusto, es taciturno.
Dueño es del tiempo, tiempo cruel.
Nombre hermoso el de Saturno,
pero es un dios, cuidao con él.

Y hoy a ti te tocó, mi amada,
pagar el pato de su crueldad:
el tiempo no perdona nada
y en tu pelo una cana más.


*

Ilusoria libertad: el asno de Buridán contempla las alternativas sin prisa por decidirse. Si no fuera por el hambre... Podemos estar más allá del bien y del mal: no más allá de lo bueno y lo malo. Al final amamos y odiamos, alternativamente, a Crono: vemos una de sus dos caras, le invocamos por uno de sus nombres. Exiliado, siempre regresa, y con daño: exceso o defecto. El placer acordado da dolor (oh nostalgia de Crono). El dolor acordado da dolor (quién nos libre de Él).

*

Suposición de un Dios sin memoria: librarse de Crono siendo él mismo, antes de entrar en genealogías. Somos lo que pasa: la inocencia del devenir. El mundo siempre es el paraíso en tanto no lo hagamos ser otra cosa, inyectándole la historia, la conciencia. El Paraíso, claro, se ve desde fuera: la Edad de Oro es cosa de plomeros.

*

El reloj de arena sigue sangrando.

viernes, 13 de enero de 2006

Baco


Ven, en buena hora, Baco; agradable y deseado,
tú por quien nuestro ánimo se torna alborozado.

Este vino, vino bueno,
vino generoso,
al hombre que es de ley le torna
justo y animoso.

Los vasos que en Jerusalén, ayer mismo, robamos
en Babilonia regia del rojo licor llenamos.

Baco fuerte, que vence de los hombres el vigor,
sus ánimos dirige, sin dudar, hacia el amor.

Oh Baco, que frecuenta de la mujer el seno
y súbdita la vuelve a ti, señora nuestra, Venus.

Oh Baco, que en las venas entra en cálida corriente
y en el vapor de Venus vuelve las niñas ardientes.

Oh Baco dulce, dulficas penas y dolores,
la risa traes contigo, el juego, el gozo, los amores.

Oh Baco, que la mente femenina hace propicia
para otorgar al hombre sin demora su delicia.

De la que, antes, el coito, no se pudo conseguir
qué aladamente Baco la logra persuadir.

Oh Baco, dios, que torna al hombre alegre y en su mente
le vuelve de una misma vez versado y elocuente

Ah Baco, dios excelso, aquí presentes todos
probamos de tus dones, jubilosos y beodos.

Los máximos elogios a coro te cantamos
y por los tiempos todos tu presencia celebramos.

En buena hora vengas, Baco, grato y deseado.
por el que nuestro espíritu se torna alborozado.

Este vino, vino bueno,
vino generoso,
al hombre que es de ley le torna
justo y animoso.


jueves, 12 de enero de 2006

Cronología (I)



Lo que ayer fue distinto hoy da lo mismo. O lo parece. Distintas eran la khi y la kappa, venerandas letras griegas, distintos los fonemas que representaban: distantes estaban Kronos, el dios, y khrónos, el tiempo. Pero el segundo se ha encargado de limar las aristas, de hacer impertinentes los matices que le separaban de la divinidad: hoy Crono es Dios uno y solo, tiempo que devora a sus criaturas, papel pautado do sucumben los sucesos.

No que la asociación de ambos sea cosa de ahora: es viejo el juego por el cual el dios que reinó, retirado según se dice a un castillo, o a provincias, vino a concebirse como reloj que llorase eternamente su arena.

*

Pero esto es empezar por el final, o al menos tirar por la calle de en medio. Antes de unirse fatalmente con su parónimo el tiempo, ya era Crono dos: uno el dios bondadoso, patrón de la Edad Áurea (tiempo es oro) en que las fuentes daban vino y eran aún falsas incógnitas el arado y la nave. Ya en la edad degradada que es la nuestra, puro yerro oxidado, seguían los órficos soñando despertar de la vida en el castillo de Crono, presidente de los campos Elíseos, conde de Jauja, gigante bueno de los ensueños que son el pasado recuperado (todavía algún cristiano desmandado, descontento de ir a un Cielo postrimero, pedirá más bien volver al Paraíso prehistórico).

