sábado, 30 de octubre de 2010

Historias del teléfono (IV)


Cuando me aburro, suelo descolgar el teléfono, marcar un número al azar y sentarme a escuchar insultos. A veces, como ahora, ni siquiera hace falta marcar el número. Las tormentas solares del verano barren, con sus ejércitos de electrones hambrientos, la circulación ordenada de nuestras comunicaciones terrestres. Las líneas hablan y gritan solas. Y el ruido de la batalla oscurece cualquier intento de diálogo coherente. Todo se vuelve loco y extraño.
Al descolgar, comienza a oírse alguna voz airada entre el fragor de los electrones:
—¿Sabes lo que te digo, hijoputa...?
Es la voz de una mujer aún joven y ya experimentada. Respondo:
—Dilo. Estás deseando.
Y ella grita como respuesta; y el estrépito vuela hasta confundirse con el bramido del Sol en erupción. Cuando la línea se recobra, añado:
—Nunca me han impresionado tus gritos.
—¿Sabes lo que te digo, hijoputa? ¡Pues que eres un hijoputa!
—Buena demostración...
—¿Ah, sí...? Pues me vas a...

Los electrones vuelven al ataque y su voz se pierde junto a otras voces secundarias. Viene sonando, entre las interrupciones, la voz de un hombre, de tono tranquilo, que llama, sin desesperarse, a Elisa. Al final, la voz del hombre prevalece y llegamos a un claro, en medio de un bosque de ondas retorcidas, mientras una voz lejana de mujer suena de vez en cuando llamando a Alberto, acompañada por un coro de risas y de gritos. Cuando puedo, reconozco, en la voz del hombre que llama a Elisa, el tono de voz de mi amigo Alfredo, perdido hace más de veinte años. Exclamo:
—¡Alfredo...!
Y él:
—Por fin. Te oigo fatal, pero vuelvo a oírte.
—¿Qué tal estás? ¡Cuánto tiempo...!
—Estoy bien. Pero aquí puedes eternizarte. Llevo, por lo menos, quince minutos esperando que la línea se aclare un poco mientras te oigo llamarme a lo lejos. Y, ahora, me parece como si no fuese tu voz. Con este ruido de fondo es imposible...
—Yo te oigo perfectamente, como en nuestros mejores tiempos.
—Sabes que soy un sentimental.
—A mí me ocurre lo mismo —le aseguro—. ¿Qué tal sigues...?
—Se me va la línea de vez en cuando, pero te oigo. ¿Qué me estabas diciendo de esos problemas antes de que un caradura se metiera por medio...?
—No comprendo.
—Antes de que la comunicación fallara entre nosotros.
—Pero eso fue hace muchos años... Una serie de errores de la vida...
—No me refiero a eso. Mejor, habláme de ese conflicto tuyo. No me digas ahora que tienes problemas sicológicos. Si es como justificación, no me sirve.
—Pareces haberme leído el pensamiento. Siempre me has conocido bien.
—A estas alturas... –Lo dice con un poco de ironía— ¿Qué problemas hay?
—Es que soy psicoléptico.
—¿Cómo...? No te oigo bien. ¿Has dicho Psicolepsia...?
—Así es.
—No veo ningún problema. ¿Qué te ocurre...?
—Es que me vienen presentimientos.
—Y a mí; y cualquiera. No hay que darles importancia.
—Es que a mí se me cumplen.
—Pero eso es normal si tienes Psicolepsia...
—Es que también soy epinoico.
—¿Cómo...? ¿Quieres decir que estás epinoica...?

Suenan ráfagas de electrones furiosos; entremedias, se oye la voz de una mujer desesperada, que llama a Alberto, perseguida por un coro de risas. La línea logra recuperarse. Antes de que pueda responderle, vuelve a sonar la voz de mi amigo:
—No conocía esa enfermedad. ¿Es la manía persecutoria...?
—Al revés: es el instinto de fuga. A los epinoicos nos da sólo por huir.
—Y tú, ¿de quién huyes...?
—Huyo de mi psiquiatra. Dice que no le pago y se propone extorsionarme.
—Creo que exageras. Un psiquiatra nunca es como un dentista.
—Es que también me persigue el dentista.
—Oye, la epinoia es una enfermedad muy delicada...
—Lo sé... También tengo algo de Parafrenia.
—Me lo temía... Pero eso es grave...
—¡Qué va...! Si no es más que una enfermedad cultural...
—¡Ah...!
—Es una enfermedad antropol—l—l—ógica, un estado cultural determinado, con sus rituales, sus comidas...
—Pero, ¿dónde está la enfermedad...?
—Piensa que practicamos la Antropofagia...
—No creo que sea ninguna enfermedad.
—¿Lo ves...?
—Sólo creo que es un caso de mal gusto.
—Pero eso lo dices dentro de tus esquemas culturales –me apasiono—. Hay otros esquemas. No puedes hablar por un parafrénico.
—Preferiría no hacerlo.
—Bah... Prejuicios.
—Mira, querida, a mí no me importa si te comes a...

Pero la línea se inunda de murmullos de risas electrónicas inoportunas y de voces de mujer, que siguen llamando a gritos. Respondo:

—¿Por qué has dicho querida...? Alfredo, sólo soy yo..., tu amigo.

Y él, con brusquedad:

—Oiga, ¿quién es Vd? ¿Qué está haciendo aquí?
—Lo mismo que Vd. Estoy hablando.

Vuelve a cortarse la comunicación entre la marea solar y las voces, cada vez más cercanas, de una mujer que, al fin, parece llegar a puerto. Y se la oye claramente decir:
—Querido, ¿eres tú...?

Y la misma voz de mi amigo contesta en un suspiro de alivio:
—¿Me oyes ahora, Elisa...?

Y ella, con un suspiro gemelo:
—¿Alberto...?
—Sí, soy Alberto –confirma la voz que creía de Alfredo—. Es que acaba de meterse un gracioso por medio y volví a perder la comunicación. Pero sólo ha durado un par de segundos. Ahora te oigo con tu voz de siempre.
—A mí me viene pasando igual con ese tipo. Estoy convencida de que me persigue, de que va a por mí y quiere destruirme.
—No lo plantees así. No puedes seguir con esa obsesión por huir de todo.
—Es que me asalta a diario. Además de imbécil, es idiota.
—Probablemente.

