sábado, 21 de diciembre de 2024

Andrea, el gato y la sombra


 

Con permiso de Andrea González, os traigo sus generosas palabras de presentación de Hacerme sombra, tal como las trajo escritas y tal como sonaron ayer viernes en La Inmaculada, en Navalmoral de la Mata. Andrea es, sencillamente, una de mis escritoras y personas favoritas de todo tiempo y lugar. Fue un privilegio darle clase hace unos años en el IES Augustóbriga y compartir con ella y sus compañeros aquel taller literario que llamábamos Club de lectura, donde tanto aprendimos todos. Presentar su libro, Amordazada, fue un honor, y escucharla ayer, un sueño.

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HACERME SOMBRA

Alejandro fue quien me enseñó la poesía clara, translúcida y opaca, y me dijo que la mía era translúcida, y lo mismo pienso yo de la suya. Llevo siguiendo lo que escribe Alejandro desde que formé parte del maravilloso club de lectura que organizaba en el instituto, y siempre me ha parecido que tenía la capacidad de decir lo que nadie más sabe decir, como si supiera algo que los demás no, y este libro no es diferente en ese sentido.

Una cosa que me parece muy significativa es la elección del título (que también es el nombre del poema central del libro), porque creo que ilustra a la perfección lo que se siente al leerlo. El gato, por ejemplo, es una especie de símbolo que recorre todo el libro, y me parece curioso porque veo muchas cosas en común con la sombra: ambos son dependientes de día, son una especie de “animal doméstico”, que nos sigue allá donde vamos, pero son, en fin, independientes de noche, animales salvajes que nos envuelven en su mundo, y del que ellos y solo ellos son dueños. Y por eso me parece también muy acertada la portada, con la sombra en forma de gato, que se hace grande en comparación al niño, que le mira con esa arrogancia o ese desconcierto con los que siempre miramos lo desconocido, creyendo que lo podemos controlar.

Y la sombra no solo es significativa dentro del libro en este aspecto, sino que también rodea inevitablemente el proceso de lectura, o al menos así es como yo lo he sentido al leerlo, como si los poemas estuviesen envueltos en una especie de cortina, de velo de penumbra desde el que nosotros los contemplamos, sin llegar a pertenecer a su mundo, pero acercándonos sin duda a ellos, como si alguien desde ese mundo extraño al que pertenece la sombra nos tendiese una mano para adentrarnos en él. En este sentido la lectura del libro de verdad se siente como la entrada hacia ese otro mundo, que tiene como referencia este real, objetivo, sin duda, pero en el que lo inerte parece cobrar vida, el tiempo y el espacio se desdibujan en ocasiones y las leyes que lo rigen son completamente independientes de este, y así se genera esa sensación de extrañeza que reina en todo el libro, y que también recorre nuestro interior cuando nos sentimos nosotros y a la vez un extraño, aunque muchas veces ni siquiera seamos conscientes de ello.

Y esto me recuerda inevitablemente a Vicente Huidobro, que también mencionabas en la entrevista de la radio con Leyre, y de hecho estaba esperando que lo mencionases mientras la escuchaba para confirmar mis sospechas, porque Huidobro decía que el lenguaje tiene dos significaciones, una gramatical y otra mágica, y que esta última es la que debía buscar un poeta, que en cierto sentido es un mago, y eso mismo es lo que tú decías en la entrevista, que la poesía es una especie de magia evocadora que es capaz de transportarte en espacio y tiempo hacia otro momento de tu vida, o incluso a momentos que todavía no has vivido, como me ha pasado a mí leyendo este libro, y hacerte volver a lo que sentiste en ese momento, o cómo te sentirás cuando lo vivas, y eso es realmente mágico. También decía que los poemas no debían concebirse como objetos acabados, sino siempre por rehacer, y es algo que yo también he sentido mientras lo leía, porque tenía la sensación de que este libro no es de los que dejas en la estantería una vez acabado y jamás vuelves a él, sino que de alguna forma te atrapa, y te invita a volver a adentrarte en sus versos, en los cuales descubres algo diferente cada vez que los lees, que quizá no habías visto la primera, y eso desde mi punto de vista es impagable.

