domingo, 15 de noviembre de 2020

El mayor poeta de la humanidad

El lado nada romántico de Bécquer 

…no sabemos quién es, ni si es hombre o mujer. Ni acaso importa saberlo.


Bécquer, que ciertamente no fue el peor, dejó escrito que Anónimo es el gran poeta de la Humanidad. Pensaba sin duda al decirlo en la poesía popular, de la que él aprendió tanto; no solo la poesía lírica, sino también la épica (el Poema de Mio Cid, por ejemplo). Incluso obras importantes en prosa como el Lazarillo de Tormes han llegado hasta nosotros como anónimas. (No parece que anónimo signifique lo mismo cuando lo aplicamos a una copla popular o a un refrán que cuando nos referimos a un manifiesto o sátira, como el Lazarillo, cuyo autor prefiere permanecer anónimo. Pero ya volveremos sobre eso.)


Antonio Machado, otro enamorado de lo popular, era profesor (de francés), pero creó un alter ego llamado Juan de Mairena, un profesor de gimnasia que da clase de Retórica, es decir, de cómo hablar de manera hermosa y persuasiva. En boca de Mairena pone Machado sus mejores reflexiones. Una de ellas tiene que ver con lo que nos ocupa: Anónimo no es aquello que no tiene autor, sino aquello cuyo autor no importa.

La observación es importante porque estamos tan acostumbrados a ligar obra y autor que nos resulta difícil, quizá incluso inconcebible, imaginar una obra sin autor. Machado nos da la clave para entender esta paradoja: alguien tiene que tener la ocurrencia genial que lleva a decir cosas como Navalmoral de la Mata / es un pueblo de primera / que tiene por monumento / a la Piedra Caballera o Si piensas que en ti piensa / mi pensamiento, / piensas en una cosa / que yo no pienso. Pero esa persona brinda su ocurrencia a la comunidad para que esta haga con ella lo que quiera y pueda. De modo que quizá cuando la copla llega a nosotros, no es exactamente el mismo texto que se le ocurrió al autor inicial. Puede haber mejorado o empeorado; pero raro será que no haya sufrido cambios en el proceso.

Si esto es cierto de algo muy breve, como un refrán o un cantar, todavía es más evidente de algo de ciertas proporciones, como un cuento popular, un romance o una leyenda. Hablando de los romances, Ramón Menéndez Pidal, el padre de los estudios sobre el Romancero, dijo que viven en variantes: es decir, que mientras permanecen vigentes en la memoria popular, están mutando continuamente. Si preguntamos a dos personas de la Vera por el romance de la Serrana, podemos estar casi seguros de que los textos que nos van a cantar (y acaso incluso la toná, la melodía) no van a ser exactamente iguales.
Este carácter de work in progress de lo popular se hace evidente, por ejemplo, cuando preguntamos a varias personas por una canción infantil que seguramente conocen. Empieza así:

Al pasar la barca,
me dijo el barquero:
—Las niñas bonitas
no pagan dinero.
—Yo no soy bonita
ni lo quiero ser...


pero ¿cómo sigue? ¿Será acaso Yo pago dinero como otra mujer? ¿O acaso Arriba la barca de santa Isabel? ¿O, todavía, Las niñas bonitas se echan a perder, o Maldito dinero, maldito parné?

Lo cierto es que esa canción aún se esta componiendo (y descomponiendo) en la memoria popular, y lo mismo le sucede a Don Federico mató a su mujer o a cualquier otra canción que esté viva en el folklore. Podemos apresar una versión, una de sus mutaciones, igual que podemos grabar en vídeo o fotografiar a una persona. Pero solo eso. La canción en sí está formada por todas sus variantes posibles (o al menos, por todas las variantes podidas): no es una partida de ajedrez jugada de una vez para siempre, sino una apertura que se puede jugar y resolver de distintas formas.

Este carácter abierto, mutante, de lo popular, es una de sus características más interesantes. Curiosamente, es un caso de No hay mal que por bien no venga: pues lo que hace que las personas cambien los textos que han aprendido no suele ser un deseo consciente de mejorarlos, sino una incapacidad para recordarlos con exactitud.

Es en este combate entre la memoria y el olvido donde el texto popular obtiene otra de sus prendas más atractivas: su carácter minimalista. Tendemos a recordar solo lo esencial, solo lo más llamativo y acertado. No hay en el mundo crítico más exigente que la memoria colectiva: solo se queda con lo que realmente la convence, y antes o después acaba librándose de todo lo demás.