Entonces, yo, que sigo oyéndolos en la bruma electrónica, intervengo por si acaso y digo cualquier cosa como:
Los idiotas serán perseguiiidooos...
Y estalla un coro de insultos. Los dos se descargan a dúo contra mí y me llaman psicópata, terrorista y gilipollas. Después, siguen hablando, convencidos de haberme echado. Él toma la palabra:

—No me habías dicho antes que estabas epinoica...
—¿Para qué...? No quería que me huyeras...
—Se supone que tendrías que ser tú la que saliese huyendo.
—¿Por qué...? Yo nunca pensé en dejarte. Fue por la enfermedad.
—Pero, vamos a ver: ¿La Epinoia es instinto de fuga o no...?
—Qué va, querido... La Epinoia es..., no sé..., es lo mismo que los presentimientos.
—Acabo de decirte que todos tenemos presentimientos.
—Pero a mí me perseguía el presentimiento de que nuestro matrimonio acabaría mal.
—Eso es obsesión, Elisa.
—Qué va, Alberto: es Epinoia.
—Yo no le veo ningún problema siempre que no te lo tomes en serio. Todo el mundo tiene presentimientos...
—Eso es verdad... Pero es que soy, también, paraléptica.
—¿Y qué...? La Paralepsia es algo físico, digo yo..., y no algo imaginario.
—Claro: al menos, te revuelcas por el suelo hasta romper las baldosas, echando espumas amarillas y gritando auggrrr...
—Pues, en fin... Mientras no haya fotógrafos, no pasa nada. Lo malo de nuestra profesión es hacerse famoso. Como periodista, prefiero que hablen mal sólo de los demás.
—Gracias, Alberto, por comprenderme así.
—No te oigo, con este ruido. Elisa, ¿sigues ahí...?
—¡Alberto...!
—Mira, Elisa, que me vas a poner sentimental.
—Pues yo estoy casi llorando...
—Vamos a cambiar de tema. Te veo estupendamente.
—Y yo también a ti.
—Hemos perdido algunos años. Pero los vamos a recuperar todos. Anda y no llores así.
—Si no lloro... ¿Cómo habré sido tan tonta...?
—No hay que culpabilizarse nunca, recuérdalo. Y no pienses que te ocurre nada. Ni aunque estuvieses katafrénica, si he dicho bien, je, je...
—¿Quieres decir frenotrófica...?
—Es posible. ¿Por qué...?
—Porque la Frenotrofia no es una enfermedad...
—¿Qué es...?
—Es una actitudd cultural—l—l mal entendida.
—¡Ah...!
—Es una posición antropol—l—ógica respecto a los sistemas culturales.
—Sí, ya lo sé... No le demos más vueltas. Es lo de la Antropofagia. No lo disfraces ahora.
—Pero si no lo estoy disfrazando: eres tú el que no entiende. Deja, por un momento, tus posiciones culturales. La Antropofagia no es la enfermedad.
—Te he dicho ya que te comprendo en eso.
—La Antropofagia es, precisamente, la curación.
—La curación, ¿de qué...?
—De la Frenotrofia, querido. No me entiendes.
—Olvídalo. ¿Cómo lo hacéis...?
—Se trata de comidas rituales, ¿comprendes...?
—Creo que sí.
—Nos reunimos en un gran hotel. Somos veinte más los dos antropólogos.
—Entre tantos, no tocaréis a mucho.
—Pero los dos antropólogos no ingieren. Sólo dirigen el sacrificio.
—¿Y a quién os coméis...?
—De entrada, que—ri—do, sólo comemos hombres para no perjudicar a la especie.
—¿Y se dejan?
—Claro que sí. Casi siempre son aborígenes, que vienen, incluso, desde Australia con tal de defender su cultura.
—Qué dulce...
—Desde luego, los antropólogos les han enseñado todo lo que saben. Antes, ni siquiera distinguían entre lo crudo y lo cocido.
—¿Se los comían crudos...?
—Ja, ja... Y yo qué sé... Lo mismo eran tan salvajes que ni siquiera se los comían...
—Qué inconscientes...
—Los antropólogos les han enseñado incluso a sentarse. Y a calcular los primos y las primas colaterales mediante un código algebraico. Imagina que, antes de los antropólogos, los primitivos eran capaces de sentarse frente a una prima de tercera generación por vía paterna viéndole la raja, ja, ja, ja, y sin que nadie protestara.
—Absurdo.
—¿Alberto...? ¿Alberto...? No puedo oírte con este ruido. ¿Qué habías dicho...?
—Quiero decir que, si los antropólogos les hubieran enseñado a ellas a vestirse, se habrían ahorrado las clases de matemáticas.
—Pero eso lo dices por tus esquemas occidentales.
—Es posible.
—Así nunca vas a lograr integrarte en la cultura del futuro, Alberto. Tienes que abrirte y participar un poco más.
—Si te refieres a comer de lo mismo, ya sabes... Creo que no me gustaría.
—Pero eso es normal... Hay unos buenos antivomitivos. Algunos órganos producen reparos..., imagínate...
—No sigas hablando...
—¿Por qué...? Tenemos hoy un éxito que nunca pudimos esperar. Piensa nada más que, cuando fuimos a celebrar un banquete al que el aborigen no pudo acudir por haber quedado en la aduana confundido con un salvaje, ¡convencimos culturalmente al electricista del hotel para que lo supliera!
—No me lo explico...
—Siempre por esos malditos esquemas. ¡Si hubieras oído hablarle a los dos antropólogos del grupo...! El electricista no pudo resistirse o habría quedado en ridículo, ¿comprendes ahora...?
—Sí.
—Por fin. Lo que tienes que hacer es probar por ti mismo y decidir. Ya lo verás...
—No sé, no sé...
—Hasta podríamos comernos al conserje del hotel, nosotros dos solos, ¿eh...?
—Pero yo no estoy frenotrófico, Elisa...
—¿Y qué...? Tampoco yo lo estaba...
—Es que no me imagino comiéndome al fontanero.
—Si es por eso, no te preocupes. Antes de sacrificarlos, los antropólogos les ordenan seriamente depilarse y cortarse las uñas de los pies.
—Aún así, no me abre el apetito... Preferiría comerme a la secretaria del hotel.
—¡Eso es machismo y desenfreno! Mira, Alberto, no vuelvas otra vez por ahí...
—Ya, ya...
—¿Me oyes...? ¡Alberto...!
—Sí, sí. Te sigo oyendo pese a la interferencia.
—Tienes que abrir un poco más tus planteamientos cultural—l—les...
—Y, a todo esto, ¿qué sabe la Policía de vosotros...?
—¿La Policía...? Como los aborígenes, los policías son las personas más sensibles ante la cultura y la conducta como vectores de sistematización social—l—l.
—Cómo no lo había pensado... ¿Es que os habéis comido alguno...?
—Bah..., casi nada... Pero los antropólogos no tuvieron que hacer ningún esfuerzo para convencerlos: ya estaban convencidos. Y no digamos los pol—l—líticos...
—¿Sabes, Elisa...?: prefiero estar siempre de tu parte y no en contra..., je, je...
—No exageres, je, je...
—¿Hasta dónde te propones llegar con tus banquetes...?
—¡Uy...! Ja, ja, ja...

