viernes, 31 de agosto de 2007

El lugar


Cada año por estas fechas nos reunimos de noche en el parque en torno al tesoro que enterramos en su día (doce años ya) y cambiamos regalos, confidencias, balances. Tiempo de versos, también. Éstos.

Sé que soy casi nada,
un cuchillo sin mango que ha perdido la hoja,
un espejo enfrentado sin rencor a otro espejo.
¿Por qué buscas la mano, si escondiste la piedra?
Tu deber es lanzarla. La memoria del dado
decidirá qué torre conmueves con tu acierto.
Mi voz es un cangrejo mordido por la luna,
la cuerda en que el ahorcado despierta sus mandrágoras.
Bajo el sol encontré mi lugar en el mundo
y escapé hacia el silencio, que no admite visados.
El espejo se observa (movimiento reflejo)
y la mano dispara sus penúltimas uñas.
He llegado hasta aquí. Si el propósito ha muerto,
viven sus accidentes
y esta mano tendida que dibujan tus dedos.


martes, 28 de agosto de 2007

Como una música fantasmal (I)


Está en Cioran: De los libros de psiquiatría, sólo me interesa lo que dicen los enfermos; de los libros de crítica, las citas.

Un libro de psiquiatría, escalofriante: Magia y esquizofrenia, de Géza Róheim (1955). Un evangelio enfermo. Dejo pasar el tiempo, pero acabo volviendo a él, hojeándolo, y las palabras del paciente analizado por Róheim me conmueven donde Breton (y Médem...) no llegan. Ahí van.


La gente creía que deseaba hacerme el gracioso. Soy como una brújula sin marcas.

*

Cierta vez tuve una experiencia terrible. Era como una música fantasmal, como un buque que se aproxima —que está cada vez más cerca, pero que uno nunca llega a tocar.

*

En cierta oportunidad, andando por Rusia, tropecé con una muchacha que era como mi hermana. Deseo reunir todos mis sueños, pues de lo contrario todos los países se unirían contra mí. Algo muy similar ocurrió hace 300 años — la vez que volví a bordo del Titanic. Regresaba de Europa en un buque de vela, pero me habían quitado el buque. Con toda premura, me dejaron pasar de un país a otro, pues yo era igual a un refugiado. Había perdido a mis padres y los estaba buscando. Luego me presentaron al presidente, que fue muerto de un tiro, o tal vez era yo quien había sido matado de un tiro, o quizá yo era el presidente de los Estados Unidos.

*

Me han ofrecido el cargo de Ángel de la Muerte, pero no lo puedo aceptar, pues me falta práctica.





viernes, 24 de agosto de 2007

Bajo la página en blanco


Me acabo de dar cuenta de que es posible recuperar el contenido de tu página de usuario en Wikipedia, aunque el cochinillo orwelliano de turno la haya blanqueado. No es que tenga mucha importancia, pero me apetece conservar en lugar visible la referencia al trabajo que realicé allí —si alguien se ha tomado la molestia de procurar ocultarlo, por algo será.

*

Hola, ésta es la página de Al59, filólogo y músico. Si quieres conocer algo más sobre mí, puedes probar aquí. Si deseas discutir alguna contribución a la Wikipedia, utiliza la página de discusión.

Algunas entradas que he creado:

Otras entradas en las que he colaborado:

martes, 21 de agosto de 2007

Mar violeta


...no Violeta Parra, pero casi. Paso agosto leyendo a poetas, de muchos de los cuales sabía hasta ahora poco más que los nombres. Cultura escolar, en plan Trivial: referencia para ir realizando después apuestas más o menos seguras —y eso es todo.

Gabriela Mistral, premio Nobel, etc., es enorme. Su libro Tala se abre con la descripción de un viaje onírico junto a su madre muerta. Los paisajes que describe (y las sensaciones) resultarán familiares a quienes vuelan por esos páramos.

Ternura (1924), con el que estoy ahora, es un libro de poesía escolar, o más bien todo lo contrario. Poemas de una madre que acuna a su hijo (o que se quedó dormida mientras lo acunaba y despertó sin él). Versos recios, pura fibra. El sueño (no el ensueño) es uno de los temas recurrentes. Elijo entre muchos textos memorables éste (y, ahora que Montano no mira, le sumo una musiquilla violeta):

La ola del sueño

La marea del sueño
comienza a llegar
desde el Santo Polo
y el último mar.