De modo que donar nuestras ocurrencias al acervo colectivo supone renunciar a detener ni patrullar los cambios que se puedan producir en ellas. Es como si nuestras obras se hubieran hecho mayores de edad y se fueran de casa: para no volver, o para volver en vete a saber qué estado: probablemente distintas, incluso irreconocibles.

Manuel Machado, el hermano de Antonio, meditó sobre esto a partir de una anécdota real que le sucedió: aficionado al flamenco, en una ocasión escuchó a una cantaora cantar con mucho sentimiento unos versos que le recordaron poderosamente a los que él mismo había escrito en alguno de sus libros. Cuando acabó la canción, preguntó a la muchacha si sabía de quién eran esos versos, y esta le dijo que no, que los había aprendido de su abuela, y que eran versos que se cantaban en su familia desde hace siglos.

(En eco acaso de esta anécdota, Eliseo Parra canta en uno de sus discos lo siguiente:

Ahora voy a cantar yo
una cancioncita nueva
que, cuando nació mi madre,
ya la cantaba mi abuela.
)


El suceso podría significar muchas cosas. Quizá Manuel Machado conocía la copla desde pequeño, la había olvidado y la volvió a componer, sin saber que ya existía. O quizá su poema había acertado a mimetizarse con las coplas flamencas con tanto acierto que se había infiltrado entre ellas y había pasado a ser una más.

Así lo explica él, dirigiéndose a otro poeta que se quejaba de lo mismo:

LA COPLA

Hasta que el pueblo las canta,
las coplas, coplas no son,
y cuando las canta el pueblo,
ya nadie sabe el autor.

Tal es la gloria, Guillén,
de los que escriben cantares:
oír decir a la gente
que no los ha escrito nadie.

Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar,
aunque dejen de ser tuyas
para ser de los demás.

Que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad.


    Agustín García Calvo, otro nombre importante más en esta cofradía de devotos de lo popular, comentaba que no había en el mundo poeta tan miserable que, si le dieran la opción de ser recordado él, pero al precio de que se perdieran todos sus versos; o bien que sus versos sobrevivieran en la memoria de la gente, pero nadie supiera quién los había hecho, no eligiera sin dudar lo segundo.

    Hay, pues, un sacrificio personal (él lo llamaba quitarse de en medio) en esa cesión a lo popular. El autor de algo que pasa a se tradicional renuncia a la fama y a los derechos de autor de su creación.

    Pero en realidad eso es lo menos importante. Lo más difícil, como suele pasar, está antes de empezar a componer su obra. Consiste en quitarse de en medio en un sentido más profundo: renunciar a hablar de sí mismo en cuanto individuo peculiar e irrepetible para poder optar a decir algo que sea de interés general, como una prenda de ropa que cualquiera puede ponerse, o una palabra, que cualquiera puede pronunciar y usar.

    Dicho de otro modo: tanto el autor que busca decir algo realmente interesante (no para él, sino para cualquiera) como la memoria colectiva que descarta todo lo que no es esencial trabajan en el mismo sentido, el de la memorabilidad. Dar con algo que merezca la pena recordar: no por quién lo dijo, sino porque cualquiera puede decirlo y sentirlo como propio, como ajustado a su situación.

    Ya que hemos citado a varios autores enamorados de lo popular, estará bien recordar algunos de los versos que nos han dejado en los que precisamente juegan a ser pueblo, a decir una verdad traspersonal; y lo hacen utilizando las formas características de nuestra poesía popular, que son los versos de arte menor y la rima asonante en los versos pares.

    Así, Bécquer escribe:

Por una mirada, un mundo,
por una sonrisa, un cielo,
por un beso… yo no sé
qué te diera por un beso.


Con ese mismo material expresivo de partida, el de la copla, su compañera de generación, Rosalía de Castro, escribe hacia el final de su vida este terrible resumen de su vida en pareja:

—Te amo... ¿por qué me odias?
—Te odio... ¿por qué me amas?
Secreto es este el más triste
y misterioso del alma.

Mas ello es verdad... ¡Verdad
dura y atormentadora!
—Me odias, porque te amo;
te amo, porque me odias.


    Por su parte, Antonio Machado escribe:

Dices que nada se pierde
y acaso dices verdad,
Pero todo lo perdemos
y todo nos perderá.


    Su hermano Manuel toma el mismo instrumento, y a él le suena, por ejemplo, así:

Han alargado tu calle,
que ahora llega hasta la plaza,
y antes no llegaba más
que a la puerta de tu casa.


Poemas, todos ellos, sencillos en la métrica, y a veces en la expresión, pero sustanciosos y complejos si pensamos en lo que quieren decir.