Pero yo, entonces, considero que es el momento oportuno de las aclaraciones, de interrumpir el contrapunto de estas dos voces de caramelo y de contestar con una frase cualquiera como:
Hmmmm... Dentro de poco os meteré en mi olla...

Y me insultan enrojecidos, entre descargas, y me llaman petromínido, genocida y epizote. Comienzo a sentirme un poco molesto.
Cuelgo con hastío; pero, aunque sé que no tienen realidad y no son sino apariencias agitadas por las tormentas solares, los sigo oyendo:

—Creo que ha colgado ya.
—No puedo más con ese tío asqueroso.
—Olvídalo de una vez y acabará pasando..., etc, etc...

Es por mi glucotimia. En verano, los glucotímicos nos volvemos extraordinariamente sensibles a las alteraciones magnéticas. A falta de una buena estabilidad, el funcionamiento de nuestros aparatos podría conducirnos a la locura ajena.
Y, entonces, envío un correo electrónico al periódico de mayor tirada, aunque no sepa en qué se pueda convertir su texto. En él, acuso a la Compañía Telefónica de corrupción estival y pasividad interesada frente el Sistema Solar. Sin más comentarios.
Pero, en la edición del día siguiente, encuentro, en la sección de Breves, un pequeño recuadro con esta nota:

La Compañía Telefónica ha sido acusada por un conocido paratrófico de practicar la Antropofagia, y de llevar a cabo, entre sus directivos, banquetes culturales de carne humana (y de no haber invitado todavía al paratrófico, suponemos).

(Antonio Hernández Marín, 27—7—06 )

jueves, 28 de octubre de 2010

¿Otra?


A veces oigo rimas consonantes, / pareados en flor, de los de antes... Le puede pasar a cualquiera, pero me pasa a mí, esta vez, cuando, acostados los nenos, estoy tan cansado que dudo si hacer caso a la voz importuna y después lamentarlo o no hacerle caso y lamentarlo igualmente. Escojo el dulce lamentar primero, y esto me cuenta mi demonio:

Nostalgia.
¿Reptar entre sus brazos siempre fríos?
No estoy por la labor, queridos míos.
La inmensidad azul ha caducado
y del que fuimos sólo se ha salvado
alguna foto astuta y desvaída.
Vivimos donde empieza la caída,
un barrio donde mueren los gamberros
y ladran, automáticos, los perros
a una luna de plástico grasiento.
Poesía, decís. Si no la miento,
vuelve a veces a mí. Cuando despierto,
siento el calor de su pudor ya muerto
abrigando mis crudas esperanzas.
¿El éxito? Me pillan ya sus danzas
en un tris de ensayar la de la muerte.
Es mucho suponer que al fin acierte
a decir lo que no llevo vivido:
de la fecha a la cruz, más bien he sido
según que a toda costa, y no reniego
de haber visto la vida tras el ciego
cristal de quien sospecha estar soñando.
Si la comodidad estuvo al mando,
no lo hizo mal del todo. Fui de veras
compilador de Musas embusteras
y vi lo que otros sólo en maldiciones
se atreven a nombrar, sin distorsiones
ni insectos en la luz de mi conciencia.
No soy adicto de la concurrencia,
pero hablo a los demás como si al cabo
viniéramos a ser cabeza y rabo
de un mismo gato que, aburrido, juega
a perseguirse al tiempo que reniega
de ser el que se busca y no se encuentra.
No soy, en fin, de mármol: ven y entra,
si quieres, en mi vida, sin apuro;
si tengo, y no lo niego, un cuarto oscuro,
también algún balcón en el que crecen
hojas de cinco puntas que merecen,
acaso, tu atención. Sigamos juntos
la ruta que nos lleva a otros asuntos.
Vivir es insistir. Yo invito. ¿Otra?


lunes, 25 de octubre de 2010

El aula encantada


Hoy es el día. Presentamos a las 18.00 horas en la Fundación Concha el libro que hicimos el curso pasado con los alumnos, El aula encantada. Tendremos con nosotros un invitado de lujo: el folklorista y profesor de Teoría de la Literatura José Manuel Pedrosa.

Para celebrarlo, subo una versión en PDF del libro. Todos los que queráis leerlo, estáis invitadísimos a bajároslo sin impedimento legal de ninguna clase.

¡Un abrazo!

*

Ecos: en el ABC. En el Hoy.

domingo, 24 de octubre de 2010

Historias del teléfono (III)


Estoy dormido, posado sobre el suelo de los sueños, en el fondo del mar. Y hablo concienzudamente por teléfono con mi vecino. Es por culpa de esa maldita interferencia entre nuestros dos aparatos; y ese muro interfaz, que necesita urgente reparación...
—Necesita alguna reparación urgente.
—El que la necesita será Vd. No sé de qué está hablando. No me venga con esas ahora. ¿No ve que estoy dormido...?
—¿Y cómo cree Vd. que estoy yo...? Todos tenemos que dormir. Pero hay problemas mayores. Hay una interferencia.
—Sólo la tiene Vd. En su imaginación.
—No. En el muro interfaz. Es culpa de ese muro. El enchufe de su teléfono transfiere electrones hasta el mío. Cuando descuelgo, me entero de si Vd. descuelga; y le puedo espiar... Piense que también le puedo oír cuando no habla por teléfono... El muro da para todo.
—Vd. es un cotilla miserable. Porque estoy descansando..., si no...
—Sí, sí..., descanse, descanse todo lo que quiera. Pero haga algo cuando se despierte. Es Vd. quien está creando la interferencia. Va a tener que desembolsar una considerable suma...
—Mire, Enrique...
—No. Me llamo Esteban, no se equivoque. Enrique es Vd.
—¡Encima, eso...!
—Vd. verá...
—¡Ahggg...!

