Cambio de tercio (no sólo de la luna vive el hombre). Escribí
algunas cosas sobre Rick Wright, teclista de Pink Floyd, cuando estaba vivo, y no supe (quizá ni siquiera quise) añadir nada inteligente cuando
falleció.
Ahora, he encontrado algo sobre lo que sí me apetece hablar: un vídeo grabado pocos días después (23/9/08) en el que su compañero Dave Gilmour toca en directo «Remember a Day», una de las pocas canciones que Wright compuso para el grupo, incluida en el segundo elepé de Pink Floyd,
A Saucerful of Secrets (1967).
Miguel Ángel Velasco escribió versos memorables en
La vida desatada sobre los supervivientes y el legado agridulce que arrastran. Habitados por los muertos cercanos, su presencia nos produce una sensación extraña: uno no sabe si
eso es ya parte de uno o si se trata de un territorio anexo donde siempre estaremos de paso, en condición de invitados (o intrusos). Las 'creaciones' de los amigos perdidos son criaturas que nos han dejado en custodia, huérfanos que uno no puede resistirse a proteger y mimar, aunque nunca vaya a tratarlas con el acierto del autor.
Los grupos de los 60 son ya sesentones, y la situación se repite con frecuencia. Los artistas más concienciados no quieren saber nada del pasado, salvo en clave de Tzara: para descartar lo que ya se logró y elegir nuevos retos. Otros músicos, como Gilmour y McCartney, han asumido como legado la música de los amigos que ya no pueden tocarla (Wright, Lennon, Harrison) y la interpretan, pienso, no tanto como homenaje conmemorativo, sino como celebración de lo mucho que sigue vivo en aquellas propuestas.
No quiero caer en un juicio, que me llevaría por ejemplo a hablar mal de la búsqueda implacable emprendida por Robert Fripp, uno de mis artistas favoritos, enemigo feroz de la nostalgia; pero confieso mi simpatía por los segundos, los artistas que se saben supervivientes y beben sin reparo de esa experiencia propia y apropiada. En un artista menos dotado que Gilmour o McCartney (pienso en Álvaro Urquijo, que mantiene activos Los Secretos, con un repertorio basado en los hallazgos de su hermano muerto, Enrique), la fidelidad al patrimonio resulta una jugada obligada (la otra opción sería, verosímilmente, dejar la música, o al menos pasar al
underground). A falta de otras opciones viables, la fidelidad al pasado no resulta
per se objetable, pero tampoco emociona. Lo grande es que Gilmour, citado para presentar su ultimísimo disco, se pase la promoción por el forro y elija en cambio tocar una cara B de Wright de hace 41 años, simplemente porque lo amaba y le apetece darnos el gusto. (Y que lo haga tan bien, encima.)