Derechamente viene,
a silbo y señal;
subiendo el mundo viene
en blanco animal.

Ha pasado Taitao,
Niebla y Chañaral,
a tu puerta y tu cuna
llega a acabar...

Sube del viejo Polo,
eterna y mortal.
Viene del mar Antártico
y vuelve a bajar.

La ola encopetada
se quiebra en el umbral.
Nos busca, nos halla
y cae sin hablar.

En cuanto ya te cubra
dejas de ronronear;
y en llegándome al pecho,
yo dejo de cantar.

Donde la casa estuvo,
está ella no más.
Donde tú mismo estabas,
ahora ya no estás.

Está la ola del sueño,
espumajeo y sal,
y la Tierra inocente,
sin bien y sin mal.

La marea del sueño
comienza a llegar
desde el Santo Polo
y el último mar.

sábado, 18 de agosto de 2007

Luna carnavalina


Qué gran poeta el corruptible Manuel Machado. Me he sumergido unos días en sus primeros versos (Alma. Caprichos. El mal poema, en preciosa edición de Rafael Alarcón, en Castalia), y salgo maravillado de su gracia y hondura. Hay varios poemas poblados por Pierrot y Colombina, todos magníficos (alguno, con aportes de Rubén Darío, que en su copia del libro ha prolongado el poema, dando la réplica; por una vez, ni una nota al pie sobra: los regalos que trae Alarcón en ellas, en prosa concentrada, son de aúpa).

Carnavalina cierra El mal poema (1909), un libro de una modernidad escandalosa. Vamos con ella.

Carnavalina

La ridícula trompeta
del Carnaval ha sonado,
desapacible, indiscreta,
y ¡tan triste!... Fatigado,
Pierrot marcha sin careta.

Va en busca de Colombina,
la divina, la traidora,
la que ríe cuando él llora...
soñando en la golosina
de su boca tentadora.

En la plástica poesía
de su hermosura, que exalta
un mohín de picardía,
con la gracia de una falta
femenil de ortografía.

Y a través del vago ritmo
de aquel cuerpo tentador,
él persigue ¡soñador!
el oscuro logaritmo
imposible del amor.

Mas sólo escucha el reír
de la amada loca y bella.
Y tras de la rosa aquella,
él, sintiéndose morir,
ríe también como ella.

Y —el rostro lleno de harina—
grita aún el sin fortuna:
«¡Colombina! ¡Colombina!».
Y su alma se va a la luna,
como una carnavalina.


viernes, 17 de agosto de 2007

Luna de tres al cuarto


Siempre se rompe la máscara, se monda la cáscara, esperando encontrarla más allá de sí misma. Rimbaud abrió la veda:

En otro tiempo, si mal no recuerdo, mi vida era un festín en el que se abrían todos los corazones y en el que se derramaban todos los vinos.

Una noche senté a la belleza sobre mis rodillas. —Y la encontré amarga. —Y la injurié.

La blasfemia contra la luna es subgénero del escupitajo contra la Belleza. Esta memorable de Rosalía, hermana pequeña y mejor del Himno al sol de Espronceda:

Muda la luna y como siempre pálida,
mientras recorre la azulada esfera
seguida de su séquito
de nubes y de estrellas,
rencorosa despierta en mi memoria
yo no sé qué fantasmas y quimeras.

Y con sus dulces misteriosos rayos
derrama en mis entrañas tanta hiel,
que pienso con placer que ella, la eterna,
ha de pasar también.

El ataque a la luna, pródiga en claros, barros y arrugas, se vuelve burla con las vanguardias. Hay quien la formula con sutileza, de forma implícita (cf. André Breton, que bautiza Claro de tierra a uno de sus poemarios). Otras veces la pulla es estruendosa, como en Ramón:

¡Pedradas en el ojo de la luna!

Me he acordado de esto leyendo la Antología de Nicolás Guillén en la editorial Visor. Para mí, un descubrimiento. Guillén empieza joven, deslumbrado por las vanguardias. Y escribe esto en sus Poemas de transición (1927-1931):

Propósito

Esta noche,
cuando la Luna salga,
la cambiaré en pesetas.

