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domingo, 15 de noviembre de 2020

El mayor poeta de la humanidad

El lado nada romántico de Bécquer 

…no sabemos quién es, ni si es hombre o mujer. Ni acaso importa saberlo.


Bécquer, que ciertamente no fue el peor, dejó escrito que Anónimo es el gran poeta de la Humanidad. Pensaba sin duda al decirlo en la poesía popular, de la que él aprendió tanto; no solo la poesía lírica, sino también la épica (el Poema de Mio Cid, por ejemplo). Incluso obras importantes en prosa como el Lazarillo de Tormes han llegado hasta nosotros como anónimas. (No parece que anónimo signifique lo mismo cuando lo aplicamos a una copla popular o a un refrán que cuando nos referimos a un manifiesto o sátira, como el Lazarillo, cuyo autor prefiere permanecer anónimo. Pero ya volveremos sobre eso.)


Antonio Machado, otro enamorado de lo popular, era profesor (de francés), pero creó un alter ego llamado Juan de Mairena, un profesor de gimnasia que da clase de Retórica, es decir, de cómo hablar de manera hermosa y persuasiva. En boca de Mairena pone Machado sus mejores reflexiones. Una de ellas tiene que ver con lo que nos ocupa: Anónimo no es aquello que no tiene autor, sino aquello cuyo autor no importa.

La observación es importante porque estamos tan acostumbrados a ligar obra y autor que nos resulta difícil, quizá incluso inconcebible, imaginar una obra sin autor. Machado nos da la clave para entender esta paradoja: alguien tiene que tener la ocurrencia genial que lleva a decir cosas como Navalmoral de la Mata / es un pueblo de primera / que tiene por monumento / a la Piedra Caballera o Si piensas que en ti piensa / mi pensamiento, / piensas en una cosa / que yo no pienso. Pero esa persona brinda su ocurrencia a la comunidad para que esta haga con ella lo que quiera y pueda. De modo que quizá cuando la copla llega a nosotros, no es exactamente el mismo texto que se le ocurrió al autor inicial. Puede haber mejorado o empeorado; pero raro será que no haya sufrido cambios en el proceso.

Si esto es cierto de algo muy breve, como un refrán o un cantar, todavía es más evidente de algo de ciertas proporciones, como un cuento popular, un romance o una leyenda. Hablando de los romances, Ramón Menéndez Pidal, el padre de los estudios sobre el Romancero, dijo que viven en variantes: es decir, que mientras permanecen vigentes en la memoria popular, están mutando continuamente. Si preguntamos a dos personas de la Vera por el romance de la Serrana, podemos estar casi seguros de que los textos que nos van a cantar (y acaso incluso la toná, la melodía) no van a ser exactamente iguales.
Este carácter de work in progress de lo popular se hace evidente, por ejemplo, cuando preguntamos a varias personas por una canción infantil que seguramente conocen. Empieza así:

Al pasar la barca,
me dijo el barquero:
—Las niñas bonitas
no pagan dinero.
—Yo no soy bonita
ni lo quiero ser...


pero ¿cómo sigue? ¿Será acaso Yo pago dinero como otra mujer? ¿O acaso Arriba la barca de santa Isabel? ¿O, todavía, Las niñas bonitas se echan a perder, o Maldito dinero, maldito parné?

Lo cierto es que esa canción aún se esta componiendo (y descomponiendo) en la memoria popular, y lo mismo le sucede a Don Federico mató a su mujer o a cualquier otra canción que esté viva en el folklore. Podemos apresar una versión, una de sus mutaciones, igual que podemos grabar en vídeo o fotografiar a una persona. Pero solo eso. La canción en sí está formada por todas sus variantes posibles (o al menos, por todas las variantes podidas): no es una partida de ajedrez jugada de una vez para siempre, sino una apertura que se puede jugar y resolver de distintas formas.

Este carácter abierto, mutante, de lo popular, es una de sus características más interesantes. Curiosamente, es un caso de No hay mal que por bien no venga: pues lo que hace que las personas cambien los textos que han aprendido no suele ser un deseo consciente de mejorarlos, sino una incapacidad para recordarlos con exactitud.

Es en este combate entre la memoria y el olvido donde el texto popular obtiene otra de sus prendas más atractivas: su carácter minimalista. Tendemos a recordar solo lo esencial, solo lo más llamativo y acertado. No hay en el mundo crítico más exigente que la memoria colectiva: solo se queda con lo que realmente la convence, y antes o después acaba librándose de todo lo demás.

