jueves, 29 de noviembre de 2012

George sincerely

McCartney quería componer algo con Harrison, pero nunca encontraron el momento. No renunció a la idea, ni siquiera tras la muerte de este. Un día se despertó y se sintió Harrison. Compuso esto. La prensa, que no entiende nada, se cachondeó del asunto, pero es uno de los momentos más emotivos de esta larga y tortuosa historia de amor.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Las gotas del reloj

Una canción sobre el paso del tiempo (y qué día no es fiesta). Canta Fátima.

A pesar de los años
no se acaba la muerte 
ni mis ganas de hacerte 
volar 

reescribiendo la historia 
con tu traje de novia, 
entreabriéndome el cielo 
con tu falda de vuelo. 

Luna nueva de mi corazón, 
quién bebió las gotas del reloj, 
las gotas del reloj. 

Subrayar lo que es cierto, 
recordarme que has muerto 
y eres ya tu heredera, 
mi muñeca de cera. 

Ropa sucia de mi corazón, 
quién bebió las gotas del reloj, 
las gotas del reloj. 

sábado, 17 de noviembre de 2012

El noble vals de Tristán e Iseo


En lo que grabamos (que está ya al caer) una versión en vivo de esta canción, para mí una de las más queridas, aquí va una versión que recoge el arreglo completo.

martes, 13 de noviembre de 2012

Mundo al revés (I)


Me llega esta columna, escrita por una lectora aficionada a las columnas que solían aparecer en La Razón a nombre de ¿Agustín García Calvo? De la nostalgia de las ya escritas ha nacido esta, que les acerco, porsiaca.

MUNDO AL REVÉS 1º? 

Me dicen que la lengua o razón común, aquella que hasta sonaba por escrito y trinaba a ratos (y nos ha llegado, aunque en harapos) en el libro de Heraclito, anda por estos lares tan confundida o impedida o no sé cómo, que es que se nos ha vuelto algo muy raro que pueda florecer en algún sitio, y que así resulta que, formados en el gusto democrático, los oyentes, el público más o menos culto, los prójimos mismos, encuentran demasiado difícil aceptar siquiera que pueda darse un brote entre la gente de crítica severa y razonante, algo que ponga en duda o en solfa los gustos y verdades de ese mundo en que con tanta soltura y comodidad (salvo pequeñas pegas, algún contratiempo) han llegado, como sorteando su horror, a manejarse.

Si sales –me dicen– de las razones y motivos económicos (pues en dinero o futuro las almas del Rey Midas todo lo miden y tasan, lo que alcanzan), no les entra en la mollera a estos percebes (largos años de educación lo garantizan a manos de unos hombres adultos convencidos del valor del dinero y de su historia); y hay con todo que quererlos, seguir con ellos: son nuestra familia humanitaria. Siempre ha sido así y no hay motivo para encontrar horroroso lo que estamos viviendo y mucho menos a nosotros, nuestras cosas, lo que hacemos.

Que los mejores –añaden– están ya concienciados (¿ya se las saben todas?) y buscan que su toma de conciencia sea universal –como el dinero–, así que, aunque toques los palos más variados, en la amplísima gama de campos, materias o artes prácticas, no debes salirte de la norma y mucho menos andar por ahi enseñando o pretendiendo enseñar artes y cosas “que no van a entender”. (No sé en quién están pensando, pero ellos los conocen, y tú también –te dicen–. ¿Sabré yo acaso quién es el que entiende? –te dices) Pides –te dicen– mucho (como peras al olmo). Hay cosas que no, que no se hacen (¿no se llevan?). Hazte a la idea que la mayoría... no ya la mayoría: nadie, nadie te va a entender si dices eso.

Me tiene un poco harta la cantilena. Me suena que (con la ayuda del público lector, con vuestra ayuda, si sois tan amables) no voy a poder menos que lanzarme a desmentirla paso por paso allá donde se ofrezca. A ver si queréis acompañarme en esto, lo mismo los que entiendan de qué hablo y lo padezcan, que los que no lo entiendan con las preguntas o estrañezas que esto les suscite. Estoy tratando de que el mundo en que nos proponen que actuemos tiene unas condiciones (a cada paso se nos recuerda de mil modos) que, para cualquier sentido común ingenuo, son del mundo al revés, donde lo más común (pongamos por ejemplo el razonamiento sobre el lenguaje o la música o la aritmética de cada día) es lo más raro e incomún del mundo. Esto me deja perpleja y –la verdad– no me lo quiero creer del todo: beneficia demasiado al Señor para no ser sospechoso. Por si suenan más voces entre el público, aquí dejo por hoy el recado, y permitid que firme con este pseudónimo o apodo que me he puesto o me ha salido por el atrevimiento de escribiros.

