Los amigos de lo desconocido son mis amigos. De la mano del azar (
seguro azar, lo llamó el poeta) llegué hasta santa Verónica, sobre la que tuvieron la amable ocurrencia de pedirme una entrada los sabios alemanes de la
Enciclopedia del Cuento. Se trata, en efecto, de una santa de cuento, igualmente desconocida del Evangelio (canónico) y la historiografía.
La hazaña por la que es más conocida (haber entregado a Cristo, de camino al Calvario, un paño para que el Redentor se limpiara el rostro) es una innovación bastante tardía (siglo XIII), que viene a mejorar una historia anterior. Por su ayuda al Redentor en este trance, Verónica se convierte en el negativo de Ahasvero o Asuero, el Judío Errante, condenado a vagar hasta el fin de los días por haberse negado a compartir con Cristo el peso de la Cruz.
La historia, tal como venía contándose desde el 500 d.C. (menos, más), era bastante distinta: una matrona de Jerusalén (aunque nacida quizá en Paneas), llamada Verónica, se convirtió en discípula de Cristo después de que éste le curara con un toque la hemorragia que venía sufriendo desde hace doce años. (El personaje, pues, se identifica con la Hemorroísa, personaje que sí aparece en los evangelios sinópticos: Mt. 9.20; Mc 5.25; Lc. 8.43). A partir de ese momento, quisiera estar con Él a todas horas, y sufre indeciblemente cuando lo ve partir a sus divinas labores. Por ello, decide encargar a un pintor (que a veces es el evangelista Lucas) un retrato de su Amado, que le sirva de consuelo en las tardes largas. Sin embargo, el pintor no puede cumplir el encargo (aunque, según algún narrador, lo intente sin éxito hasta tres veces). En la versión que parece más antigua, cuando Verónica se dirige a casa del pintor, Jesús se hace el encontradizo y le pide que le deje ver el lienzo. Llevándoselo al rostro, deja dibujadas en él sus facciones.
Semejante reliquia no podía quedar sin uso. Cuando Cristo ya ha muerto (y resucitado), el emperador Tiberio es víctima de una enfermedad que lo consume sin tregua. Llega a sus oídos la historia de un sanador maravilloso que sólo opera en provincias, y envía a un hombre de confianza, Volusiano, para encontrarlo. Una vez en Jerusalén, Volusiano descubre que Pilato ha dado muerte, dizque obligado, al Hombre Maravilla; pero (otra vez el azar) mientras camina cabizbajo viene a dar con Verónica, que le cuenta los pormenores de la Pasión y le muestra la Faz de Dios. Los tres (enviado, hallada y reliquia) viajan a Roma, y allí el emperador, literalmente encantado al conocer la Verdad, cura de su dolencia y dispone un castigo adecuado para Pilato. Verónica se queda a vivir en Roma, donde conoce al Papa Clemente, al que lega su divino tesoro. (Y, en efecto, desde el año 705 se exhibe en la Basílica de San Pedro un trofeo que pretende ser la imagen legada por la santa).
El cambio que se produce en el siglo XIII es profundo: ya no se trata de una imagen encargada por Verónica, un simulacro que venga a sustituir, tal premio de consolación, la ausencia del Amado, sino de un don de Cristo con el que éste retribuye la entrega desinteresada del paño. Aunque resulte más evidente en la versión actualizada, también en la primitiva hay demasía,
bonus track: Verónica busca un retrato convincente, pero recibe mucho más que eso, una imagen verdadera (
vera icon), que se opone a la meramente aproximada de cualquier obra de arte (artefacto).
La idea de que Verónica sea, precisamente, un anagrama de
vera icon circula desde al menos comienzos del siglo XIII, en que Gervasio de Tilbury la puso en marcha. Puede ser uno de esos casos en que no, pero sí. Me explico: en los textos más antiguos que tenemos sobre el personaje (varios apócrifos griegos, que forman el llamado Ciclo de Pilato), éste recibe el nombre de
Bernice o
Berenice. El nombre se había puesto de moda a partir de la reina egipcia Berenice, y es en realidad una variante macedónica de
Ferenice, «portadora de la victoria» (recordemos que los reyes de Egipto desde época helenística, los Lágidas, son de origen macedonio: el fundador de la dinastía, Ptolomeo, es uno de los generales de Alejandro, que a la muerte de éste se queda con la porción egipcia del Imperio).
Un cambio casi intrascendente del vocalismo (
Berenice >
Beronice) nos lleva al latín
Veronica. O sea, que no —si no fuera porque el nombre propio convive con un sustantivo común,
veronix, que según Corominas y Pascual es probablemente pariente del sánscrito
varnika, «pintura», y ha dado el castellano
barniz. Sin dejar de provenir de
Berenice-
Beronice, el nombre de la santa vendría, pues, a sonar como "Santa Pintura", "Santa Barniz" —lo que encaja admirablemente con la leyenda que protagoniza.
El carácter legendario de Verónica no impide su presencia en el santoral católico: su onomástica se celebra el 4 de febrero, y, en correspondencia con su historia, se la considera patrona de los moribundos y heridos, así como de las lavanderas y tejedoras de lino.
El camino que va de santa Verónica a
la Verónica espiritista, fantasma de los espejos, está por explorar. La coincidencia (en ambos casos se trata de una imagen prodigiosa y sangrienta) no parece casual —a no ser que se trate de otro seguro azar, el último (por el momento) de una historia pródiga en ellos.