De modo que donar nuestras ocurrencias al acervo colectivo supone renunciar a detener ni patrullar los cambios que se puedan producir en ellas. Es como si nuestras obras se hubieran hecho mayores de edad y se fueran de casa: para no volver, o para volver en vete a saber qué estado: probablemente distintas, incluso irreconocibles.

Manuel Machado, el hermano de Antonio, meditó sobre esto a partir de una anécdota real que le sucedió: aficionado al flamenco, en una ocasión escuchó a una cantaora cantar con mucho sentimiento unos versos que le recordaron poderosamente a los que él mismo había escrito en alguno de sus libros. Cuando acabó la canción, preguntó a la muchacha si sabía de quién eran esos versos, y esta le dijo que no, que los había aprendido de su abuela, y que eran versos que se cantaban en su familia desde hace siglos.

(En eco acaso de esta anécdota, Eliseo Parra canta en uno de sus discos lo siguiente:

Ahora voy a cantar yo
una cancioncita nueva
que, cuando nació mi madre,
ya la cantaba mi abuela.
)


El suceso podría significar muchas cosas. Quizá Manuel Machado conocía la copla desde pequeño, la había olvidado y la volvió a componer, sin saber que ya existía. O quizá su poema había acertado a mimetizarse con las coplas flamencas con tanto acierto que se había infiltrado entre ellas y había pasado a ser una más.

Así lo explica él, dirigiéndose a otro poeta que se quejaba de lo mismo:

LA COPLA

Hasta que el pueblo las canta,
las coplas, coplas no son,
y cuando las canta el pueblo,
ya nadie sabe el autor.

Tal es la gloria, Guillén,
de los que escriben cantares:
oír decir a la gente
que no los ha escrito nadie.

Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar,
aunque dejen de ser tuyas
para ser de los demás.

Que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad.


    Agustín García Calvo, otro nombre importante más en esta cofradía de devotos de lo popular, comentaba que no había en el mundo poeta tan miserable que, si le dieran la opción de ser recordado él, pero al precio de que se perdieran todos sus versos; o bien que sus versos sobrevivieran en la memoria de la gente, pero nadie supiera quién los había hecho, no eligiera sin dudar lo segundo.

    Hay, pues, un sacrificio personal (él lo llamaba quitarse de en medio) en esa cesión a lo popular. El autor de algo que pasa a se tradicional renuncia a la fama y a los derechos de autor de su creación.

    Pero en realidad eso es lo menos importante. Lo más difícil, como suele pasar, está antes de empezar a componer su obra. Consiste en quitarse de en medio en un sentido más profundo: renunciar a hablar de sí mismo en cuanto individuo peculiar e irrepetible para poder optar a decir algo que sea de interés general, como una prenda de ropa que cualquiera puede ponerse, o una palabra, que cualquiera puede pronunciar y usar.

    Dicho de otro modo: tanto el autor que busca decir algo realmente interesante (no para él, sino para cualquiera) como la memoria colectiva que descarta todo lo que no es esencial trabajan en el mismo sentido, el de la memorabilidad. Dar con algo que merezca la pena recordar: no por quién lo dijo, sino porque cualquiera puede decirlo y sentirlo como propio, como ajustado a su situación.

    Ya que hemos citado a varios autores enamorados de lo popular, estará bien recordar algunos de los versos que nos han dejado en los que precisamente juegan a ser pueblo, a decir una verdad traspersonal; y lo hacen utilizando las formas características de nuestra poesía popular, que son los versos de arte menor y la rima asonante en los versos pares.

    Así, Bécquer escribe:

Por una mirada, un mundo,
por una sonrisa, un cielo,
por un beso… yo no sé
qué te diera por un beso.


Con ese mismo material expresivo de partida, el de la copla, su compañera de generación, Rosalía de Castro, escribe hacia el final de su vida este terrible resumen de su vida en pareja:

—Te amo... ¿por qué me odias?
—Te odio... ¿por qué me amas?
Secreto es este el más triste
y misterioso del alma.

Mas ello es verdad... ¡Verdad
dura y atormentadora!
—Me odias, porque te amo;
te amo, porque me odias.


    Por su parte, Antonio Machado escribe:

Dices que nada se pierde
y acaso dices verdad,
Pero todo lo perdemos
y todo nos perderá.