Pero me dolería que se supiera,
porque es un viejo
recuerdo
de familia.

martes, 14 de agosto de 2007

Osiris desde el corazón del pájaro


Recordamos ya una vez a Juan Eduardo Cirlot, a propósito de un soneto suyo sobre Osiris. No he podido resistirme a la oferta de Siruela, que en el volumen La llama. Poesía (1943-1959), publicado en 2005, reúne varios poemarios notables de Cirlot. De muchos apenas conocíamos el título, como el prometedor Lilith, sobre el cual un amigo poeta, Antonio Casares, se interesó hasta el punto de preguntar a la hija del poeta, la medievalista Victoria Cirlot. Dijo doña Victoria que nos haría llegar el libro, y al final así ha sido, de un modo u otro.

Del prólogo de Enrique Granell, breve y sustancioso, saco la sensación de que Cirlot tenía un interés notable por Egipto. Comenzó a estudiar egiptología en 1936, a los veinte años, y en su correspondencia alude varias veces a «ciertos descubrimientos de 1936».

Dedico a Grifo, explorador de la noche, otro poema osiríaco de Cirlot, de 1945, anterior por tanto al soneto, que parece brotar naturalmente de su último verso (y que se publicó en 1951):

Osiris (mito del poeta)

Yo hablo desde el corazón del pájaro.
Yo hablo desde la arena de la muerte.
Yo hablo desde la rosa profunda
donde rueda un sollozo interminable.

Hablo para las duras adelfas.
Hablo para los blancos esqueletos.
Hablo para los despiadados ríos
que trasvasan la sangre del Incendio.

Y gimo en las montañas tercas,
en las llanuras de frente desolada,
en los espacios que crea mi lenguaje,
como un dios mutilado y repartido.


viernes, 10 de agosto de 2007

La página amenazada



Hay libros secretos. Uno no encuentra a nadie que los haya leído, y sospecha que hasta el autor debe tenerlos olvidados.

La página amenazada, de Eloy García Tizón, es uno de estos libros. El autor tenía veinte años cuando lo publicó en 1984, en la editorial madrileña Arnao, y yo catorce cuando, recién salido de la imprenta, me lo regalaron sus editoras, a las que alguien nos había enviado a un amigo y a mí en calidad de (nada prodigiosos y ya ni niños) niños prodigio.

Por entonces yo andaba leyendo las Iluminaciones de Rimbaud, y en las páginas de aquel libro encontré algo en cierto modo similar: poemas en prosa (sin engaño tipográfico) que fluían con una claridad enfermiza, adolescente todavía, aunque con manchas ya de alta literatura.

García Tizón tardó ocho años en volver a publicar. Cuando regresó, se había quitado el García y oficiaba ya de narrador, seguramente interesante.

Siempre se tiene miedo al releer cosas que a uno le han gustado con locura cuando era otro. Miedo inútil. Allá va.

ALGUIEN DIJO:

—Todo va llenándose de tiempo. Las mesas están cubiertas de octubre, las estanterías se desploman, abres la tetera y sale un grito. El clima de la casa va tomando cuerpo y se adensa. Ahora puede ser una pagoda sumergida, una realidad submarina con ventanas de música y barómetros ocultos. - Ahora es un profundo violín que no respira: el cadáver sin aliento de la casa, la anatomía de un sueño, quién sabe. Sería posible escuchar, a pesar de todo, una congregación de ecos en el fondo mismo de la cocina, un arpegio femenino, un triángulo de voces en el pentagrama quieto del aire, o el sonido que hace la lluvia cuando pasa cruzando los extintores.

Presiento que estamos condenados a algo, ¿pero a qué? Cerrando los ojos, este cuarto parece girar sobre un eje invisible, como el interior de un fruto golpeado por estirpes de solitarios. Los años nos ponen de perfil contra el destino, la neurastenia se adueña de los teléfonos y nos deja sin antepasados. Duermo rodeado de maletas, duermo solo, me despierto cubierto de ramajes y sé que es mentira. Tenemos sólo un instante, pero ese instante es sagrado. Nos queda la fascinación por la belleza que muere, un último gesto patético y hermoso, el fulgor enfermizo. La decadencia.


domingo, 5 de agosto de 2007

Lo que se come, se sueña (II): Divina de la muerte


(Partiendo de que un mito es un tipo de relato y no una patraña, que vergüenza da tener que escribirlo).

Un mito se desmitifica, habitualmente, introduciendo en él cualquiera de los elementos que, por su escasa o nula presencia en la mayor parte de los mitos, juzgamos ajenos y contrarios al género: dinero, mediocridad, comida, excrementos, sexo.