    En especial, en la copla de Manuel Machado encontramos un saber decir muy peculiar que él supo tomar de la tradición popular, y al que a veces me refiero como escribir entre líneas, decir sin decir. Lo que se sugiere es tan importante como lo que realmente se dice.

    En su poema, cabe una lectura literal (que hayan hecho obras en la calle donde la persona a la que se dirige vivía, conectándola con la plaza); pero la lectura interesante es la que desmiente ese sentido literal: la calle sigue siendo la misma, y lo que ha cambiado es la relación entre el poeta y la mujer a la que se dirige. Antes él iba a esa calle solo para verla, y ahora pasa de largo por su puerta y sigue su camino hasta llegar a la plaza, al encuentro de otras personas, y quizá otros amores.

    Esta técnica se llama simbolista: consiste en trasmitir emociones a partir de objetos reales, que sin dejar de ser eso, objetos reales, se convierten también una pantalla en la que se proyectan elementos internos. Así, la calle se convierte en realidad en un camino, un trayecto: es el trayecto el que antes se acababa en la puerta de su casa. Y la visita a su casa es a su vez una manifestación del deseo de verla, de estar con ella, acaso de entrar en ella, como un amante entra en el alma y el cuerpo de su amada, convertido en huésped de los mismos.

    La ventaja del simbolismo es que permite tratar temas tabú, como la sexualidad, sin escandalizar a nadie ni atraer la atención del censor. En Japón, un país de sexualidad curiosa, en cuanto en una película aparece un órgano sexual, se pixeliza de modo que no lo podamos ver con claridad. En la poesía popular medieval, en cuanto aparece una escena sexual, se pixeliza igualmente, se codifica, mediante el uso de símbolos vegetales y animales: el sexo femenino se convierte en una rosa, la sangre derramada durante el primer coito se convierte en la de un ciervo herido por el cazador, y el sexo lubricado se convierte en las aguas de una fuente, que la sangre del ciervo vuelve (enturbia).

    Esta manera de decir sin decir de la poesía popular la convierte en pionera de la corriente literaria simbolista (que practican ya Bécquer y Rosalía, y tras ellos los modernistas): una poética de la sugerencia, de lo traslúcido.

    Pero la poesía popular va todavía más allá en ocasiones y conecta directamente con las vanguardias:

En la mar hay un pescado
que tiene la cola verde.
Desengáñate, María,
que tu novio no te quiere.


*


No bebas agua del pozo,
bébela de la laguna,
que aunque soy hija de pobres,
no me cambio por ninguna.


    A veces, la comparación entre dos versiones de la misma canción nos ofrece la oportunidad de ver cómo se codifica y oscurece el mensaje al pasar por la máquina simbolizadora: leemos

¿Cómo quieres que vaya
de noche a verte
si hay un río en tu puerta,
no tiene puente?


y entendemos sin entender, valga la paradoja: sentimos que del verso 2 al 3 ha habido un cambio de plano, hemos pasado del lenguaje común al simbólico, con ese río y ese puente que nos dejan pensativos. Y, en ese punto, otra versión del mismo poema acude en nuestro auxilio y nos dice:

¿Cómo quieres que vaya
de noche a verte
si le temo a tu madre
más que a la muerte?


    En suma, no parece que a ninguna persona interesada en aprender a hacer poemas podamos remitirlo a mejor maestro que la poesía popular, que nos muestra cómo se puede decir sin decir, decir mucho en poco espacio, y además decirlo de manera elegante y memorable. Incluso el error lingüístico, en manos del decir popular, deviene acierto:

Una vez que yo quisí,
fue tu madre y no quisió;
la puñetera’e la vieja
todo lo descompusió,


recordándonos además con ese la puñetera’e  la vieja, que aunque el texto pueda llegarnos escrito, estamos ante una composición oral, en la que son posibles todas las licencias expresivas que la escritura desaconsejo o prohíbe.

    Del poema popular cabe decir, en fin, lo que Ángel González dejó dicho de la poesía en general:

Esto es un poema.

Aquí está permitido
fijar carteles,
tirar escombros, hacer aguas
y escribir frases como:

Marica el que lo lea,
Amo a Irma,
Muera el… (silencio),
Arena gratis,
Asesinos,
etcétera.

Esto es un poema.
Mantén sucia la estrofa.
Escupe dentro.

Responsable la tarde que no acaba,
el tedio de este día,
la indeformable estolidez del tiempo.


1 comentario:

francisco m. ortega dijo...


El deseo de cualquier persona que escribe debería ser el de confundirse con su escritura, ser texto en vez de autor.

https://elsexodelasmoscas.blogspot.com/2019/10/textuales.html