    Su hermano Manuel toma el mismo instrumento, y a él le suena, por ejemplo, así:

Han alargado tu calle,
que ahora llega hasta la plaza,
y antes no llegaba más
que a la puerta de tu casa.


Poemas, todos ellos, sencillos en la métrica, y a veces en la expresión, pero sustanciosos y complejos si pensamos en lo que quieren decir.

    En especial, en la copla de Manuel Machado encontramos un saber decir muy peculiar que él supo tomar de la tradición popular, y al que a veces me refiero como escribir entre líneas, decir sin decir. Lo que se sugiere es tan importante como lo que realmente se dice.

    En su poema, cabe una lectura literal (que hayan hecho obras en la calle donde la persona a la que se dirige vivía, conectándola con la plaza); pero la lectura interesante es la que desmiente ese sentido literal: la calle sigue siendo la misma, y lo que ha cambiado es la relación entre el poeta y la mujer a la que se dirige. Antes él iba a esa calle solo para verla, y ahora pasa de largo por su puerta y sigue su camino hasta llegar a la plaza, al encuentro de otras personas, y quizá otros amores.

    Esta técnica se llama simbolista: consiste en trasmitir emociones a partir de objetos reales, que sin dejar de ser eso, objetos reales, se convierten también una pantalla en la que se proyectan elementos internos. Así, la calle se convierte en realidad en un camino, un trayecto: es el trayecto el que antes se acababa en la puerta de su casa. Y la visita a su casa es a su vez una manifestación del deseo de verla, de estar con ella, acaso de entrar en ella, como un amante entra en el alma y el cuerpo de su amada, convertido en huésped de los mismos.

    La ventaja del simbolismo es que permite tratar temas tabú, como la sexualidad, sin escandalizar a nadie ni atraer la atención del censor. En Japón, un país de sexualidad curiosa, en cuanto en una película aparece un órgano sexual, se pixeliza de modo que no lo podamos ver con claridad. En la poesía popular medieval, en cuanto aparece una escena sexual, se pixeliza igualmente, se codifica, mediante el uso de símbolos vegetales y animales: el sexo femenino se convierte en una rosa, la sangre derramada durante el primer coito se convierte en la de un ciervo herido por el cazador, y el sexo lubricado se convierte en las aguas de una fuente, que la sangre del ciervo vuelve (enturbia).

    Esta manera de decir sin decir de la poesía popular la convierte en pionera de la corriente literaria simbolista (que practican ya Bécquer y Rosalía, y tras ellos los modernistas): una poética de la sugerencia, de lo traslúcido.

    Pero la poesía popular va todavía más allá en ocasiones y conecta directamente con las vanguardias:

En la mar hay un pescado
que tiene la cola verde.
Desengáñate, María,
que tu novio no te quiere.


*


No bebas agua del pozo,
bébela de la laguna,
que aunque soy hija de pobres,
no me cambio por ninguna.


    A veces, la comparación entre dos versiones de la misma canción nos ofrece la oportunidad de ver cómo se codifica y oscurece el mensaje al pasar por la máquina simbolizadora: leemos

¿Cómo quieres que vaya
de noche a verte
si hay un río en tu puerta,
no tiene puente?


y entendemos sin entender, valga la paradoja: sentimos que del verso 2 al 3 ha habido un cambio de plano, hemos pasado del lenguaje común al simbólico, con ese río y ese puente que nos dejan pensativos. Y, en ese punto, otra versión del mismo poema acude en nuestro auxilio y nos dice:

¿Cómo quieres que vaya
de noche a verte
si le temo a tu madre
más que a la muerte?


    En suma, no parece que a ninguna persona interesada en aprender a hacer poemas podamos remitirlo a mejor maestro que la poesía popular, que nos muestra cómo se puede decir sin decir, decir mucho en poco espacio, y además decirlo de manera elegante y memorable. Incluso el error lingüístico, en manos del decir popular, deviene acierto:

Una vez que yo quisí,
fue tu madre y no quisió;
la puñetera’e la vieja
todo lo descompusió,


recordándonos además con ese la puñetera’e  la vieja, que aunque el texto pueda llegarnos escrito, estamos ante una composición oral, en la que son posibles todas las licencias expresivas que la escritura desaconsejo o prohíbe.

    Del poema popular cabe decir, en fin, lo que Ángel González dejó dicho de la poesía en general:

Esto es un poema.

Aquí está permitido
fijar carteles,
tirar escombros, hacer aguas
y escribir frases como:

Marica el que lo lea,
Amo a Irma,
Muera el… (silencio),
Arena gratis,
Asesinos,
etcétera.

