Me siento feliz en estos días de margen, en que no hay nada demasiado acuciante que hacer, y cabe por tanto seguir al corazón, como el caballero que deja que su montura decida el camino. Para restaurar el artículo sobre la metáfora de la Wikipedia, que estaba
el pobre muy precario, he rescatado un libro que leí hace muchísimo,
Metáfora y realidad, del filósofo estadounidense Philip Wheelwright.
Wheelwright va más lejos que Carlos Bousoño, el poeta de los 50 y autor de la
Teoría de la expresión poética, que tanto ha hecho por aclararnos cómo funcionan estas cosas. Bousoño mantiene el sentido tradicional de la metáfora como asociación entre un plano real (aquello de lo que realmente estamos hablando) y otro imaginario o metafórico (cosas que se asemejan a aquello de lo que estamos hablando), y explica que la semejanza entre ambos planos o términos comienza siendo sensible (semejanza en la forma, el color, etc.) pero a lo largo de la historia de la literatura se vuelve cada vez más abstracta, hasta llegar al caso de la imagen visionaria, en que lo similar no son los dos términos, sino la respuesta emotiva que ambos nos provocan (el ejemplo célebre de Aleixandre,
Un pajarillo es como un arcoiris, donde la única semejanza, dice Bousoño, es que ambos son cosas delicadas, puras o inocentes, que nos provocan ternura).
Wheelwright propone distinguir un tipo de metáfora, la diáfora, en que se asocian dos términos sin que haya entre ellos semejanza alguna, creando así una realidad nueva. No acierta, me parece a mí, a dar ningún ejemplo especialmente convincente, pero la memoria me ha traído uno que podría valer:
A mí me gustan los bocadillos
que solo tienen papel de plata.
Un bocadillo sin pan ni relleno, que no es en rigor tal bocadillo (como una silla sin patas, respaldo ni asiento), es ciertamente una realidad (o irrealidad) inédita. Se puede, por supuesto, argumentar que se trata de un objeto real y hasta trivial (un bulto de papel de plata que parece, por la forma, un bocadillo, pero al desenvolverlo resulta estar vacío), pero el poema no se detiene ahí: nos propone saltar a una realidad en que el papel de plata pudiera trasmutarse, pasando de envoltorio a ingrediente. Algo así como la percepción que tendría un niño al ver que el adulto anuncia que se va a comer un bocadillo y saca un objeto plateado, de apariencia metálica. Imagina entonces que va a morder la superficie brillante, y al ver que la aparta y saca de su interior un vulgar pan con fiambre, tortilla o similar sufre una discreta decepción. Esforzándose al bousoniano modo, llegaríamos a algo como
Lo que más me gusta de los bocadillos es su envoltorio: parece que fuéramos a merendar plata.
En este ejemplo, y quizá también en los de Wheelwright, lo que se da es una suerte de contaminación entre la metáfora y la metonimia: se deshacen los límites que separan dos cosas próximas (el bocadillo y su envoltorio), yuxtapuestas, formando un continuo. En mi
Devocionario pop hay un poema, de los que menos me molestan, que juega a lo mismo: recordando la canción de Syd Barrett, habla el espantapájaros y dice:
Soy el espantapájaros. Me ausento en cada vuelo.
Disuelto en cada prófugo, mi angustia siembra el cielo.
El espantapájaros y los pájaros que espanta forman así un continuo: el personaje inmóvil, clavado en la tierra y preso de su función, vive pendiente de los pequeños prófugos, única razón de su presencia en el huerto. Sigue su movimiento de huida con tal atención que lo vive como propio (o, sencillamente, no lo separa de sí), como el padre que siente vértigo al ver que su hijo se acerca al hueco de la escalera.
El movimiento nervioso, disperso, crea una analogía entre los dos terrenos: el sembrado real y el cielo que los pájaros
siembran con su angustia (una angustia que es literal, de los pájaros asustados, pero aquí es también la del espantapájaros, incapaz de escapar definitivamente de su puesto y salir volando). La semilla cae sobre la tierra: los pájaros, en el poema, 'caen hacia arriba', como si alguien (el miedo) los esparciera por el cielo: ante la visión aterradora del espantapájaros suben, pero retroceden, asustando quizá a su vez a otros pájaros que no comprenden qué sucede.
La teoría, en fin, lejos de destruir el placer del texto, ayuda a localizar algunos de los hilos que lo mueven y nos permite seguir su movimiento. Es una sensación similar a la del análisis sintáctico, que nos acerca a lo que estamos diciendo desde una perspectiva completamente distinta al simple uso, y nos permite entrar en ello, desentrañar en parte su funcionamiento. No me extraña que el descrédito progresivo del análisis sintáctico (que va perdiendo importancia en el currículo de Lengua) vaya unido al del comentario de texto (que, siendo la única forma sensata de practicar el estudio de los textos literarios, pasa en nuestros días por un lujo que no podemos permitirnos).