Azorada

sábado, 10 de noviembre de 2012

Estaba yo pensando





Estaba yo pensando es una canción singular, al menos por el planteamiento: se trata de una vuelta sobre el dolor de ciertas pérdidas, afrontado no desde la fe en esto o aquello, sino desde un escepticismo más o menos consecuente sobre lo irreversible y definitivo de las mismas. Como pregunta el maestro,  ¿Qué era lo que fue? ¿Qué fue lo que era? Frente a la voluntad de pasar página y mudarse a una nueva ilusión, la canción habla de dejar abierta la herida, mientras ella quiera. Así dice la letra:


Estaba yo pensando
que todo lo que pasa
tendrá que ir a algún sitio
y se puede buscar;
estaba yo pensando
que todo lo que empieza
tal vez tenga un principio,
pero nunca un final.

Estaba yo pensando en ti
y el tiempo se burló de mí
y yo del tiempo.

Amigos que se fueron,
camisas de agujeros,
no puedo retenerlos
pero nunca se van.
Memorias inventadas,
acordes de la nada,
mareas de recuerdos
que iluminan el mar.

Estaba yo pensando en ti
y el cielo se rió de mí
y yo del cielo.

Todo es mentira,
pero nada es verdad;
tan solo que esta herida
no deja de sangrar
—ni yo lo intento.

Y así suena la versión instrumental de la Orquestina Encantada, con la parte de la voz en las cuerdas de un sitar harto beatlémano. Gracias como siempre al maestro Aníbal por ayudarme a encontrar las notas justas en los pasajes más comprometidos.


jueves, 1 de noviembre de 2012

Agustín has left the building


Con el maestro Agustín, que acaba de morir en su Zamora, la vida me lleva arrancados tres hermanos y dos padres (aunque vivan aún, por muchos años, los que me dieron el ser, y esos pocos amigos sin cuenta que han sido y son más que eso). No soy un ingrato. Agradezco haberlos tenido, haberlos querido tanto, y que ellos (pienso) tuvieran constancia de ello. 'Era un hombre y te quiso mucho' —y 'mucho', llorando, digas.

Cada una de esas pérdidas ha sido un mazazo, una pared que se caía de repente en mi pequeño mundo, dejando entrar a traición la pena y el frío. Uno se las ve como puede con eso. Aunque nunca puede darse tal cosa como una recuperación, cabe al menos que el dolor del vacío no se lleve toda la presa, y la alegría de seguir sabiendo de ellos, a través de lo mucho que han dejado en marcha (no ya hecho, sino siempre mutante, vivo), haga también lo suyo.

Como el de mucha gente, supongo, mi primer contacto con Agustín fue a través de Fernando Savater, que lo cita con una mezcla de amor y odio en sus primeros libros. En La piedad apasionada, de 1977, después de citar el Sermón de ser y no ser de Agustín como el ejemplo más bello del discurso piadoso que ha intentado exponer en su libro, aclara que ni todo lo que allí dice se corresponde con el discurso del maestro ni lo pretende —aclaración, dice, que parece ociosa, pero que la experiencia le obliga a hacer explícita.

Cuando llegué a la Facultad de Filología de la Complutense en los 90 no sabía que allí mi camino se iba a cruzar con el de aquel maestro de mi maestro (pues eso fue el primer Savater para mí: el único filósofo que leí en los años en que la lectura nos constituye). Creo que lo vi por primera vez en persona con mi amigo Antonio Martín en un congreso de poesía y psicoanálisis que los del Grupo Cero (que siempre han tenido muy buena mano con las autoridades) habían organizado a todo trapo en la sede del Poder de Moncloa.

Antonio y yo soportamos muchas charlas lacanianas aquel día, casi todas autocomplacientes, llenas de jerga mal traducida y jueguecitos de palabras. Cuando le tocó el turno al maestro, subió a las tablas y sonrió. Antes que nada, dijo, quiero felicitar a los organizadores de este Congreso. Les felicito, porque hace falta mucho valor para organizar un encuentro para hablar de dos cosas como estas, de las cuales una no la hay, y de la otra solo sabemos que no se puede, sin mentir, decir nada.

Con el tiempo, me familiarizaría inevitablemente con esta peculiar captatio benevolentiae con que el maestro solía marcar distancias con el tinglado más o menos cultural en que se hubiera dejado atrapar, pero aquella tarde sus palabras me parecieron una verdadera revelación.

