El simbolismo de algunos objetos es tan intenso que pararse a pensar en ellos resulta embriagador. La espada, cruz inversa, tiene una naturaleza contradictoria que Cirlot resalta con acierto en su
Diccionario de símbolos: la imagen visionaria de la espada flamígera (que llega hasta el sable láser de los Jedi), de sustancia etérea, tiene su correlato real en el acero firme, duro y frío de las espadas mundanas que, encerradas en su vaina (<
vagina), tiritan de frío, anhelando hundirse en la carne o la madera.
La espada es falo, fuerza y pericia, arma caballeresca y viril por excelencia, pensada para el duelo en condiciones justas. Conserva su carácter deportivo incluso en un combate multitudinario: imaginamos a un héroe espadachín (hasta pistolero, al modo de la épica
western), pero todo el mal gusto de Hollywood no nos hará tragar a un héroe portador de ametralladora o granada de mano, armas que no permiten el duelo ni generan una coreografía admirable.
Las espadas tienen su corazón, no siempre luminoso. Reciben por ello nombre y a veces amenizan la historia con sus réplicas al héroe, agudas y concisas. Las hay que, traumatizadas, se rompen en pedazos, como aquella con que Isildur cortó el dedo de Sauron para extraerle el Anillo Único, o varias espadas del ciclo artúrico. Es labor arquetípica del héroe extraer la espada de la piedra (o yunque): se diría que esto último apunta en clave a la labor del herrero que une los trozos de la espada rota forjando con ellos una nueva hoja, como hacen Sigurd y Aragorn. Es tentador ver en ello una advertencia sobre el sentido de toda tradición digna de tal nombre: no una inercia que seguir, sino un desafío del que tendremos que demostrarnos dignos.
Hay, en fin, espadas abiertamente malignas, idóneas para héroes suicidas, como Áyax el Grande, Kullervo y Túrin. Ajusticiándose, estos personajes dan su sentido pleno a la advertencia evangélica: “el que mata por la espada morirá por la espada” (Mateo 26:52). No es casual que a una redundancia molesta (el incesto de Kullervo, el de Túrin) le siga otra aún más penosa y extrema (el suicidio, que con espada de por medio tiene visos de mortífero autoerotismo).
La espada, en fin, es palabra (
sword ≈
word). Como escribe Sem Tob,
el callar es tardada
e el fablar aína;
el fablar es espada
e 'l callar su vaína.
La vieja leyenda de la espada (
no me desenvaines sin necesidad, no me envaines sin honra) es, por ello, siempre actual: los intelectuales, virtuosos nada pacíficos de la violencia verbal, deberían (¿deberíamos?) tenerla siempre presente.