Esto es un poema.
Mantén sucia la estrofa.
Escupe dentro.

Responsable la tarde que no acaba,
el tedio de este día,
la indeformable estolidez del tiempo.


viernes, 13 de noviembre de 2020

Canción de las brujas (Tomás Segovia)

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Unas cuantas veces, siempre con placer, he recordado aquí a Tomás Segovia, poeta que fuera español y mexicano, exiliado y retornado, muy estimado por los que lo leen pero aún ignorado de muchos, acaso por alguna resistencia suya a los tejemanejes que suelen regir el éxito comercial de los autores. 

Hablando con mis alumnos del taller literario Condiciones de Luna de lo popular y lo culto, y su influencia mutua, recordé este poema, mi favorito de Segovia, incluido en su libro Anagnórisis (1967). Enlacé en su momento una reproducción del número de La Rosa Por Defecto donde lo publiqué hace años; pero no hará daño recordarlo otra vez, para que las buenas gentes lo puedan hallar y disfrutar. Recordad, en cualquier caso, que el libro que contiene este poema y otros no menos notables está disponible en Galaxia Gutenberg. Encargadlo en vuestra librería de barrio y haréis felices a no pocas personas. 

 *

Canción de las brujas

 La bruja Pirulí
de día no hablaba
de noche sí
jugaba de día
de noche hacía así

la bruja Rebruja montada en su escoba
por todos los rincones a la vez de la alcoba
miraba y remiraba
y le caía la baba
vieja revieja rebruja mujeruca
(pero siempre está detrás de tu nuca
y nunca jamás ninguno la ha visto
ni el más listo relisto)

la bruja golosa amarilla y flaca
con su ji  ji ji
y su je je je
y su ja ja jaula
y su que te como y que no te como
y enseña el meñique si estarás ya gordo

tía la mi tía
la que hila en la rueca
di ¿dónde tenemos las mantecas?
más adentro que las tripas
más a lo hondo que los hígados
por las entretelas
por los entresijos
ay bruja que no
ay que no me seques
ni me toques
ni me saques
las mantecas

tía la mi tía
dígasme por Dios
¿y si me comiera el fraile Motilón?
el fraile sin capucha
el fraile sin cordón
el fraile Motilón
comelón
sí tiene capucha y cordón
lo que no tiene es fraile
es un sayal sin nada
por dentro
sólo un vacío oscuro
qué miedo
te come y no te masca
te traga entero
te agarra y te mete en lo negro
el fraile Motilón
el tío Tomasón
el tragón
 
dime la mi abuela
Dios te valga
si habré ya pisado pasado
la raya
 
dime dime
por lo más agriado
si voy ya hacia el otro lado
y el hada madrina
y el hada madrastra
embrollan el rastro
varían de rostro
mudan de contraste
la buena bruja Pirulí
te cuenta un cuento y te dice que sí
 
pero está marchito para siempre el mundo
de saber que era mala mala y embustera
tan dulce tan bella
la reina hechicera

el hada blanca tiene leche
la bruja negra no
el hada duerme en los jardines
la bruja en el rincón
 
la bruja negra está seca
desdentada
tiene pelos en la barbilla
y la voz cascada
la bruja fea es áspera
como el asperón
la madrina huele a gloria
la bruja no
que huele a requesón

la mi abuela dime
por lo que más hieras
¿quién llora y gime allá afuera?
no es nadie no es nadie
el animalito de la noche
plañe que plañe
 
¿por qué gime por qué pena?
estará ya muerta y enterrada
el hada buena
ay la envenenó la bruja
que le puso podridas y azules las carnes
con su aguja
con su manzana y su peine
la puso verde
con su acerico
le puso el corazón frío

la esposa del rey ha muerto
duerme entre las flores
y el animalito de la noche
llore que llore

nos iremos por lo oscuro
el animalito y yo
gimiendo y llorando los dos
ay que nos duerma y nos abrace el hada
la bruja no

anda miedoso
métete en la noche oscura
dile que no la quieres
a la bruja
por vieja
por fea
por seca
porque no te da la teta
dile que eres del hada blanca
de la blanca reina
por melodiosa y serena
por la voz y la dulzura y la belleza
y por las caricias
de sus manos frescas
 
dile que la quieres y la quieres
y que eres suyo
y que ha de venir un día hecha de flores
y volcada en arrullos
a sacarte de aquí
y a cantarte la nana
y a llevarte a su jardín del alba
 
vete vieja
que no te quiero
que la quiero a ella

pero su claro corazón
la mi abuela abuela ¿dónde estará?
arroyo claró
fuente serená
por aquí no
por allá por allá
 
bruja dime que sí
que soy para ella y no para ti
bruja dime que no
dime que me duerma
dime que echaremos mucha tierra