Volviendo a la cuestión de la sombra, quería decir algunas cosas también relacionadas con la importancia que le dabas en la entrevista a la ambivalencia (que sabes que a mí es un tema que me encanta y en el que pienso mucho, por eso me gustó que lo mencionases) y a la connotación negativa que a veces tiene la sombra en nuestro imaginario.

El libro está dividido en tres secciones, la primera es objetos perdidos, que habla del tiempo, de la memoria; la segunda entresueño, y efectivamente habla del sueño, y la tercera es sentimientos encontrados, y habla del amor, pero también de la muerte, todo ello recorrido por ese manto sombrío que arropa todo el libro, no en el sentido terrorífico de la palabra, sino en el de ese mundo de extrañeza, de subjetividad, de esa realidad mágica que se construye desde los propios poemas, que en ocasiones parecen conversar unos con otros, y entrelazarse como habitantes de esa sombra de la que emanan.

Y esa ambivalencia que es intrínseca a ella también se muestra en cada una de las secciones del libro, porque si perdemos algo significa precisamente que lo hemos tenido alguna vez, incluidos el tiempo y la memoria; si soñamos es porque también podemos estar despiertos, y nos movemos de esa forma cada día entre esos dos mundos, uno consciente, el otro no tanto; si hay desamor es porque alguna vez hubo amor, y si la muerte está presente, es porque inevitablemente nos sentimos vivos, o, al menos, lo estamos.

Por último, quería resaltar un aspecto que también mencionabas en la entrevista, y es esa trascendencia que posee esencialmente lo cotidiano, que es connatural a ello, y que sin duda me parece uno de los fundamentos de este libro. Precisamente al hablar de situaciones íntimas, cotidianas, de instantes del pasado que forman parte de una vida concreta, consigue hablar de la intimidad de todos, de un sentimiento universal que es compartido por la humanidad, que en muchas ocasiones también se ha sentido todo y a la vez nada.

 Al final, los momentos más pequeños en nuestra memoria son los que inevitablemente se vuelven más grandes a medida que nos vamos alejando de ellos, y cuando dejamos este mundo, estoy segura de que lo que queda de nosotros son pequeños trocitos de esos instantes que alguna vez formaron parte de nosotros, y que luego recogen los que se quedan para hacerlos suyos. Esa sensación de eternidad que conseguimos al recordar lo que ya no está o crear lo que nunca ha sido es la que yo he tenido el placer de encontrar en este libro, y por eso mismo os invito a su lectura porque, quién sabe, quizá descubráis cosas de vosotros mismos que no habíais visto antes en vuestro interior, escuchéis las palabras de ese otro yo que os habla a veces desde el subconsciente, desde ese otro mundo tras la puerta de atrás, y os sintáis un poquito más completos, más vivos.

(Andrea González)

viernes, 1 de noviembre de 2024

Hora de sátiros


Drunk on symbols
. Con estas palabras describía recientemente Richard Dawkins a Jordan Peterson, con la intención de invalidar su enfoque sobre la vida y sus asuntos. Obviamente, la eficacia del golpe reside en el acierto metafórico: Dawkins habla el lenguaje del enemigo para mejor (za)herirlo, presentándole como un acólito (no especialmente despierto) del séquito de Dionisos, una víctima de dudosas iluminaciones. Como dijera Antonio Machado de sí mismo, «En mi soledad / he visto cosas muy claras / que no son verdad». Si se mira un poco atrás, reproches parecidos se pueden encontrar en Baroja y otros: los idealistas alemanes son como un licor que emborracha al lector, frente a la sobriedad empirista de los anglosajones. Por ese camino, termina uno en la vieja polémica helenística entre los bebedores de vino y los de agua, los inspirados y los que transpiran.

Así que no seguiremos por ahí, más allá de anotar que la eficacia del reproche de Dawkins depende del uso hábil de la metáfora y de su sustrato mitológico y simbólico: parece, en algún sentido, justo combatir el fuego con el fuego, como en esos cuentos en que se derrota al dragón enfrentándole a un espejo, o esos templos en que se colocan Gorgonas o gárgolas, a modo de monstruos amaestrados, domésticos, para rechazar a los otros monstruos, los ferales o salvajes. (Después de todo, ¿no nació de este modo la amistad entre el hombre y el perro, ese lobo traidor a su especie?)
 