En realidad, abundan los contraejemplos. La guarida del dragón guarda a la princesa, pero tiene algo también del depósito del tío Gilito, rebosante de monedas de antiguo cuño. La muerte de Jasón, al que se le cae encima, ya viejo, la nave Argo, es una imagen gráfica de la decrepitud, no sólo física, del héroe. Las harpías defecan en la comida del ciego Fineo, y Zeus y Heracles fornican más que Rocco Siffredi.

Cierto que son historias paganas. Resulta más difícil imaginar que el Evangelio se sostenga si le añadimos una María Magdalena meona, un san José rijoso o un Cristo con diarrea.

No me atrevo a asegurar que el rechazo que siento por la desmitificación proceda íntegramente del disgusto ante lo mecánico y facilón del procedimiento, lo que tiene de cliché posmoderno, de falsa audacia —pero desde luego hay bastante de eso.

De ahí que me resulte un tanto embarazoso traerles este relato, en el que me solazo en lo mismo que acabo de poner en cuestión. Lo hago pensando que lo que intenté con él va más allá de la desmitificación, al menos en propósito. Intenté utilizar la desmitificación para romper la cáscara de la historia, dotándola de una capacidad mayor de movimiento —un poco pensando en eso que nos cuenta Bachelard de que los poemas sobre ninfas que se basan en poemas sobre ninfas tienen menos que contarnos sobre ellas que los que surgen de la ensoñación provocada por el agua misma.

Si en algún momento lo he logrado, puede que la lectura merezca la pena.


*

Divina de la muerte

En aquellos días, el príncipe anunció su compromiso con su novia, y acudieron a palacio en gran número emisarios de los reinos vecinos, deseosos de conocer a la dama que había hechizado a tan notable hechicero. Aunque pocos llegaron a verla, los embajadores y sus séquitos volvieron bulliciosos los salones reales. Al rey mismo, al que la preocupación por su hijo aventurero había envejecido precozmente, se le notaba ahora alegre y esperanzado. Como en otros tiempos, bajaba a cualquier hora al garaje real y partía en moto hacia las nieves perpetuas o el lago de aguas tibias. El visir no sabía si aplaudir o tirarse de los pelos cuando el rey reaparecía al alba o al mediodía con el casco y la barba cubiertos de hielo, descalzos los pies y trufado el manto de armiño de arañas, flores y escarabajos.

Mientras el padre recaía en la extravagancia, el hijo parecía extrañamente tranquilo. Soy un príncipe de novela, repetía a quienes le preguntaban por qué, tras una juventud tan alocada, se prestaba ahora a posar pacientemente para las fotos y reportajes de la prensa, examinando con interés unos documentos oficiales que dejaba caer con fastidio un segundo después.

La conducta de la casa real, celebrada con ánimo verbenero por la plebe, tenía amargados a los notables de la corte, que culpaban de ella a la novia, bella quizá, pero obstinadamente impermeable a las atenciones y preguntas de todos los que esperaban colocarla con ventaja en su puzzle. Escudándose en su condición extranjera, la inminente princesa escuchaba poco y respondía aún menos. Mientras el príncipe parecía reconciliado con el lujo de palacio, ella utilizaba las prerrogativas de su condición casi real para encerrarse en su cámara, bloquear la puerta con una silla y escapar por un pasadizo hasta el bosque cercano.