Cuelgo. Me despierto en un momento impreciso. Salgo de la oscuridad, me levanto, me visto. Inicio la jornada. Vivo y existo. Salgo al portal, entro en la calle; pero en la escalera me cruzo con Enrique. Me mira fija, brevemente. Yo diría que maliciosamente. Saludo, buenos días..., algo así. Sigo andando... Él no puede saber nada de mi sueño. Sin embargo, me mira como si lo supiese... Me voy.
Cuando regreso, por la tarde, me topo de nuevo con Enrique en la escalera. ¿Me estaba esperando...? Parece que no. Me mira, simplemente. Ya es inquietante. Me mira terca, penetrantemente, con cierta luz de burla. Me molesta. Adiós... Y paso, quiero pasar, subo por la escalera, entro al portal, tendría que haberle dicho:
—¿Qué quiere Vd? ¿Por qué me está mirando así...?
Pero ya no hace falta. Él viene detrás. Cierra la puerta. Y no puedo evitar preguntarle:
—¿Qué quiere Vd.?
—Cálmese, se lo ruego.
—Actúa como si supiese algo... ¿De qué...? Vd. no sabe nada.
¿De qué...? Ahora, soy yo el que se lo pregunta a Vd. Luego había algo que yo tenía que saber...
—Es al revés: que no tenía que saber.
—Pues ya ve... Demasiado tarde. Descubra al fin que yo también sabía.
—Le repito que Vd. no puede saber nada.
—¿Por qué...? No sea tan incrédulo...
—No es que sea incrédulo, ya que ha citado el término. Pero es que Vd. nunca podría tener información sobre lo que yo haya soñado esta última noche.
—Le repito la pregunta: ¿por qué...? ¿Hay alguna razón incuestionable para que tenga que ser así...? Lo cierto es que yo sabía lo que sólo Vd. sabía. ¿Lo ve...?
—Pues no lo veo... Nada sucede así en nuestro mundo.
—¿Pero de qué mundo me está hablando, señor Enrique...?
—Esteban, por favor...
—Dígame...
—Pues del mundo real. El único.
—Haga un esfuerzo. Sitúese. Vd., y le ayudo porque es mi vecino, se encuentra, ahora, soñando.
—Tampoco puedo creerlo. Vuelvo de trabajar. Lo sé bien.
—No importa. Cuando despierte, lo sabrá mejor aún. Piénselo: ¿cómo iba yo a poder conocer su sueño de anoche si no estuviese también soñando como Vd.? Es verdad que en la realidad no ocurren estas cosas. En eso tiene Vd. razón.
—Y Vd. también la tiene en lo que acaba de decir. Empieza a confundirme...
—No es una confusión. Es una aclaración.
—Entonces ¿se acuerda Vd. de lo del muro interfaz y la interferencia telefónica...?
—¡Oh...! Sabía que lo iba a mencionar... Olvídelo, por favor... Ahora no tiene ninguna importancia. Precisamente, Vd. está soñando que vuelve del trabajo y necesita descansar a gusto. Hágame caso.
—Sí..., sí..., en eso tiene Vd. razón... Hasta me da algo de sueño...
—Pues siga durmiendo. Por mí no se moleste. Yo me encuentro en la misma situación que Vd. Buenas noches, amigo mío...
—¡Oh, sí...! Buenas noches, buenas noches, señor Esteban...
—Señor Enrique. Pero, en fin, da lo mismo.

Entro en mi madriguera y sueño que beso a mi esposa Natalia a mi regreso del trabajo. Después, sueño que veo la tele, que juego con Nino, nuestro bebé animado, tan animado que parece real. Y sueño que lo sueño todas las tardes. Sigo soñando que ceno, leo filosofía y me da sueño, me acuesto en breve y continúo mi sueño en sueños. Y llamo por teléfono a mi vecino.
—Hola, Enrique –me contesta—. Le he reconocido.
—No. Soy Esteban. Pero da lo mismo. ¿Qué tal...?
—¿Se refiere a lo de la interferencia...?
—Ahora es Vd. el que lo menciona.
—Es que ahora estamos despiertos, ¿ve...? Es diferente, ¿no...?
—Sí... —reconozco—, como del día a la noche.
—Es al revés: como de la noche al día.
—Hasta habla Vd. como yo. Es asombroso...
—Yo creo que es Vd. el que repite. Pero no importa. Los dos estamos de acuerdo. Y todo porque estamos despiertos. Ahora, podemos conversar con franqueza y sin interferencias, ¿me entiende...?
—Perfectamente –le aseguro—. Yo también creo que hay una interferencia en el muro de nuestros dos teléfonos.
—¡Claro que la hay! Si hasta le oigo bostezar de sueño por las mañanas...
—Yo pienso que se debe a ciertos óxidos de los enchufes, que han podido volver conductor al muro. Es mi opinión.
—Y yo pienso lo mismo que Vd. Es por culpa del óxido.
—Pero yo me refiero al teléfono. Hay una interferencia telefónica evidente.
—Le repito que es mucho más que eso. —Y me aclara—: Conozco todas sus intimidades electorales. Y sólo estoy de acuerdo con su política internacional.
—Por lo menos, Vd. está de acuerdo en algo. No acostumbro a ese éxito.
—Lo sé. No le comprenden. Pero Vd. se lo pasa bien aun así. Lo sé todo.
—Yo también sé de Vd... –le dejo caer—.
—Lo sé... Y sé que Vd. sabe que lo sé.
—También sé que Vd. sabe que yo sé que, aún sabiéndolo, Vd. también lo sabe.
—Es verdad –asevera—: Hay un muro conductor.
—Así es. ¿Qué podemos hacer...?
—Nos tocará pagar a medias alguna forma de reparación. Yo no veo inconveniente.
—Yo tampoco. ¿Algo así como 50+50?
—No. –Y matiza—: Quiero decir 100+100. Cada uno pagaría un 75% de reparación más un 25% de desplazamiento. En total, 100. Telefónica siempre gana.
—Según Vd., ganaría mucho más. Ganaría el doble. En cambio, el muro sólo precisa de una reparación, sólo una, que pagaríamos ambos.
—Es lo que yo le digo; que ambos pagaremos la reparación y el desplazamiento. Ya lo verá.
—Vd. siempre me convence al final –he de reconocerle—.
—Sabía que me comprendería, que nos entenderíamos mejor despiertos.
—Pues ya lo ve. No se ha equivocado. Despierto, uno se siente más seguro.
—Hágame caso..., Enrique.
—Soy Esteban, pero da lo mismo, ¿no cree...?
—Claro que sí... Adiós, Esteban.
—Hasta luego, Enrique.

