jueves, 9 de diciembre de 2021

Los Secretos de Ana Curra

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He leído estos días dos memorias del pop nacional: Siempre hay un precio, de Álvaro Urquijo, y las Conversaciones con Ana Curra de Sara Morales. Ambos son libros notables y están vinculados de algún modo. Aunque Curra confiesa que encontraba a los Secretos ñoños e insignificantes, los Pegamoides estuvieron en el homenaje a Canito, el batería que acompañaba a los Urquijo en Tos, acto fundacional de la Movida, y ensayaban en los mismos locales que ellos, en Tablada. Unos y otros conocieron los horrores de la adicción y de las muertes tempranas (Canito y su sustituto, Pedro; Eduardo Benavente; y más tarde, ya talluditos pero aun así jóvenes, Enrique Urquijo y Carlos Berlanga). 
 
Para mí no es sencillo establecer qué busco en estos textos. Creo que, como filólogo, estoy educado para buscar el contexto de las canciones que amo. Si pudiera, me gustaría entender cada guiño, cada fuente, cada diálogo con otros textos u obras de arte. Es una sed infinita; aunque puedo imaginar que algún día todo eso deje de interesarme. No será pronto.
 
Pero hay algo más. Un deseo más profundo, más infantil, de establecer un contacto no solo con las canciones, sino con el estado de alma del que emanan; algo que trasciende la mera comprensión, y tiene más de comunión con lo frágil y escurridizo (pero innegable y triunfante) que hay en las buenas canciones. 
 
En fin. Para mí estos libros se quedan siempre cortos en información de calidad sobre las canciones y sus coordenadas técnicas (armonía, melodía, ritmo, timbres; métrica, estructura, arreglos) y vitales (propósito, referentes, percepción del autor y su entorno).
 
Luego está aquello que no busco, pero encuentro y valoro. Estos libros contienen también casos prácticos muy ilustrativos sobre lo complejas que son las relaciones humanas: son historias de camaradería y rivalidad, de fidelidad y traición, de hermandad y desencuentro. Hay parejas fascinantes: el libro de Álvaro tiene tanto de declaración de amor a su hermano como de ajuste de cuentas con él. Ríanse de Paul y John, en lo que a tiras y aflojas se refiere, dependencia mutua y rivalidad desaforada. El libro de Ana Curra es en parte un relato de sus hombres (y sus muertes), todos ellos brillantes, fogosos y trágicos. A veces nos parece estar leyendo la historia de Venus y sus desdichados amantes. Con la importante diferencia de que Ana, aunque sea en cierto sentido una diosa (o al menos una bruja, en un sentido castanédico y junguiano), una suma sacerdotisa del punk gótico, se muere también un poco en cada una de esas muertes, como personilla de carne y hueso que también es, y que lleva como puede una vida accidentada e intensa, compatibilizando la docencia en el Conservatorio de El Escorial (donde es profe de piano) con los descensos a los poblados de la droga o de la selva amazónica y chamánica.
 
Su libro, ya digo, tiene mucho amor y muerte. Pero no faltan tampoco los emparejamientos complicados con otras personas: especialmente con Olvido (Alaska), con la que tanto la une y la separa; y con Berlanga, enemigo de la vena siniestra que Ana potencia dentro de los Pegamoides.
Hay, en fin, en ambos libros mánagers y discográficas voraces, anécdotas y accidentes de carretera, caídas y ascensos, farmacia y hospitales. Todo servido con una clara voluntad de llegar hasta el final, sin ahorrar pormenores sórdidos, y sin esconder, llegado el caso, la parcialidad: en el caso de Álvaro, contra los Problemas, el grupo paralelo a los Secretos con el que Enrique les ponía los cuernos; en el caso de Ana, contra la familia de Eduardo, y en especial su hermano, que la culpa del accidente en que muere este y al que ella presenta como un aprovechado que "se apodera del micro" en los ensayos de Parálisis Permanente (que se hayan publicado maquetas donde canta él indica que la cosa debió de ser bastante más compleja).
 
Son, en fin, relatos de poder y desvalimiento. Ambos son artistas orgullosos de su trayectoria y de permanecer en activo; pero también ligados a muertos carismáticos un tanto omnipresentes, que al quedar divinizados por la muerte se han salido, en cierto modo, con la suya, con el quesito grande del Trivial. El glamour del héroe caído siempre es mayor que el del superviviente, aunque bien mirado sea este quien merece nuestra empatía. Él nos da el libro, o sea, su memoria, para que fisguemos y comprendamos. En el caso de Ana, la entrevistadora, Sara Morales, se merece al menos la mitad de esa gratitud, por la limpieza e inteligencia con que sabe preguntar y conducir la conversa.

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