El visir, que escapaba a sus insomnios escopeta en mano, la encontró allí mientras cazaba pájaros la víspera de la boda. Sobre lo sucedido entonces, ninguno de los implicados ha sabido dar detalles. Sin ánimo de agotar las conjeturas, podemos dar por buena la versión más popular, según la cual un disparo nada accidental del visir alcanzó a la novia en el corazón, y en justa reciprocidad, al verla por primera vez de cerca, la belleza de la muerta quebró el corazón del canalla, quien procedió por ello a cabalgarla furiosamente y después, aún hincado en ella, se administró la última bala de su escopeta, dejando la escena del crimen saturada de sangres contrarias. Esta versión implica menos coincidencias, y por tanto debemos preferirla a la que sostiene que el no tan anciano rey y su nuera llevaban tiempo citándose junto a los arbustos de grosella, y que el visir, paño de lágrimas durante tantos años de las tristezas del rey, siguió las pistas de su desconfianza y sorprendió a los amantes en plena danza del amor brujo. Mordido por los celos, interrumpió el apareamiento, obligó al rey a despojarse de su corona y opulentos harapos y lo destituyó solemnemente, asumiendo en ese instante la autoridad real. Por desgracia, la visión turbadora de las fofas carnes regias y un vago instinto de revancha le decidieron en el último momento a mantener a su lado al anciano en calidad de visir, para lo que, para asombro de la joven, procedió también él a desnudarse e intercambiar, junto con los roles, las ropas propias del cargo. Ahora que ya no soy rey, puedo amar a quien quiera, dijo el nuevo visir, y soplando en las brasas humeantes prosiguió la cópula con nuevos bríos. El rey recién estrenado, sorprendido por aquel giro de los acontecimientos, se arrepintió de su generosidad y procedió a tirotear aquella bestia de dos espaldas. Desde entonces, el visir vive en palacio en calidad de monarca, y oculta su verdadero rostro tras un velo de lágrimas tan legañosas como sinceras.

Muchas, en fin, son las fábulas de los maledicientes. A ninguna hizo caso el príncipe cuando la noticia llegó a palacio, destruyendo sin prisas su serenidad recién estrenada. Anclado en el altar, la música prolongada del órgano y las flautas fue haciéndosele cada vez más disonante e insoportable. Mientras la tarta nupcial, dispuesta con optimismo en el patio cercano, comenzaba a deformarse, hirviendo de gusanos bajo el sol implacable, todos los asistentes a la boda se sintieron forzados a una sonrisita cómplice, participando así en la desgracia. Para los invitados extranjeros, el relato en primera persona de aquella boda truncada sustituiría con ventaja la foto imposible de la princesa. Los cortesanos locales veían en todo aquello la mano de Dios, que procedía a abofetear por fin el rostro de aquel príncipe vanidoso. Xenófobos, republicanos, malandrines, a todos les costaba contener la carcajada. Sólo los músicos, en inoportuna empatía con el príncipe, parecían cada vez más serios, torturando su corazón con acordes disminuidos, arpegios descendentes, agudos afilados y graves migrañosos.

A la mierda –dijo el príncipe, y abandonó la sala, sin que nadie supiera decir por dónde. No volveré a preocuparme por ella.

Unos días más tarde, partía en secreto hacia el lago de aguas tibias.

*

No había sido feliz en su hogar, forzada a interpretar a tiempo completo aquel papel de ninfa montañesa, aterida bajo el tejido arrugado o lacio, confundida con el paisaje de cromo o postal que la cercanía le impedía apreciar. En sus pocos años, había quemado todas sus cartas: reina de baile y primavera, Virgen en el pesebre, modelo de pintores cegatos, carne de ripio en bucólicas y cartas arrojadas al agua de la fuente. No recordaba haber seducido a aquel príncipe. Había aparecido como un visitante más, uno de tantos exiliados de la ciudad o la corte que contaminaba la montaña con su torpe esperanza. Poco a poco, su constancia fue minándola. Presente en cada aparición, se obstinaba en seguir su rastro durante las pocas horas de descanso que los lugareños concedían a su diosa. ¿No temes perder la vista espiando a una ninfa? le dijo esa vez, y él citó unos versos que no eran suyos, pero sonaron a tiempo. La excitaba la idea de escapar con él a sus obligaciones, comenzar por fin a descubrir qué había detrás de aquella máscara con la que desde niña habían borrado su rostro. Para cuando llegaron a palacio ya lo había comprendido: convertirse en princesa no haría sino sellar su destino. Si el príncipe la amaba, era por todo aquello que ella necesitaba dejar de ser.

*

El descenso es sencillo. Uno tiene la ilusión de caminar hacia él, pero es el paisaje mismo el que se va transformando, poblándose de atajos y señales hasta hacerse irreconocible. Si uno mirara atrás, tendría la impresión de que el camino ha ido cerrándose como una herida: nubes color manzana oxidada, pañuelos negros colgados de algunas ventanas, campanas de las que sólo se distingue el eco. Por la misma vereda (pero no hay dos iguales) ella se había alejado del bosque dejando atrás, como una sombra ya inmóvil, su cadáver. Ahora, entre las aguas grasientas del lago, todo olía a muerte estancada, pero él cerraba los ojos y creía husmear su rastro, un paradójico hedor a carne fresca y vainilla.