Cuelgo el teléfono y me despierto. Pero soy yo, Enrique. Soy Enrique y estoy en mi lecho, de mi casa de Enrique. En la cocina, mi esposa Noelia hace girar un molinillo. Soy Enrique y lo soy desde siempre. Algo está mal en todo esto. Algo muy grave. ¿Cómo es que soy Enrique...? Porque yo soy Enrique. Y eso me recuerda lo del muro oxidado. He de actuar rápidamente, sin que Noelia se percate y descubra que soy Enrique como todos los días. Hay que llamar a Telefónica. Rápidamente.
—Telefónica. Dígame...
—Tengo un problema angustioso.
—Entonces, espere atentamente nuestra señal. No cuelgue aunque prefiriese hacerlo. Gracias.
Era sólo una voz electrónica. Y ahora me ponen el hilo enrollado de la Partita para flauta en La menor, de Bach, y la llevo por la mitad cuando una voz dorada de señorita me pregunta:
—¿Qué tal...?
—Señorita, tengo un problema.
—Veamos... Cálmese. Vd. tiene un problema, ¿no es así...?
—Sí..., es así. Mire : yo soy Enrique; y, además, lo he sido siempre. Y creo que lo voy a seguir siendo..., ¿comprende...? Ayúdeme, por favor. Es angustioso...
—Le comprendo muy bien. Vd. tiene un problema.
—Sí. Un grave problema.
—No sea tan pesimista. Dentro de cinco minutos, verá llegar a nuestros oficiales, que pondrán fin a su problema. ¿Cómo se siente ahora...?
—¡Oh...!, bien, no crea... Pero es como si no se tratase de mí...
—No piense en eso. Adiós, señor ¿Enrique...?
—No. Esteban.
—Oh, gracias.
—Quiero decir: Enrique, sí, Enrique.
—Vale, sí, como quiera. Pondré Enrique. Adiós...
—Adiós, señorita...
¡Todo es tan rápido...! Hago pasar el tiempo muy deprisa. No transcurren ni cinco minutos y ya están los oficiales llamando al timbre. Son dos oficiales vestidos de amarillo, con una escalera naranja y un ladrillo verde.
—¿Qué tal se siente...?
—Bien. Yo soy Enrique. Pero, a veces, es como si no fuese yo...
—Háganos caso. No piense más en eso. Nosotros se lo vamos a arreglar en un momento.
Y manipulan algo en los inferiores del muro prodigioso; e introducen el ladrillo verde. Después lo dejan todo igual.
—Son 100$
—Me parece excesivo por una escalera naranja y un ladrillo verde.
—Son 75 de reparación y 25 de desplazamiento.
—Ya lo sabía... Vds. ganan siempre. Váyanse; y que no se repita.
—No se ponga así, señor Enrique.
El oficial segundo interrumpe:
—No. Éste es Esteban.
—No. Es Enrique. ¿Quién es Vd....?
—Ese es el problema. Que soy Enrique.
—No se preocupe. Verá cómo dentro de un rato se le pasa.
—Adiós, señores.
—Adiós, Enrique.
...Y despierto. ¡Uf...! ¡Qué sueño...! ¡Qué pesadilla con el teléfono...! ¿Cuánto he dormido...? ¿Cómo es posible...? Ha sido un sueño tan largo...; y sólo ha durado un par de minutos, desde las siete en punto. No sabía que la urgencia atacase también a los sueños. ¡Va todo tan rápido! Tengo que moverme. Al fondo, Natalia hace girar un molinillo. Entonces, llaman a la puerta.
Abro y se presentan dos oficiales amarillos, cargados con una escalera naranja.
—¿Es Vd. Enrique?
—No. Yo soy Esteban.
—Entonces, es Vd.
—¡Alto! O soy Esteban o soy Enrique.
—No se preocupe. Eso quedará listo en sólo un par de minutos.
—¡Pero yo no los he llamado!
—Aquí pone que sí, que Vd. se llama Esteban.
—Eso es verdad...
—...O Enrique.
—Ese es el problema, créame.
—Déjenos entrar y se lo arreglaremos.
Y ellos pasan, circulan por sí mismos, se introducen, llegan al muro, tantean, mueven, quitan, ponen y dejan un ladrillo verde; y, luego, cierran.
—Son 150$
—¡Pero Vds. me cobran casi el doble de lo establecido!
—Es lo que deberíamos hacer, ya que Vds. son dos. Pero, pensando siempre en Vd., le hemos adjudicado el descuento Ciudad Plus de Telefónica para que pueda seguir llamándonos...
—Oh, comprendo. Son tan amables... No hay forma de oponérseles...
—No hay forma...
—Está bien. Tomen. Tengan.
—Tomamos y tenemos.
—Adiós, señores.
—Adiós, señor Enrique.
—Soy Esteban. Pero no tiene importancia.
—Ya lo sabemos. Adiós, señor Esteban.
—Adiós.

¡Qué rápido va el tiempo...!

(Antonio Hernández Marín, 4-12-2001)


sábado, 23 de octubre de 2010

Historias del teléfono (II)