En el mismo intercambio de ideas con Peterson, declara Dawkins que a él le interesan los hechos, no los dragones. Implícitamente, rechaza no solo lo obvio (que los dragones sean reales) sino su reverso, más interesante (que los hechos, a veces, tengan algo que recuerda a los dragones; de modo que el conocimiento sobre los dragones pueda arrojar alguna luz sobre ciertos hechos). 
 
Al mismo tiempo, va unida a Dawkins la idea de que gran parte del discurso humano, si no la totalidad de este, consta de memes: secuencias de palabras (y, a través de estas, de imágenes) que se instalan sin permiso en quien las lee o escucha y tienden a asentarse en él, mutar y provocar que quien las recibió las expela más tarde, a la manera de una enfermedad infecciosa.
 
Creo que no costaría mucho demostrar que muchos de los memes de los que habla Dawkins tienen una naturaleza metafórica y simbólica. Más grave aún: se puede sospechar (como dirían mis hijos, sin pruebas, pero sin dudas) que no hay actividad humana sostenida que no se sostenga en buena parte sobre un entramado de memes que forman un relato. Entender una determinada mentalidad, captar su espíritu, es dejarse afectar por sus espíritus, olisquear sus alcoholes. 
 
Digo todo esto porque no puedo evitar en estos días acordarme del ballet campestre de la antigua Grecia, donde las ninfas, siempre jóvenes y con la sana intención de mantenerse siempre vírgenes, son objeto de la persecución de los sátiros, decididos a gozarlas, aunque sea a través del engaño o aplicando la fuerza. No es que las ninfas ignoren las mieles del amor: pero prefieren saborearlas, en todo caso, en compañía de su reina, Ártemis, o en los brazos unas de otras. Si alguna se enamora de un mortal (como le sucede a Eurídice con Orfeo), le espera la muerte (o peor, como le sucede a Arwen con Aragorn: la experiencia horrible de ver envejecer y morir a su amado mientras ellas permanecen inmutablemente jóvenes). 
 
Los escritores griegos y latinos sugieren que en este ballet de la ninfa perseguida por el sátiro hay veces que la ninfa se deja atrapar o convencer: quizá por probar, aunque sea una vez, qué es eso que no debe pasar, qué goces son esos que vuelven al sátiro imparable en sus tretas o en su violencia. Después de todo, en el mundo de los dioses griegos hay maneras de restaurar la inocencia que dejan muy atrás los torpes zurcidos de Celestina. Ninguna ninfa dejó de serlo por dejarse alcanzar de vez en cuando. No solo la carne puede restaurarse; también la memoria se puede, gozosamente, desvanecer (todavía Peter Pan conoce y aplica esta manera atávica de lidiar con el pasado).
 
¿Algo de esto subyace en los discursos sobre hombres y mujeres que leemos hoy en día? Yo, drunk on symbols, diría que sí. Que vivimos la transformación de lo real (de nuestra percepción de lo que pasa) a partir de algunos principios que tienen su base en lo subconsciente, en lo simbólico: el sexo, primero prohibido por su potencial disolvente, luego trivializado como un bien de consumo más, está en pleno proceso de (re)demonización. El deseo masculino es hoy el de los sátiros: como dijera Freud del deseo en general, es perverso y polimorfo. Los sátiros no pueden ser amigos (ni aliados) de las ninfas: si se fingen tales, es para que estas les permitan (les consientan) una cercanía que acabarán lamentando.
Irónicamente, en este regreso del deseo a las sombras no se le acusa de ser, como en la época del viejo puritanismo, una amenaza contra el orden social vigente, sino más bien un factor regresivo que nos devuelve a un orden social superado (el patriarcado) o impide su derrota definitiva. 
 