Y está el otro Crono, el que Goya pintara: ogro antropófago, hijo terrible que castró a su padre y que sabe que no debe esperar distinta suerte de los suyos. Es el primer planificador familiar: su método no es el relativamente sofisticado de Onán, o el bebedizo abortivo de la bruja tesalia. Crono se come lo que ha criado, con tan notoria falta de gusto que ni siquiera sentirá cosquillas en el paladar cuando en vez de carne tierna su querida Rea le dé una piedra lechal envuelta en pañales. [Esto de comerse los varones la propia semilla, cruda incluso en algunos casos, del escroto a la boca, lo venderán todavía los esoteristas de Crowley como llave de la inmortalidad, croneando a los estultos victorianos y así.]

No que se esté mal en el estómago de Crono. Como el del lobo de Caperucita, o el de la ballena de Jonás, el suyo es un punto de espera: ya nos dicen los antropólogos que los hombres han quedado siempre descontentos del primer parto y nacimiento, que trae a las crías manchadas a deshora de paraíso, algas, pezuñas paganas y morería. El bien nacido nace dos veces: de la madre y del padre, y en la segunda alguna ingenería cultu(r)al es necesaria (suspendan, malditos, su incredulidad de un gancho).

Hasta Zeus, que [sustituido por la piedra que terminará sustituyéndole (eres Pedro-Piedra y sobre ti edificaré mi Iglesia, dirá el usurpador)] no pasa por el estómago de Crono, no dejará de cronear a su manera cuando, tras reducir a cenizas a su amada Sémele (cuidado con pedir ver todo claro), saca de las mismas al retoño Dioniso y se lo implanta en el muslo paterno. Eso sin mencionar que también a Metis, una de sus novias, se la zampa sin más preámbulo, y de su cabeza dará a luz a la consentida Atenea...

*

Pero ahora el mundo es más joven que todo eso, y lo que tenemos es un Dios ogro que accede al trono cortando con hoz obscena los genitales de su padre Urano, y que se mantiene en el mismo a costa de asimilar (¡oh sistema!) las novedades que él mismo, aún distinto (khrónos), se obstina en provocar cuando no se da cuenta.

Verdad que de las vergüenzas cosechadas por Crono y arrojadas al mar nacerá la más hermosa de las criaturas, Don-de-la-espuma, Afrodita. (¿Puede que venga de aquí la idea de que el más horrendo sacrificio produce en el mar de los hechos, impredecible, la belleza? Generación antinatural: energía sublimada: semen a la mar salada la la lá. Your sperm's in the gutter/ your love in the sink).

*

Así que el caso Crono está complicado. Parece que se acepta que en su tiempo las cosas eran más sencillas, y que su gestión, aunque literalmente tajante, dio desde el comienzo frutos incomparables: reinas desnudas, hombres de oro a imagen del tiempo. Hasta parece haber iniciado el Ministerio de Agricultura, con esa hoz suya que además de castrar padres sirvió para que los hombres comenzaran a cosechar lo mucho y bueno que se les ofrecía. [Y aún carpe diem, coseche usted el día, será Crono ofreciéndose a que le devuelvan la moneda de Judas a cualquier hora.]

miércoles, 11 de enero de 2006

Antiguas brujerías



Gahondjidahonk, Aquella que se quema en muchos sitios, pertenece a un grupo de mujeres de entre los Seneca, tribu de indios norteamericanos, nada dados (como buenos salvajes) al estoicismo de su tocayo. Estas mujeres intentan, y casi siempre consiguen, destruir a los maridos de sus hijas en la noche de bodas. Sin aviso, saltan al fuego; queriendo rescatarlas, los ilusos yernos se queman hasta morir. En efecto, son inmunes al fuego; quizá porque son fuego ellas mismas.