*

La conversación fue breve, pero al intentar después recordarla el príncipe se perdía en una selva de matices. En principio, no había problema con su demanda: siempre que ése fuera también el deseo de la ninfa, ella volvería con él de entre los muertos para reanudar su vida en común. Si la pareja no deseaba complicaciones, el corte se produciría en cualquier momento de la víspera: él pasaría a buscarla, el pasadizo estaría bloqueado, ella no acudiría al bosque. Ni siquiera ellos recordarían aquella molesta interrupción de su amor. Sólo el visir, por cuya vida nadie se había interesado, moriría de todas formas, sin que los enamorados tuvieran que elegir enojosamente entre las múltiples posibilidades.

Pese a la sencillez del planteamiento, al príncipe no podía pasarle desapercibido que un proceso de este tipo implicaba una planificación cuidadosa. Había apariencias que salvar. Aunque el milagro pasara desapercibido allí arriba, era preciso exorcizar el fantasma de un agravio comparativo, que podría movilizar a quienes, por su muerte temprana o traumática, más necesitaban quietud y silencio. Para evitar tumultos, habría que modificar paulatinamente la legislación vigente y estudiar medidas compensatorias que distrajesen la atención de los perjudicados.

Estaba también la cuestión de las cuentas: el Gran Libro admitía añadidos, pero no borrones. Salvar una vida ya cobrada sólo era posible si otra ocupaba su lugar. En este punto, al ver el rostro sombrío de Orfeo, Hades esbozó una sonrisa tranquilizadora. Como todos los grandes principios, éste admitía muchos matices. Por ejemplo, si en el plazo de un año se producía alguna muerte que pudiera atribuirse de manera directa o indirecta a la ausencia de Eurídice, un óbito podría (oído el difunto) compensar el otro. Por supuesto, podría pasar que el muerto no se resignara a haber dejado este mundo como consecuencia de una pérdida que su propia generosidad volvería ilusoria –pero en ese caso se le haría ver que en cualquier caso su muerte por pena, justificada o no, no tendría vuelta de hoja, y que entrar en el Hades como colaborador del régimen y benefactor de los vivos lo colocaría en una posición privilegiada. Vivos, Orfeo y Eurídice podrían ocuparse de su culto funerario con una devoción más que filial, y cuidarían de su familia como si, literalmente, les fuera la vida en ello. Muertos, aquéllos cuya ausencia se le hizo insufrible permanecerían por propia voluntad alejados de él para siempre, en elocuente reproche.

No era, por lo demás, la única salida. Aunque Hades comprendía que lo que iba a decir ofendería la sensibilidad, tan viva aún, de Orfeo, cabía la posibilidad de que mientras esperaba su liberación Eurídice concibiera un hijo de su amante esposo. Como todo lo nacido entre sombras, el retoño hipotético sería, al menos en parte, de naturaleza espectral y no podría en ningún caso abandonar su patria. La casa real del Tártaro se haría cargo con gusto de aquel retoño, si sus padres deseaban realmente abandonar la hospitalidad de Hades –y dado que se trataba de una criatura, en cierto modo, viva, su alta en el mundo de los muertos podría también compensar la baja de su madre. Si la perspectiva de una separación dilatada les ensombreciera el corazón, los padres amantes debían saber que los tiempos podrían arreglarse de tal modo que en el momento de su nueva y definitiva muerte hallaran al retoño prácticamente como lo dejaron, sin más recuerdo de su ausencia que el del bebé que cierra los ojos y los abre para ver a papá y mamá tendiéndole al unísono los brazos.

El trato era simple: Orfeo podía abandonar el Hades en ese instante tras renunciar para siempre, por escrito, a su amada y hacerse cargo de las costas del proceso abortado; o podía solicitar la residencia temporal por un año, para hacer (sin ninguna garantía de éxito) las gestiones que creyera oportunas acerca de Eurídice. Transcurrido ese tiempo, una comisión formada ad hoc reuniría a los interesados para estudiar si seguía habiendo alguien interesado en escapar de la muerte y si estaba calificado para hacerlo.

Orfeo firmó y Hades se desdibujó en la penumbra.

*

Cuando la ninfa abrió los ojos, se encontró en un lecho mullido, en una amplia habitación llena de relojes y muñecos. Señorita Perséfone, le dijo el criado, el baño está listo. “Me llamo Eurídice”, pensó, pero en sus labios sonó otra cosa. Me llamaba Eurídice, dijo. Lo sé, dijo el criado, pero eso ahora no importa.