(París, 1966)

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Taller Literario: primera sesión (16 de septiembre)

Hoy hemos celebrado en el centro cultura La Gota la primera sesión del taller literario Condiciones de Luna. Ha sido una experiencia estupenda. A medida que se acercaba la sesión, fui ideando y descartando varias formas de afrontarla, y varios contenidos que podríamos abordar. Mucho me ayudó conversar con mi amiga María Eva Ferrod, que además de ser una estupenda escritora compartió conmigo taller cuando éramos chicos. Al final, vino a mí este sermón, medio en prosa medio en verso, que hemos utilizado como punto de partida (discutible y discutido) para sobre él abordar muchas cuestiones interesantes: en qué sentido es veraz un poema; si puede la literatura ser solo actividad mental, sin escritura; si es conveniente hacer memoria de los sueños; si hay o no en la literatura un movimiento de lo informe a lo formal, de lo secreto a lo público.

Va allá el sermón, con la invitación a los que quisieran haber estado de que la próxima vez se hagan presentes. Aún queda alguna plaza: y con no ser en cada ocasión mucho más de diez, estamos en un número más que razonable.

Un tópico cualquiera: la escritura es un acto de comunicación.

Y lo es. Aunque quizá no solo ni principalmente como solemos pensarlo.
Cuando nos sentamos a escribir
(pero ¿nos sentamos a escribir? ¿Es así como funciona eso?).
Digamos, mejor:
cuando tenemos una idea, una ocurrencia
quizá paseando
o bajo el agua templada de la ducha
o mientras nos disponíamos a hacer algo que, a decir verdad, no nos apetece nada
como estudiar un examen
o corregirlo
o ponernos en paz con Hacienda,
entonces
y también
cuando algo nos desborda y necesitamos echarlo, y probamos a escribirlo
entonces
dos partes nuestras se comunican.

Una la conocemos: es la que toma nota de la ocurrencia
la que intenta convertir en palabras lo que percibe de otro modo
por dentro
como sensaciones, emociones,
y otras palabras abstractas que no le hacen mucha justicia
a esas misteriosas mareas internas
que nos tienen medio náufragos
y también medio a flote,
pues sin ellas, en la calma chicha,
nos sentimos más muertos que nada,
hundidos en la superficie de las cosas,
sin acceso a su interior.

El caso es que esa parte nuestra escucha
primero sin querer
como cuando uno, recién despierto, recibe de la memoria un breve resumen o esbozo del sueño que estaba teniendo
(y, normalmente, decide olvidarlo: porque su mente está en otras cosas de mayor interés y trascendencia
o al menos más urgentes);
pero luego quizá fascinada
por lo que puede ser un verso
o el comienzo de un cuento
o algo que alguien que podría decir en un cierto momento
(y procede entonces pararse a intentar saber quién, dónde, cómo
e inventar (encontrar) así al personaje
central de nuestra historia).

La comunicación que percibe
no suele ser perfecta
y el que escucha no puede establecerla a placer
apretando un botón.
Tampoco todo lo que le llega le complace.
Puede que ofenda su sentido del pudor
o le parezca absurdo,
como la imagen de un hombre partido en dos
por la hoja de una ventana,
o la luz de los últimos arpegios.

Cuando se hace el silencio,
como si dejaran de chivarle las respuestas de un examen,
el que escribe se para a pensar qué podría venir a continuación,
con qué rellenar las casillas vacías,
cómo restablecer el contacto.
Y en verdad, ese es su rol,
contradictorio (como casi todos):
ser juez, censor, control de calidad
de lo que se le comunica
y al mismo tiempo ser cómplice
de este contrabando de ideas o palabras
y propiciarlo
como el adorador a su dios favorito.

Nacen así los rituales
escribir a tales horas, en ciertos lugares,
rodearse de objetos amigos,
enviarle a modo de ping al otro algún sorbo de ambrosía
o en su defecto de whisky
o algún otro alcaloide psicotrópico.

Este en fin
al que se le comunica la obra
es claramente nosotros,
no demasiado distinto del que hace las demás cosas de nuestra vida.