Sucede que, un día de los días, algún yerno llega al pueblo con la historia aprendida. Gahondjidahonk salta al fuego, pero nadie acude a rescatarla. Al rato, sale de la fogata y se sienta en un rincón a llorar. Desplazada del centro de atención, va consumiéndose, resignada. Con el alba y los últimos brindis, su hija se acuerda de repente de ella, y acude a darle un último beso. Inesperados, vuelven a su corazón el calor de la sopa materna, las manos que guiaban la suya, haciendo trazos mágicos y sombras. Pero junto a la hoguera sólo quedan unas brasas diminutas que crepitan entre plumas y flecos, un manto del que salen las llamitas como brazos que le dicen hasta nunca, y el viento se las lleva, y luego nada. Querida, vámonos ya.

martes, 10 de enero de 2006

Ahora que vamos deprisa



En el artículo de Josepha Sherman «Gopher Guts and Army Trucks: The Modern Evolution of Children's Folk Rhymes» [Estudos de Literatura Oral 6 (2000): 191-7] se recoge, entre otras canciones infantiles, la siguiente, que se canta con una melodía descrita por Sherman como a gentle folksong [On Top Of Old Smokie]:

On top of the schoolhouse
All covered with blood,
I shot my poor teacher
With a forty-four slug.
I went to her funeral,
I went to her grave.
Some people threw flowers.
I threw a grenade.
I opened her coffin.
She wasn't quite dead.
So I took a bazooka
And blew off her head.

O sea, para anglófobos:

En lo alto de la escuela,
toda cubierta de sangre,
disparé a mi pobre profesora
con una bala del (calibre) 44.
Fui a su funeral,
fui a su tumba.
Algunos arrojaban flores,
yo arrojé una granada (de mano).
Abrí su ataúd.
No estaba muerta del todo.
Así que cogí un bazooka
y le volé la cabeza.


La canción fue recogida de labios de varios niños y niñas prepúberes. Como nota con gracejo Sherman, «los junguianos que haya entre nosotros notarán con placer que hay que matar a la profesora-monstruo las tres rituales veces de rigor».

lunes, 9 de enero de 2006

Divinas palabras


Le debemos a Bachelard habernos mostrado que una parte notable de la vieja mala ciencia es en realidad poesía perenne. Así, la paradoxografía («¡increíble pero cierto!») es un subproducto de la erudición helenística, un hijo consentido, apenas veraz y abiertamente escapista. Sin embargo, qué hallazgos. Antífanes de Berge nos habla de un país tan frío que las palabras pronunciadas en invierno se hielan. En verano, el sol las derrite y vuelven a oírse. En cierto río de Arcadia, según Filostéfano, hay peces que cantan como si fueran tordos. Al llegar el invierno, el pulpo devora sus propios tentáculos. Las perdices, escribe Arquelao, conciben cuando escuchan el sonido del mar.

domingo, 8 de enero de 2006

I'll Follow The Sun


Ser inmortal es seguir siempre al sol. Lo mismo lo supieron los antiguos egipcios que Bob Dylan o los Beatles. Seguiré al sol. Van los inmortales en la Barca de Ra, el sol que recorre de día el cielo de los vivos; de noche, el otro horizonte, el horizonte otro de los muertos. Para el sol siempre es primavera. Su vértigo. Seguir el vuelo de la felicidad cuando pasa fugazmente de un alma a otra, como un collar que se vuelve de humo, saltando de unos cuellos a otros, tal vampiro. Ser en la película el foco que da la luz especial de las bellas escenas. Una luz de alba y ocaso, indistinguible. Ser Flora que no mira atrás para ver en qué tornan (¿dónde?) las rosas que arrojan sus manos. Vivir en presente: alcanzar ya no la velocidad, sino la voluntad de la luz.

Quien puso el Paraíso (Hiperbórea) en el Norte, pensaba en la luz. Allí el sol, Apolo, se detiene. Hasta seis meses duran los días. Quizás, bastante al norte, dure un día todos los días, todo el tiempo. Quizás el norte, el norte último, cure del tiempo. Así debió creerlo la criatura del doctor Frankenstein. Volverse eterno: frío. Quemadura del frío como un beso que chupa la vida. La inmortalidad de Walt Disney. Una nave que da vueltas al sol, con sus pasajeros crionizados.

sábado, 7 de enero de 2006

De reyes y mendigos (el retorno)



Eran los proletarios, para Marx, ese rey del que se espera la vida, la curación del dinero y su miseria. Como aquellos hombres sucios del planeta de los simios. Quizá Adán fuera rey en el Edén, antes de ciertas conjuras capciosas. Según el premio Nobel Von Daniken, todos tenemos algún antepasado que fue edil o monarca en Lemuria o en Mu. Algo se sospechaba el buen Jesús, que sabía, como luego Rimbaud, que a cualquiera de nosotros se nos deben varias vidas: y que son los mendigos, los pobres de espíritu, la oscura vanguardia de una corte celeste, donde ya no habrá hambre ni sed de justicia.