En cuanto a las ninfas, declararlas siempre víctimas de quienes las desean o las aman no impide constatar, en palabras de Moderna de Pueblo, cuánto daño hicieron las 50 sombras de Grey: es decir, admitir que muchas de ellas acabaron encontrando seductora y excitante de noche la misma masculinidad agresiva y dominante contra la que luchaban de día. Lo que se arroja por la ventana en forma de modelo caduco y tóxico de relación regresa por la ventana, cual vampiro en Salem’s Lot, pidiendo que lo dejemos entrar como juego erótico, fantasía de vigencia limitada y secreta. 
 
De ahí que en algunos relatos nos parezca leer no solo la historia de alguien que fue víctima de un agresor más fuerte y astuto, sino la historia de alguien que ha pecado contra sus propias convicciones, vendido a bajo precio su dignidad, y encuentra en la confesión-denuncia pública, y el aplauso entusiasta de sus pares, la absolución equivalente al baño en el Leteo que devolvía a las diosas su inocencia. No en vano nuestro sistema penal lleva toda la vida combatiendo a las sociedades criminales a través de la figura del arrepentido, al que se le perdonan o minimizan sus responsabilidades penales a cambio del servicio que presta como delator de sus antiguos cómplices. 
 
A día de hoy, es dudoso si lo que se espera es que los sátiros se reformen (vestirse sería un avance) o que las ninfas logren una orden de alejamiento global de todos ellos, liberando la campìña de su penetrante olor a choto: algo con lo que ya soñó en los sesenta Valerie Solanas, la fundadora de SCUM (Society for Cutting Up Men). A los que no terminamos de embriagarnos con esta perspectiva, nos cabe recordar esa escena de 'En compañía de lobos' en la que la niña pregunta a su madre, tras captar lo animado de su actividad nocturna, si papá le hace daño cuando hacen ‘eso’:
 
ROSALEEN: (uncertainly) Mummy. . .
MOTHER: Yes, pet?
ROSALEEN: Does he hurt you?
MOTHER: (calmly) Does who hurt me?
ROSALEEN: Does Daddy hurt you. . . when he. . .
MOTHER: (firmly) No, not at all.
ROSALEEN: It sounds like. . .
MOTHER: Like what?
ROSALEEN: Like the beasts Granny talked about.
MOTHER: You pay too much attention to your Granny.
She sits on the bed beside ROSALEEN.
MOTHER: She knows a lot, but she doesn't know everything. And if there's a beast in men, it meets its match in women too. Understand me? Get up and fetch me some water.

jueves, 25 de julio de 2024

La hora de la cita

 


Ni como autor ni como lector soy muy dado a las citas. Así que empezaré haciendo una (aunque de memoria, que son las que mejor llevo). Dice Cioran que 'en un libro de psiquiatría, solo me interesa lo que dicen los pacientes; en un libro de crítica, las citas'. Citar a alguien, sobre todo si está muerto, es a la vez cómodo e inquietante. Tiene algo de Ulises oreando la sangre durante la visita al Hades para que se acerquen las almas de los grandes de antaño, como Aquiles o Palamedes. Acaso fueron estas gentes, en vida, intratables y distantes; pero ahora están muertos y no hay fuerza de voluntad capaz de salvarles del conjuro que los convoca. ¿Merecía la pena llamarlos? 
 
No es asunto que se pueda resolver de una tacada. Habrá veces que sí. Pero yo diría que son las menos. ¿Para qué cita la gente? O, lo que no es lo mismo, ¿qué le dicen las citas al lector? 
 
Por de pronto, entre la cita y lo que sigue siempre hay un abismo: generalmente, el que va de un texto consagrado, amado por las gentes (a veces durante siglos), a otro, si no amateur, por decantar, un actor ilusionado que acude a la audición sin saber si el lector del poema aplaudirá, pasará de página o cerrará directamente el libro al segundo verso. Hacer citas, desde ese punto de vista, supone ponérselo a uno mismo especialmente difícil. Es como empezar tu composición con un compás inmortal de Beethoven. Va a ser difícil que añadas después nada que no quede pálido y, sobre todo, irrelevante.
 