Poesía, sí, designaba algo que hubo una vez, pero que había dejado de vivir, devorada por la persona de los poetas y por la escritura, cementerio de aciertos y asentadora de nimiedades que nunca hubieran resistido el reto de la tradición oral. El papel se deja escribir cualquier cosa, me diría después Anita Leal que decía su abuelo, y aquel otro maestro inolvidable, Antonio Hernández Marín, le daba la vuelta a Bécquer con la misma música: en este mundo nuestro podrá haber poetas, pero ya no habrá poesía.

En cuanto al inconsciente, su conversión en un ítem más o menos mayúsculo del que se podían decir innúmeras pavadas (unas cuantas las llevaba yo oídas aquel mismo día) constituye en efecto uno de los tocomochos más indignantes de la modernidad. De no lo sabido cabe apenas, si uno no se resigna a hacerlo ser otra cosa que lo que no es, ensayar cierta teología negativa, a la que Agustín era muy aficionado. Renunciando al cultismo, en sus últimos años hablaba sin más de lo desconocido, que en su discurso es un suerte de océano incógnito que rodea a la Realidad, del que esta emerge y en el que siempre se está hundiendo.

Como muestra de lo que poesía pudo querer decir alguna vez, Agustín declamó ese día un poema inédito, que formaba parte, nos dijo, de la obra de teatro que estaba componiendo, Baraja del rey don Pedro. Si lo que llevaba dicho hasta entonces me había despertado del sopor, aquellos versos me sumieron en un encantamiento del que no llevo trazas, más de veinte años después, de despertar. Con él les dejo:

¿Quién contó las olas de la mar?
¿Quién le puso números al sueño?
Por tener lo que volaba,
llenó su jaula de pájaros muertos.
Por tener lo que soñaba,
su sueño trocó por joyeles de hielo.

Ese fue el rey Midas de los frigios,
que una vez, se dice, halló en su huerto,
medio asno, sudoroso,
peludo todo, borracho, a Sileno;
y lo ató con correyuelas
en flor y con hiedras llevóselo preso.

Pero luego al padre Dïoniso
le entregó su bruto tembloriento.
Conque el dios, en su sonrisa
le dijo: «Elige qué quieres en premio».
Y él pidió: «se trueque en oro
sin más cada cosa que toquen mis dedos».

¿Quién dirá los días que ha vendido?
¿Quién es quien las rosas puso a rédito?
Por saber lo que tenía,
perdió tesoro sin cuenta ni dueño.
Por saber lo que soñaba,
en mármol y nombre volviósele el sueño.

Esa fue la blanca niña Alma
que por celos de la misma Venus
hubo de tomar esposo
sin nombre, y nunca tenía que verlo.
Cada noche la abrazaba
y el gozo era sombra florida de besos.

Pero no bastó lo mucho y tanto:
todo quiso Alma, todo el tiempo;
y una noche que él dormía,
sacó la antorcha, la alzó sobre el lecho:
era Amor: su nombre supo;
lo vio y lo perdió: era amor, era ciego.





Una oda de Horacio





Para Montano, un poema de Horacio traducido por el maestro García Calvo.


 Odas IV 13 

Oyó el cielo mi voz, Lice; los cielos han 
escuchado mi voz: vieja te ves y aún 
te las echas de linda, 
juegas, bebes y sin pudor 

con canturria temblona al remolón amor, 
ebria, incitas: el cual en la mejilla en flor 
de la bien tañedora 
Quía monta la guardia ya: 

pues al vuelo y desdén secas carrascas él 
pasa, y tuerce de ti, porque los dientes mal- 
amarillos te afean, 
mil arrugas y canas mil; 

ni te va a devolver púrpura coa ya 
ni el más caro joyel días que el tiempo en un 
bien notorio registro 
volandero cerró una vez. 

¿Dónde fue la Color, ay? El airoso andar 
¿dónde? ¿Qué tienes ya de ésa, de aquella tú 
que alentaba de amores, 
la que a mí me robó de mí, 

tras de Cínara tú alta en favor, tu faz 
luz del arte feliz? Sólo que a Cínara, ay, 
breve vida los hados 
dieron, prestos a hacer durar 

largo a Lice, a la edad de la corneja, a fin 
de que mozos de hoy puedan en bulla ver 
no sin risa la antorcha 
derruyéndose en frío hollín. 

(tr. Agustín García Calvo, )