Ponedlo delante o detrás. Nadie está libre de la sospecha de ser, sin saberlo, bisnieto o bisabuelo de reyes. Anda, ve y dile a tu madre/ que el mundo da muchas vueltas/ y ayer se cayó una torre. Pero la gente oscura, los marginados, son desde luego los más sospechosos; se parece la gracia a la peste, el oro y la mierda, la plata y el yeso. No hay dinastía que no tenga en su árbol, en alguna parte, un niño que llegó en mantillas, bajando en una cesta por el río, como todos llegamos a esta vida. No hay dinastía, en fin, sin un epígono, un último heredero del reino en ruinas, condenado a fregar los suelos.

Jesús mismo, Rey de Reyes, gusta de andar entre los pobres. A la puerta de un rico avariento/ llegó Jesucristo y limosna pidió/. Y en vez de darle lo que tenía/ los perros que había fue y se los echó. Y es que los poderosos sospechan de los pobres: deben ocultar algo. Anda el Príncipe arquetípico como una oscura dignidad o realeza diluida en cada pobre, en cada perdedor: como si guardaran los pobres, los oprimidos, un fragmento sin valor aparente del gran mapa del tesoro. Cómo no temer que los pobres se organicen, que vayan atando cabos, juntando fragmentos del mapa.

Siempre hace frío en los Palacios de Invierno. Al final uno termina devorando emparedados: Tomás Moro, Séneca, Biko. Las muchas esposas de Enrique VIII. Las otras tantas de Barbazul. Porque son todos los reyes impostores, interinos venidos a más, perros guardianes que han probado la sangre: senescales del rey de verdad, que se fue. Y esas cosas casi siempre se saben. Seguimos esperando el regreso. Que se apague la luz y que el sol se levante.

—Si yo no fuese César —pensó César—, sería sin remedio su asesino.

viernes, 6 de enero de 2006

El mundo real


Los que tienen, recibirán
Los que no, perderán.
Así dice la Biblia
y sigue siendo noticia.
Mamá puede tener.
Papá puede tener.
Pero Dios bendiga al hijo
que tiene algo propio.

Sí, el fuerte se lleva más
mientras el débil desfallece.
Los bolsillos vacíos
jamás hacen carrera.
Mamá, que tenga.
Papá, que tenga.
Pero Dios bendiga al hijo
que tiene algo propio.

Dinero, tú tienes un montón de amigos
haciendo cola en tu puerta;
pero cuando te vas
y el dispendio termina
no vuelven.
Tus conocidos ricos
te ofrecen las migajas que les sobran.
Puedes servirte,
pero ojo con coger demasiadas.
Mamá, que tenga.
Papá, que tenga.
Pero Dios bendija al hijo
que tiene algo propio.
Dios bendiga al hijo
que tiene algo propio.


jueves, 5 de enero de 2006

De reyes y mendigos


Siempre puede suceder. Siempre sucede. Hölderlin lo clavó: El hombre es un dios cuando sueña; un mendigo cuando reflexiona. Pero podéis leerlo también en las pintadas de los anarquistas: Reyes sí, pero en los cuentos. O en aquello que cantaba Camarón: Siendo un rey poderoso, soy un mendigo / si me faltan las llaves de tu cariño.

Testigo, aquél de Ítaca cuando arribó a su isla, de vuelta en verdad de todo, revuelto y devuelto por las olas. El primer rey-mendigo: Ulises a la puerta de palacio, esperando que los pretendientes le echen una migaja de su propia despensa.

Y es que Natura ama esconderse. Heráclito lo dijo. Aquellos versos que sabía Aragorn, y que tan bien resumen la incierta condición de la grandeza:

No siempre brilla el oro
ni todo el que anda errante va perdido.
No se marchita el viejo vigoroso
ni en la raíz profunda entra la escarcha.