Intento sorprenderme. Descuelgo el auricular de mi teléfono analógico y me llamo a mí mismo. Pero cuelgo el auricular justo al acabar el repique de mi último número; y un segundo antes de que la llamada avise a la central para que me la devuelva.
Se trata de un teléfono analógico, un tipo de aparato hoy en desuso. Telefónica ha vetado el progreso de la red en el sector oeste de la ciudad. Y pienso aprovecharme.
Y mi llamada vuelve a mí; y el teléfono se sacude, con su grillo electrónico enlatado.
Descuelgo y oigo mi propia voz que me pregunta:
—¿Quién es Vd.?
Y yo le contesto:
—Más bien, soy yo el que tendría que preguntárselo. Vd. me acaba de llamar.
—¿Qué está diciendo? Es Vd. el que me acaba de llamar a mí.
—Comprendo. Pero es que yo me había llamado a mí mismo.
—No le entiendo. ¿Qué está diciendo Vd...?
—Nada extraño, créame. Es un problema del teléfono. Vd. usa, como yo, un antiguo aparato analógico. Ya no se instalan.
—¿Con que un problema del teléfono....?
—Y, además, comparte Vd. conmigo el mismo número...., el 7000102, etc, toda una chuleta memorística. ¿Qué le parece ahora....?
—Que Vd. es un loco. No tiene gracia.
—No soy un loco.
—Entonces, ¿quién es?
—Soy Vd. mismo.
—Deja de interesarme....
—¿Por qué...? Nos encontramos en la mejor de las condiciones para conversar, libres como estamos de atracciones fatales.
—Lo suyo suena a esquizofrenia de lo más normal, si es que sé algo.
—Vd. sabe exactamente lo mismo que yo. Y yo, lo mismo que Vd.
—....pero sepa, por si le interesa, que yo soy solamente yo y no una copia suya. He terminado.
—Espere, por favor. ¿Cómo puede Vd. decir que es distinto de mí cuando los dos hablamos con la misma voz?
—¿Con la misma voz....? Pues sonará así en su alucinación. Lo siento.
—Píenselo: Si Vd. es otra persona, ¿cómo es que sé de Vd. lo que nunca ha contado a nadie....?
—No me impresionan los prestidigitadores. No lo intente.
—Por ejemplo: Vd., para llamar al sueño, acostumbra a imaginar que se tiende sobre una duna de arena y se entretiene contando granos. Y, a veces, teme resultar aburrido. ¿Sigo aún....?
—Déjelo. Ya le he dicho que no iba a impresionarme.
—Tampoco le impresionará saber que vivo, exactamente, donde Vd., Los Azores, 381, y que ocupo el mismo lugar que Vd.
—Vd. es un maníaco persecutor y tendré que avisar a la policía.
—Perfecto: avíselos y dígales que le han llamado desde el número 7000102, etc, y observe atentamente las reacciones.
—Esto es absurdo.
—Correcto. Lo absurdo es que Telefónica nos mantenga aún con una tecnología tan anticuada. Vd. va a tener que pagar una llamada que yo le he hecho.
—Creo, más bien, que quien la va a pagar va a ser Vd.
—Pero yo no he llamado fuera de mi número. Por lo tanto, yo no he llamado. Y la llamada real que está sucediendo, sucede por Vd., que es el que paga.
—Hace ya tiempo que Vd. me viene molestando. Voy a dejarlo.
—Pero, ¿de qué se preocupa, hombre? Ni Vd. ni su factura telefónica son del todo reales. No se queje tanto. Sepa que Vd. no existe fuera de la red del cable. Vd. no es sino mi yo desdoblado en un teléfono antiguo.
—¿Y Vd. me dice a mí que no existo....?
—Así es.... Sólo hay uno.... Y cuando cuelgue este auricular, Vd. se disolverá en una corriente eléctrica.
—Por favor, cuelgue ahora mismo ese auricular. Si no lo hace Vd., lo haré yo.
—Está bien. Pero acepte, al menos, este reto. Después de haber colgado, salga al portal de su vivienda. Los dos vivimos en la misma casa. Y los dos vamos a salir. No proteste ni me siga insultando. Salga y compruebe que no había nada que comprobar.
—Su estupidez ha logrado sorprenderme al fin.
—Gracias. Es lo que me había propuesto.
—Pues lo acaba de conseguir. Adiós.
—Adiós.

Y cuelgo el auricular y sigo siendo yo sin más problemas. Y no salgo al portal de mi vivienda. ¿Para qué, si sé que sólo era yo mismo y que sólo había uno...?
Y, entonces, suena el grillo enlatado del teléfono; descuelgo y mi propia voz me sorprende y me dice:
—Con que haciendo trampas...

Y me toca pagar esta última llamada.

(Antonio Hernández Marín, 30-8-2001)

viernes, 22 de octubre de 2010

Historias del teléfono (I)


Mi amigo Daniel se ha comprado un teléfono móvil. Pero, durante un viaje en barco, no puede evitar perderlo para siempre en el fondo del mar. Es el titánic de la telefonía en movimiento.
Informado del percance, tengo una idea y llamo inmediatamente a ese teléfono.
Y me sale la operadora, con su voz ondulante y escurridiza, y sostiene ante mí que el número al que llamo ya no se encuentra operativo.
Pero...., no obstante, si deseo otro, puedo bajar a pedírselo a ella....

Luego los buenos buzos nunca mueren.


* * *

Mi amigo Demetrio sufre un gravísimo accidente viajando en su automóvil.
Y muere en el hospital completamente convencido de encontrarse en una final de motocross.
Tan rápido sucede todo, que sus familiares lo entierran con lo que llevaba puesto, incluido el llavero; y, también, el teléfono móvil en un bolsillo.
Enterado del acontecimiento, caigo en la cuenta y llamo inmediatamente a ese teléfono.
Y el hilo de voz del contestador me dice: —Hola. Soy la voz de Eugenio Demetrio. En estos momentos, no puedo atenderte por haberme quedado sin batería. No hace falta que dejes ningún mensaje. Tengo tu número. Dentro de tres días, recibirás la visita de mi representante de superficie. Suerte....

¡Estamos buenos! Y cambio de teléfono, de número, de amigos y de amigas, y hasta de dieta. Y no me va muy mal.

(Antonio Hernández Marín, 9-8-01)

miércoles, 20 de octubre de 2010

Llegan las águilas


Un círculo y en su centro un círculo... En mi ejemplar de Poesía antigua, de Agustín García Calvo, encuentro fotocopiado un artículo del maestro sobre las peripecias gramaticales y filosóficas del sujeto, creo que incompleto; y cuando voy a guardarlo de nuevo me doy cuenta de que hay más: unas líneas finísimas, fáciles de ignorar, al dorso del penúltimo folio. Es la letra de Ana Leal, desde luego, y, aunque afines a los de GC, los versos, que no recordaba, parecen ocurrencia suya (no recuerdo ejemplo de pareados con rima consonante en el corpus calvus). Expuestos quedan.


Si después de llorar has de vivir
y tus lágrimas fueron de morir
y no mueres, por ser flexible acero
la astucia oculta de tu amor entero,

y si escondido llamas desleal
a memoria que mata, y no es cabal
tu olvido, y te combaten sin figura
recuerdos que no quieren sepultura,

y si te salen sombras al camino
reclamando lugar en tu destino
y recelo que tras de ti se esconde
a angustiada pregunta no responde,

y ni sabes de voces sin palabras
que te piden albergue, y que no abras
dice el miedo a espantar la certidumbre
que anida en peñas de insegura cumbre,

no estás vivo ni muerto, sino en trance
de morir y nacer, y no hay avance
posible si no mueres por completo
una vez en tu vida, sin secreto

para nadie que viva en tu interior
con el diáfano rostro del amor,
y si muriendo así no lloran ellos
en silencio, no lágrimas, destellos

que iluminen tu gracia moribunda
y con su luz eviten que se hunda
en rencoroso lago de no ser
tu esperada figura y el quehacer

que te cumple. Y yo te enviaría
mis águilas después de tu agonía.

martes, 19 de octubre de 2010

Rosa del amor


Las canciones que una polilla escribiría a una vela. Incunable noventil, en modo dórico. Peca el que suscribe. A la flauta, Alfonso.


