Hay canciones, por íntimas, extremas. Uno se lo piensa dos y tres veces antes de compartirlas con alguien, porque aunque la teoría (y la experiencia) sugieren que todos somos extrañamente parecidos allí donde dejamos de ser diurnos, cabe que el que nos escucha se quede pensando que le hablamos en morse o en broma.
Esta es una de esas canciones. La compuse hace muchos años, en la época de estos versos, que hablan de la misma pena:
Qué a solas duermo, hermano,
con tu sombra,
que a veces me visita enamorada
y en nubes de sonámbula me abraza.
Qué amarga anda tu lengua con la mía,
revuelta en agridulce agua y tisana
de yerbas incurables y metales,
sabores de peseta en la garganta.
Qué a solas duermo, hermano,
con tu sombra.
Qué a solas.
Sonaba por entonces tan desvalida y amarga que aunque encontró quien la quisiera (Antonio Hernández hizo su propia versión, me temo que perdida, al órgano), nunca llegamos a tocarla en directo. Así quedó durante un par de decenios. Este año me volví a encontrar tocándola, y fue tomando forma nueva, de vals. De repente, sin perder saudade, se hizo ligera, casi alegre. Y así suena ahora, con Fátima a la voz y Paco a la flauta.