De las cenizas subirá una llama,
asomará una luz de entre las sombras.
El hombre sin corona será rey;
de nuevo forjarán la espada rota.




miércoles, 4 de enero de 2006

La llamada de Masson

(André Masson, El laberinto, 1938)

Se equivocaron de ilustrador. Nada de Breccia (ciego al color que cayó del cielo). Masson (cuyo cumpleaños fúnebre celebramos) halló inspiración en la mitología griega, pero sus espantos, nada pindáricos, son pesadillas de Aleister Crowley. Mitos, sí —pero de Cthulhu.

martes, 3 de enero de 2006

Fiestas de guardar



Incluso el viejo cascarrabias zamorano tiene que admitir, en algún rincón de su vasta obra, que a veces uno se lo pasa bien —e incluso mejor. Como escribe, ponderadamente,

Para que haya vida que recordar,
a veces uno vive también feliz.

Nunca se sabe. Es imposible no desconfiar de las fiestas (diversión a fecha fija y por mandato), como obra que son del Poder, limosnilla turbia y envenenada; pero no parece que el Señor pueda estar del todo seguro de que el tributo cíclico que paga al Dios Vendado no vaya a dar pie a quién sabe qué ocurrencias revoltosas, cuya influencia traspase el tiempo de licencia permitido e invada sin apuro el día a día posterior. Con independencia de lo que dicte el calendario, todas las revoluciones empiezan en días de fiesta, desahogos que le abren a uno los ojos y le vuelven remiso a volver sin más al redil. Benditos sean.

domingo, 1 de enero de 2006

Juego de siempre



Por estas fechas, los componentes del que fuera taller literario Babel
y todos los que quieren sumarse a la convocatoria
celebramos un concurso de poemas y relatos,
seguido de una fiesta de Año Nuevo variablemente psicodélica.
Ésta es mi contribución al concurso de relatos
(modesta, vaya: es un género del que me he ido alejando,
aunque me alegra volver a él por Navidad).


La hoja cae desde la ventana y la vecina que la rescata queda, a partir de entonces, convencida de que llevo algún tiempo escribiéndole con la esperanza de que no me descubra. Con su sonrisa de pan mojado, se hace la encontradiza en el hall, dialoga sobre el tiempo con matices que no podrían pasarme desapercibidos.

—A la mínima va y llueve.
—A la mínima.

Y los dos nos separamos con diferentes conclusiones, ella que todo está preparado, yo que la nada se ha vuelto imparable. En clase la profesora de escritura creativa lee en voz alta mi trabajo y se interrumpe al llegar a la hoja que falta. Hay discusión sobre el efecto poético de este vacío. Al final, todos convienen que ninguna palabra podría hacerle sombra a aquel muñón de ausencia alfa. Nadie me pregunta si ha sido intencionado, pero discretamente, sin implicar a nadie, la profesora me convoca para la hora de tutoría a la hora en que he quedado con Laura y abandona la clase sin que pueda explicarle.

El cuento que estábamos escribiendo a medias se bifurca a partir de entonces. Laura y yo habíamos respetado el acuerdo: con sinceridad implacable, escribir cada tarde de lo que nos pasaba cuando estábamos juntos, y entregarnos al día siguiente las hojas garrapiñadas para leerlas (o no) de noche y prepararnos para un nuevo encuentro.Esa tarde yo no voy, pero mi vecina, que ha aprendido mis rutinas, se presenta en mi lugar en la estación de autobuses, unos minutos antes de la cita, y esta vez se atreve a penetrar en la cantina y sentarse donde calcula que yo suelo hacerlo. Laura llega unos minutos después de la hora convenida y la encuentra dando vueltas a la hoja borrosa, saboreando un adverbio. Maldice a esta intrusa, pero se sienta en la mesa siguiente y no tiene nada mejor que observar que esta criatura extraña, su mochila con aspecto de haber ido recogiendo pedazos de sí misma. Cuando por fin empieza a llorar, no puede evitar levantarse y acudir, como sedienta, a sus lágrimas. Afuera también se ha echado a llover, y ella aprovecha, ventajista, y concluye:

—Se veía venir, ¿eh?
—Desde luego.