Rosa del amor,
mi última jugada,
cuando el viento atroz
limpie mi mirada,
pedirás perdón
por decirme nada.

Rosa del amor,
víctima apropiada,
tomaré color
tinto de tu espada.

Rosa del amor,
recadera amarga,
medirás mi voz,
me dirás quién anda.

Rosa del amor,
víctima apropiada,
libaré la luz
limpia de tu falda
cuando el viento atroz
limpie tu mirada.

Nada...



domingo, 17 de octubre de 2010

El ron del Edén


Nunca se sabe dónde sopla el aire. El otro día, haciendo zapping, fui a parar a Intereconomía, que es algo así como el Tea Party español, con zarajos en vez de pastas. Pues bien, ahí estaba: Viento en las velas, una película genial de Alexander Mackendrick, de la que nunca me habían hablado. Anthony Quinn es el capitán Chávez, un pirata entrañable e inepto que aborda un barco que va de Jamaica a Inglaterra. Con el cargamento se le cuelan unos cuantos arrapiezos que le hacen la vida apasionante e imposible, en una secuencia de acontecimientos de los que pocos, si alguno, pasarían hoy la criba de la corrección política: negros e hispanos supersticiosos y primarios, niños que pasan una tarde inolvidable en un burdel, piratas borrachos que bajan a la bodega a buscar a la mayor de las niñas para que les haga un bailecito en cubierta.

La historia me pareció tan buena que sospeché un libro aún mejor en la trastienda. Lo hay: Huracán en Jamaica, de Richard Hughes. El texto se suele vender como un precedente de El señor de las moscas, por la visión nada ingenua que da de la niñez. Hay cierta semejanza, pero la novela de Golding es un apólogo, y la de Hughes avanza sin brújula, sensible al encanto de las mareas. Hughes recuerda las ambigüedades y puertas abiertas de la niñez con una exactitud nada frecuente. Un suponer:

Durante esa media hora, Jonsen [el capitán pirata; Chávez, en la película], que seguía al timón, no dijo ni palabra. Pero su irritación acumulada estalló al fin:
—¡Eh, vosotros! ¡Ya está bien!
Los niños lo miraron con estupor y desilusión.
Hay un período en las relaciones de un niño con cualquier adulto que esté a su cuidado; este período discurre entre el momento en que lo conocen y su primer reproche, y sólo puede compararse a la inocencia primordial del Edén. En cuanto tiene lugar el primer reproche, el Edén ya no puede recuperarse.
Jonsen acababa de ponerle fin.
Pero, no contento con eso, seguía parloteando con rabia:
—¡Dejadlo! ¡Dejadlo! ¡Dejadlo ya!
(Por supuesto, los niños ya lo habían dejado.)


jueves, 14 de octubre de 2010

Opus en sol


Vuelan por Vietnam este octubre los dos mejores tercios de Ciento Volando, Daniel y Luli, en bicicleta —y los echo mucho de menos. Tanto como para buscar esta canción del 93 o así y sacarla a bailar un rato. El arpegio de la guitarra, con tres cuerdas, tiene su aquél: eran todas las que quedaban cuando Dani compuso la pieza. El sonido como de percusión que acompaña a la guitarra es (creo) el movimiento del micro que metimos como pudimos dentro del instrumento para amplificarlo. Toda la canción tiene un sabor inolvidable, no exactamente de época, sino de tiempo sin formatear, en que los sueños y las posibilidades empapan lo real. También hay algo de época, no obstante, en esas preguntas sin pregunta, tan babelianas; las referencias al juego de rol (inolvidables partidas de Rune Quest y Aquelarre) y la superabundancia de abriles (que Sabina, buen olfateador, fijó poco después para el gran público: ¿Quién me ha robado el mes de abril?).

Un libro abierto por dónde,
donde se escapa mi voz,
una galleta sin punta
y algún pañuelo de arroz.
¿Dónde perdimos el alma
jugando a un juego de rol?
Te acompañaba hasta casa,
las farolas eran yo.

La casa de la colina
donde solíamos reír,
donde el tiempo nos olvida,
donde sólo hay un jardín
y abrazados de la risa
y muriéndonos por fin,
tú tejías dulce y sin prisa
una sonrisa de abril.

Un libro abierto y desnudo
y algo nuevo que contar,
me dijiste 'No lo digo,
que es mejor adivinar'.
Cómo nos hacemos daño
porque yo no sé jugar;
aún no he cumplido cien años
y algo tuyo se ha ido ya
por el desagüe de abajo,
por la voz que nunca fui.
Tengo los ojos cansados
de no saber qué decir.

Cuánto tiempo hemos pasado
yo sin ti y tú sin mí,
el recuerdo sopla afuera
para hacer feliz la espera
de los que no se marcharon
con la última flor de abril.
No sé si me has enterrado,
yo aún sigo pensando en ti.



lunes, 11 de octubre de 2010

Días de ocio


Hubo un tiempo en que podía pasarnos cualquier cosa. Ahora, como siempre, también nos puede pasar cualquier cosa (buena, incluso); pero flota la sospecha de que llega tarde, a destiempo. De esa zanja brota angustia y dulzura, en proporción variable: perdida la inmortalidad infantil, vivimos el ocio de un condenado a muerte.

jueves, 7 de octubre de 2010

Estabas ocupada siendo pálida





(Imágenes: May Gañán, oct. 2010.
Mil gracias por jugar esta partida.)


Estabas ocupada siendo pálida,
serrín incandescente de las horas
que pasan como pájaros dormidos.
¿Adónde la flota de azúcar?
¿Qué versos dividen el cielo?
...Volver a tus ojos, volver.
No puedo seguir aquí fuera.



martes, 5 de octubre de 2010

Venta de fresas


(Santiago Parres, Ex Machina V)

Leyendo lo que va cayendo sobre la muerte de Miguel Ángel Velasco, encuentro una evocación desdeñosa del momento neosurrealista de la poesía española, la época de Blanca Andreu, cuando amainaban los novísimos y no rodaba aún el pelotón de la experiencia. Acepto que Velasco llegara a ser el gran poeta que es con su segunda manera, a partir de El sermón del fresno; pero no puedo dejar de sentir cierta añoranza de ese momento no vivido en que hubieran encartado, quizá, poemas como éste y otros que escribí muy a destiempo, ya en los 90 —aquellos decapentes que tanto le gustaban a mi querido Santiago Parres.