A pesar de todo, la gente cita (¿no he empezado yo haciéndolo?). Hay motivos interesantes para ello. Por ejemplo, el agradecimiento. He dado por sentado antes que uno cita a gente famosa, a valores bien establecidos. Pero no siempre es así. A veces se cita al revés, a gente que uno considera que no tiene el reconocimiento suficiente. Es una cita proselitista y, si se quiere, snob: no conocías a Fulano o a Mengana, ¿eh? Pues mira lo que escribieron. Y desde esa admiración, sigamos. Puede valer. Yo lo hago a menudo con García Calvo o Isabel Escudero: no son clásicos, pero son mis clásicos. Si alguien que me lea los descubre en mí y pasa a leerlos, ya puedo decir que he hecho algo de valor con mi palabrería.
 
No está muy lejos este uso reivindicativo de otro que ayuda al lector a situar lo que está leyendo dentro de una determinada tradición. Pongamos un libro cuyas citas son, por este orden, de Antonio Machado, Gil de Biedma y García Montero; al lado, tengo otro que cita a Breton, Octavio Paz y Leopoldo María Panero. Ambos libros nos lo están poniendo fácil. Es como si el autor nos dijera de qué pueblo es y a qué juegos jugó de pequeño. No hay nada malo en esto, per se. O si lo hay, quizá lo proyecta el lector malsín, que puede sospechar que con esas citas el autor se está incluyendo a sí mismo en un desfile, una corriente, donde no está claro, de momento, que merezca figurar. Es una apuesta: puede salir bien o mal. En todo caso, tiene algo de obvio. 
 
Por último, dejo las citas que me parecen más ambiciosas. Si salen bien, son sin duda las mejores; si fracasan, las más dadas a provocarnos vergüenza ajena. Me refiero a aquellas en las que la cita se integra en el texto que la incluye; o, visto de otro modo, aquellas alrededor de las cuales se genera un texto que propone leer el contenido de la cita de un modo distinto, complementario, opuesto o simplemente divergente al que tenía en el original. Es el equivalente a coger un sample de un disco de jazz y hacer con él una pieza de música urbana (que es como llaman ahora al hip hop, en alguna de sus muchas mutaciones). O de aquellas veces en que ELP u otros rockeros sinfónicos tomaban motivos de sus músicos clásicos favoritos para integrarlos en su propio discurso. Estas citas enfurecerían al autor o lo llenarían de gozo: en todo caso, me parece claro que le interesarían. Como lector, a mí también.

martes, 16 de enero de 2024

Coprofundis (Camilo de Ory)


 Coprofundis, de Camilo de Ory - Zenda

No suelo leer libros 'de humor', pero he hecho una excepción con este de Camilo de Ory, y en buena hora. Haciendo realidad las fantasías de sus haters, el bueno de Camilo ingresa en la cárcel de Soto del Real para pagar por sus inmundos chistes sobre niños muertos. Empieza ahí una novela-diario que es un homenaje múltiple: al 'De profundis' de Wilde, del que toma y adapta el título; a las pelis de cárceles y escapatorias; al cine quinqui y a nuestra mejor literatura picaresca.
 
La figura enigmática de un leprechaun (cuya identidad todos sospechamos) le acompaña (sería mucho decir que le guía) en sus aventuras por el talego (afortunadamente ficticias, pero de un realismo impecable), que incluyen observaciones agudísimas sobre la religión (memorables las correspondientes a los aleluyas, los católicos y los islamistas), las relaciones de poder (tanto con las autoridades oficiales, como el director de la cárcel y sus funcionarios, como con las oficiosas, aún más temibles y arbitrarias: los kíes) y el ambiente anal y naif de la cárcel. 
 
A través de las figuras del educador y la psicóloga de la prisión, Camilo deja claro que sabe cómo lo ven los que lo odian, y que, con bastante razón, los desprecia hondamente. All in all, es uno de los mejores libros que he leído en mucho tiempo (y de los más informativos sobre diferentes aspectos de la realidad, tanto del talego como de la sociedad en general), y sin embargo tengo la sensación de que se le ha hecho el vacío: no he encontrado reseñas, ni buenas ni malas, en la Red. Así que yo les animo a vencer cualquier resistencia que tengan y entrar en el mundo de Camilo. Si no salen deseando invitarle a una caña, yo les invito a dos. (Aunque no se las merezcan.)