El despacho de la profesora está al final del pasillo, pero habría que saber de cuál. Yo entro siempre a este sitio protegido por el grupo, y ahora, al levantar y dejar caer la cancela, siento el escalofrío de un saqueador de tumbas. El módulo nuevo es inmenso, pero no lo parece cuando sigues la corriente y te dejas llevar a tu puesto, la identificación en la solapa como un salvoconducto. Con algunas dudas, he dejado los papeles en casa, en vez de los guantes, y no sé si dar o no la luz cuando subo la escalera y voy encontrando fluorescentes muertos. Por lo que dejan saber las persianas, afuera hace una tarde luminosa, y quizá por eso las hermanas han creído innecesario y vagamente blasfemo despertar la luz eléctrica. No parece que haya nadie en el edificio, y yo voy sospechando que así es mientras descifro con dificultad en cada puerta los números de las aulas, laboratorios, despachos. Es cierto que de lejos se oye música, pero recuerdo demasiado bien las palabras de la doctora, esa tendencia mía a confundir lo que suena por dentro con cualquier punto de apoyo que me preste el afuera. El ruido lejano de un ordenador encendido, de una caldera, se me transforma con demasiada facilidad en un concierto barroco o un tema inédito de Kraftwerk. La voz que estoy oyendo (le esperaba) puede ser mi propia voz (pase), y quizá me he quedado dormido pensando en la cita (¿en cuál de las dos?) y es mi propia mano (¿mi propia lengua también?) la que pasa a la acción en este instante, un sueño erótico de precisión quirúrgica que comienza por las láminas de Van Gogh que llenan las paredes breves de su despacho. Las miro y tengo la aprensión de que su color está extrañamente alterado, pero no en el mismo sentido que su voz, clara y desdichada como una chicharra.

—Esto no está funcionando. He dejado pasar lo de hoy, pero esto no está funcionando y yo no puedo seguir encubriéndolo.
—Está a punto de funcionar, digo yo —digo yo, pero eso sólo contribuye a que su Pilot rojo derrape con aspereza por el folio que, a modo de mesa, nos separa.

Lo demás ya lo he oído otras veces, así que me centro en los matices de esa voz que acabo oyendo como en trance, transformando sus palabras en las que yo imagino que merecería la pena decirme. La profesora me declara su amor como el único camino de escape de esos crímenes que, al parecer, tan imperdonables resultan, pero sin los cuales nunca habría llegado a conocerla. No tengo tiempo de hacer balance, pero todo lo siento compensado por el placer de imaginarle unas braguitas de encaje negras que arrancar o blanquear morosamente. Hay medidas más severas que podrían adoptarse, pero concuerdo con ella en que es más propio ceñirse a las que el hueco entre sus piernas propone.

Abandono el colegio sin recordar el fin de la entrevista, dudando si volveré a verla o si mañana su rostro será, como mucho, memoria. Esto es lo que me pasa y por eso me esfuerzo en escribir objetivamente, en contrastar con Laura incluso lo más psicológico y móvil. Sin embargo, cuando al día siguiente cambiamos apuntes, tengo la viva sensación de que no está atendiéndome, de que algo entre los dos se ha roto, y le resulta indiferente que le confiese que al fin mi vecina parece haberme dejado en paz.

—Esto no está funcionando —le digo, pero mirando su cara sólo distingo el pararrayos de su sonrisa tranquimazín, esa felicidad beatífica del loco al que todo lo exterior, todo lo realmente importante, le trae al pairo. Me admira haber confiado en ella y el peso de mi responsabilidad amenaza derribarme. Sabiendo lo que significaba, yo he animado a Laura a dejar su terapia, escribir sólo para mí, mientras yo sigo acudiendo con puntualidad por las mañanas a esas clases que la nueva profesora amenaza volver aún más interesantes. Cuando le entrego mis folios ya he hecho las correcciones oportunas. Los suyos, en cambio, huelen a tinta fresca. Hasta los tachones son charcos refrescantes en los que me gusta hundir los dedos, para después olerlos o chupetearlos ávidamente.

Tengo que hacer que me crea, pero hoy la barrera es casi insalvable. Habrá otro día, así que acepto sin rencores su lástima, su sonrisa de pariente que acude de visita y que al partir recoge todas sus cosas, sonrisa y corazón incluidos. Abandona la estancia y pienso que hoy voy a dejar que lo crean. Seré obediente hasta el delirio. Tomaré mis pastillas y no haré excursiones a ninguna parte. Con serena indiferencia, paso las páginas del periódico y los rostros de las dos mujeres muertas me parecen dos errores tipográficos.