Venta de fresas

Te pones a pensar en la baraja congelada,
las bragas de tu prima, su mirada soberana,
entrar al corazón redondo y sucio de tu hermana
para mirar sus fotos asesinando cachorros,
bolígrafos mohosos, tarros de galletas verdes,
deja que entre una vez hasta la sala de los muertos
a recoger el libro que perdí en aquella barca
que dejamos partir en la marea, mahonesa
cortada entre los labios de la tarde abandonada.


domingo, 3 de octubre de 2010

Vals sonámbulo


...And of course Henry the horse dances the waltz.

Las piezas instrumentales tiende uno a componerlas más con el teclado (o con la cabeza) que con la guitarra, así que después, si uno quiere tocarlas con un par de guitarras, hay que adaptarlas al instrumento. Como todas las operaciones 'meramente técnicas', implica en realidad un repaso profundo de la pieza. Es cuestión de tonos, octavas y digitaciones —pero también pasa por eliminar todo lo que no resulte esencial, transformar sin tergiversar y añadir lo que llegue al calor del momento.

Total, que ahí va una vieja amiga (el Vals Sonámbulo) en traje nuevo. Por si a alguien le apetece comparar, rescato también la versión anterior, para piano y otros instrumentos.





sábado, 2 de octubre de 2010

Miguel Ángel Velasco abandona la sala



Hay sincronismos negros. Hablábamos estos días de la Ilíada y se nos muere inesperadamente Miguel Ángel Velasco, el autor de los versos que siguen, que dicen lo que importa bien e tan mesurado. Espero que su memoria no descanse en absoluto y siga dando muchísima guerra. Donde estés, gracias por El dibujo de la savia, La miel salvaje y La vida desatada —los tres mejores libros de poesía de los últimos años, y de tantos.




*

Acerca de las heridas de los héroes

A Agustín García Calvo


En la Ilíada nos prende
esa intención precisa en la manera
de describir el daño. Cuántas veces
se demora el hexámetro en el sitio
de la quebrantadura,
en el fiel inventario del estrago:
el lugar que desgarra la espada, cómo hiende
la carne y desmorona ese cartílago;
donde triza el pedrusco
el hueso, el recrujir de sus astillas;
la trayectoria exacta del venablo
que atraviesa las chapas del escudo,
la coraza de bronce.
Y el estruendo que hace al derrumbarse
la torre del guerrero.
Y no hay buenos ni malos, todos son
feroces alimañas que se ceban
en la carne ensartada,
que la agonía infaman del contrario
con palabras de burla,
y que después arrojan los despojos
al festín de los perros.

Y en esa pulcritud, en el registro
de la calamidad, va una plegaria
por la carne solar, por el milagro
precario de este cuerpo.
La cálida estructura bien trabada
que en la danza aligera su destino,
que se hace esclarecida geometría,
claro esquema en el nado, esa otra danza.
El delicado cuerpo
que reverbera en luz cuando lo anima
el ritmo del amor o del poema.
Porque no hay canto alguno
sin el humor del cuerpo, aunque destile
ese licor amargo de la pérdida.
De Sófocles nos dicen que era diestro
en el baile, y que Byron
gustaba de medirse
a menudo en el pulso de las olas.
Y de Tolstoi que sólo sonreía
después de nadar hondo en un brío de sábanas,
porque tras la liturgia de los cuerpos,
en contra del proverbio, no hay tristeza.

Velemos por su gracia,
porque el cuerpo es un templo mientras arde
el resplandor de su desnuda gloria.

viernes, 1 de octubre de 2010

Tristes guerras


Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.
(Miguel Hernández)

Aunque la Ilíada canta una guerra, la de Troya, nunca se idealiza el combate ni se presenta como algo grato. Homero habla siempre de la guerra funesta, la triste guerra.

El rechazo a las pretensiones de la guerra, estéticas o morales, se hace inequívoco en la escena en que Zeus discute con Ares y le escupe su desprecio, indicando que es el dios que menos estima, y que, de no ser hijo suyo, lo arrojaría del Olimpo, por solazarse con el odio, la destrucción y la muerte (Ilíada 5: 888-898).

Al mismo tiempo, en el poema se acepta la guerra como cosa inevitable. Como escribe Heráclito, la guerra es el padre de todo. No sólo desde que hay registro de sus andanzas ha estado siempre el hombre en guerra consigo mismo, sino que las sociedades 'pacíficas' crían y adiestran especialistas en la violencia (ejércitos, policías) para afrontar al enemigo exterior o reprimir al interno. Dentro de cada uno, también los deseos luchan: la lujuria con la pereza, la sociabilidad con la timidez, el orgullo con la necesidad de afecto. Según la concepción de otro filósofo griego, Empédocles, el mundo es una partida sin fin entre dos tunantes: Amor y Odio.

Homero acepta que la guerra está ahí, y nos muestra cómo otorga a los hombres la oportunidad de descubrir su mejor yo. Las situaciones extremas sacan, en efecto, lo mejor y lo peor de la gente. Sin guerra, no hay héroes: quienes serían admirados por su valor en la lucha, pueden terminar catalogados en tiempos de paz como psicópatas (mata uno y serás un asesino; mata mil y te colmarán de medallas). Cf. las barbaridades que hicieron famoso al mutilado Millán Astray: ¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte! y el canto de los legionarios: soy el novio de la muerte.

En Homero, por otra parte, no hay buenos ni malos: los héroes de uno y otro bando compiten como si fueran atletas con distinto espónsor y equipo. De ahí que, en ocasiones, el respeto mutuo prevalezca sobre la hostilidad: el aqueo Diomedes y el troyano Glauco se enfrentan en un duelo a muerte, pero charlando descubren que sus antepasados fueron amigos. Renuncian a matarse y se separan amistosamente, tras intercambiarse las armaduras (Ilíada libro VI: 119-235). Cf. la denuncia pacifista: Los soldados se matan. Los generales se saludan.

Lo absurdo de la guerra de Troya, y por extensión de toda guerra, se expresa muy bien en el personaje de Protesilao: un joven al que, nada más casarse, enrolan en el ejército griego. Cuando los aqueos llegan a Troya, Protesilao es el primero en desembarcar. Nada más pisar tierra, se lo lleva por delante una flecha, sin darle opción a desplegar su valor. De algún modo, simboliza la carne de cañón necesaria en toda guerra. Cf. la ironía de Allen Ginsberg: La guerra es un gran negocio. Invierta a su hijo.