*


Cuando Orfeo preguntó por Eurídice, el criado de Hades le hizo pasar al salón y le invitó a sentarse. Poco a poco, como si brotara de un incensario, la atmósfera fue llenándose de aquel olor dulzón que lo intoxicaba. De repente, sintió sus manos tapándole los ojos y trató de responder la pregunta.
–¿Quién soy?
–Eres Eurídice.
–Eurídice ha muerto.
Para mí, no, quiso decir –pero tartamudeó: yo también. Ella rió.
–De todas formas, no nos conocemos. Soy la hija de Hades. Me llamo Blancaflor.
–Yo...
–Lo sé. Calla. Háblame de lo que hay allí arriba.

*

Nunca creyó poder aborrecerlo. Al principio fue su obstinación por llevarla de vuelta a un pasado del que por fin se sentía libre; después, cuando Orfeo cedió en ese punto y Eurídice lo sorprendió acaramelado con Blancaflor, no sintió celos, pero sí la certeza de que no soportaría compartir este nuevo espacio con él. Informó puntualmente a Hades de lo que sabía, y también de lo que no: las conversaciones de Orfeo con disidentes notorios del Hades, su afición a los licores avernales, su ruptura con Blancaflor cuando quedó claro que en ningún caso estaba dispuesto a llevarla consigo a la superficie. Deportar a Orfeo se convirtió en una obsesión abrumadora, que apenas le permitía disfrutar de las caricias, entre paternales e incestuosas, de Hades.
—Pero Orfeo lo dejó todo por ti.
—Sí: como quien pierde la pieza más importante de la colección y no se resigna a que le vean sin ella.
—Tú has logrado todo de mí. Sin embargo, puedes irte cuando quieras.
—Ésa es la diferencia.
—Si Orfeo finalmente vuelve, no lo contará así.

*

El año pasó velozmente. Fue imposible localizar a Orfeo, que fue declarado en rebeldía y juzgado en efigie. Perséfone adujo que la persona llamada Eurídice era sólo un recuerdo. A Blancaflor, que exigió la presencia de Zeus, no le costó demasiado argumentar que la presencia prolongada de un mortal en el Hades sólo podía compensarse con la exportación de una criatura de las sombras a las tierras de arriba. Cuando las puertas de palacio se abrieron, alguien dijo:

—Volvéis sin el príncipe.

—Os equivocáis. Sin él no podría haber dejado las sombras.

Nadie en el reino recordaba el rostro de Eurídice. El rey, ya centenario, abrazó a Blancaflor y puso la corona en sus oscuros cabellos.

sábado, 4 de agosto de 2007

Lo que se come, se sueña (I)


I. Cuestión tonta: milenios fumando cáñamo y qué poco psicodélicos resultan nuestros vecinos norteafricanos. Más tonta aún: le damos a una sustancia el nombre de enteógeno, la cualidad de despertar lo que de divino pueda haber dentro de alguien, y asistimos después a la evidencia de que son muy pocos quienes vuelven del viaje a todas partes con algo de valor que comunicarnos.

La primera parte me resulta bastante opaca. Puede haber ceguera en mi juicio (qué sé yo de los magrebíes, a quienes tan poco he tratado), aunque no completa. Sé que algunos hippies acudieron al norte de África atraídos por lo que de análogo pudiera haber allí a su estética (música hipnótica, sobre todo). Creo que no hallaron gran cosa, pero puedo equivocarme. Ilumínenme.

Sobre la segunda parte, algo se me alcanza. Está ya en Aristóteles que los que asistían a los misterios de Eleusis (una experiencia que, se ayudara o no de enteógenos, resulta llamativamente análoga al viaje psicodélico) no aprendían allí nada; experimentaban, sentían.

La pista es válida, pero creo que despista también bastante. Anima a pensar que la experiencia psicodélica es inefable (media verdad); y que consiste sólo en un baile de los cinco sentidos —lo cual es falso. Sería imposible que la palabra quedara al margen de la sinestesia ampliada en que se resume el viaje. Muy al contrario. Todo lo que se dice, se piensa, parece haber recuperado un sentido profundo que estaba empañado en el uso habitual, como cuando uno toma unas piedras del camino y las saca, brillantes como gemas, de un simple barreño de agua. Wondering and dreaming / the words have different meanings. / Yes, they did.

Media verdad, sin embargo: lo sucedido es inefable en el mismo sentido en que otras muchas experiencias importantes lo son. El ejemplo tópico (prueben a explicarle un orgasmo a quien nunca lo ha sentido) es perfectamente válido. Añado otro: si dejamos a varias personas mirar por un caleidoscopio, ¿cuántas sabrán describir lo que han visto de modo que el oyente llegue a experimentar en su mente una visión razonablemente cercana?

Cabe esperar, pues, que el que regresa del viaje tenga más que contar —pero no que la experiencia le haya enseñado a contarlo. Quien desdeña el tartamudeo torpe del drogota olvida que son precisamente las experiencias más significativas las que nos suelen dejar sin palabras.

2. La capacidad de relacionar lo es todo. No hay otra magia ni otra revelación que la de una nota que, inesperadamente, hace vibrar otra a distancia. Ciencia y arte se resumen en la búsqueda de articulaciones, proporciones, nexos. En ambos la invención encubre el descubrimiento —y a ambos ha de exigirse el acierto.

Dado que los aciertos científicos tienen su protocolo reglado, convendría detenerse en los del arte. Su exigencia no es menor. Una imagen que no establece una relación a la vez significativa y secreta es, por banal, imperdonable. La arbitrariedad (un vínculo que no funciona) y el cliché (una obviedad sin sorpresa) hunden una obra con la misma fatalidad de un error de cálculo (de hecho, no son otra cosa).

jueves, 2 de agosto de 2007

Letras ocultas


Sospecho que está por escribir (anímense; o descúbranmelo, si ya existe) un buen estudio sobre las relaciones entre la mejor poesía de finales del XIX e inicios del XX y eso que Freud llamaba, cariñosamente, «la marea pestilente del ocultismo». Hay proximidades en las que, quizá por obvias, nadie parece haberse detenido (por ejemplo, la que liga la escritura automática con la mediumnidad espiritista), y testimonios que rara vez se recuerdan. Yo, al menos, nunca había leído estos dos pasajes de la Autobiografía de Rubén Darío, que dan idea de la ambivalencia entre ironía y fascinación que preside las relaciones entre la magia del arte y el arte de la magia.

Cayó en mis manos un libro de masonería, y me dio por ser masón, y llegaron a serme familiares Hiram, el Templo, los caballeros Kadosh, el mandil, la escuadra, el compás, las baterías y todo la endiablada y simbólica liturgia de esos terribles ingenuos.

*

Como dejo escrito, con Lugones y Piñeiro Sorondo hablaba mucho sobre ciencias ocultas. Me había dado desde hacía largo tiempo a esta clase de estudios, y los abandoné a causa de mi extremada nerviosidad y por consejo de médicos amigos. Yo había, desde muy joven, tenido ocasión, si bien raras veces, de observar la presencia y la acción de las fuerzas misteriosas y extrañas, que aún no han llegado al conocimiento y dominio de la ciencia oficial. En Caras y Caretas ha aparecido una página mía, en que narro cómo en la plaza de la catedral de León, en Nicaragua, una madrugada vi y toqué una larva, una horrible materialización sepulcral, estando en mi sano y completo juicio.

También en La Nación, de Buenos Aires, he contado cómo en la ciudad de Guatemala tuve el anuncio psicofísico del fallecimiento de mi amigo el diplomático costarriqueño Jorge Castro Fernández, en los mismos momentos en que él moría en la ciudad de Panamá; y la pavorosa visión nocturna que tuvimos en San Salvador el escritor político Tranquilino Chacón, incrédulo y ateo; visión que nos llenó, más que de asombro, de espanto.

He contado también los casos de ese género, acontecidos a gentes de mi conocimiento. En París, con Leopoldo Lugones, hemos observado en el doctor Encausse, esto es, el célebre Papus, cosas interesantísimas; pero según lo dejo expresado, no he seguido en esa clase de investigaciones por temor justo a alguna perturbación cerebral.

miércoles, 1 de agosto de 2007

Jan Akkerman y Paco de Lucía

Qué tiempos los 70. Esto no saldrá en ninguna antología del rock andaluz, pero brilla que quema. Jan Akkerman, el gran guitarrista de Focus, asomándose con gusto al abismo.