En cuanto al otro…
Temo no estar a la altura
(a la profundidad)
que hablar de aquel requiere.
Pienso en Mohammed,
aquel a quien llamamos Mahoma,
y en cómo aquel hombre que escuchaba voces
(¿internas?, ¿externas?),
se vino a convencer de que Gabriel,
el ángel protector y mensajero,
era quien acudía a revelárselas
de parte del Altísimo.
(Mas no sin ciertas dudas: y en verdad,
testigo Salman Rushdie,
al menos una vez
al hacer balance de la revelación del día
llegó a la conclusión de que esa vez era el Schaitán,
o séase el Diablo,
quien había venido a soplar a su oído.)

Hemos llamado dioses y diablos
a esa fuerza que pone en nuestros labios
lo que un segundo antes no sabíamos pensar.
En el fondo, tan solo se exagera
en esto lo normal, que ya es prodigio:
que hablamos sin saber cómo lo hacemos,
gracias a la gramática que siendo muy pequeños
más que aprenderla
vino a prender en nosotros,
y así pudo ser que sin pensar en fonemas
ni en sintaxis
ni en nada parecido
ni tener de antemano un esquema,
es capaz la palabra de ponernos en marcha
y el más descerebrado de la clase,
el que menos (se diría) tiene algo que decir,
puede ser el más locuaz,
un torrente imparable de oraciones
que fluyen con los verbos en su sitio,
tan perfectas que dejan, maleables,
huecos y tropezones
y se entienden igual.

Llama Lenguaje a eso que nos habla
(un virus, según dicen, del Espacio)
y ahora piensa también en ese tipo
que inventa sin guion, mientras dormimos,
la compleja estructura de los sueños
que no todos recuerdan,
pero de los que hay razón para creer
que no se libra nadie.

Soñamos (esto creo que está claro)
con lo que nos importa
—y acaso esto sería buena guía
a la hora de escribir, contra la idea
de que escribir, por juego o disciplina,
de lo que nos la finfla
nos vaya a ayudar mucho a escribir algo
que se deje leer.

Que el que emite los sueños
es también quien emite las comienzos
(que son Verbo)
de nuestras ocurrencias,
es sospecha bastante razonable.

Si hay un dios o un diablo en nuestras vidas,
es probable que viva en nuestros sueños
más que en la sacristía.
Don Antonio Machado
estaba convencido. Como dijo,

Todo hombre tiene dos
batallas que pelear.
En sueños lucha con Dios;
y despierto, con el mar.


Ocurrencias divinas, diabólicas,
como un hombre que despierta convertido en cucaracha,
o Me llamo barro aunque Miguel me llame
o En un agujero en la tierra vivía un hobbit
o Verde que te quiero verde.

La duda (que si dios, si diablo)
que no abandonaba ni al mismísimo Mahoma,
es siempre pertinente.
Como dicen de los enanos en las novelas artúricas,
que su aparición señala un cambio importante en la vida del héroe,
pero que nunca se sabe si va a ser bueno o malo,
o primero lo otro y lo uno después.
Así, y de nuevo toca a don Antonio
advertírnoslo:

En mi soledad
he visto cosas muy claras
que no son verdad.


Cosa que ya confesaban también las Musas a quien en el Parnaso quiso oírlas:
que solo entre muchas mentiras
contaban la verdad;
y así, quien tira a ver de una ocurrencia,
debe estar preparado para hallar un zapato
o una lata vieja
en vez de una merluza o una sirena;
mas sabiendo también
que en la olla oxidada
(o en la botella como de náufrago)
se puede ocultar un genio.

Volviendo a los sueños,
pocas veces en ellos
lo que parece es solamente eso:
se puede ser en ellos
niño y adulto a la vez,
y puede que el capitán del barco
ser a la vez nuestro padre
o el profesor que nos daba Matemáticas en el cole.
Todo se nos ofrece no solo ligado,
sino superpuesto:
y así también parece en el poema
que hablamos claramente de nosotros
y a la vez que algo hablara por nosotros
como si aprovechara nuestras propias sensaciones
para contar un algo que vendría a superarlas
de algún extraño modo.

Y así se hallaba, un suponer, Neruda
en sus Veinte poemas de amor
y una canción desesperada
,
cantándole a una chica de su vida en este verso
y en el siguiente a otra
y viniendo las dos, en el poema, a ser la misma
o acaso ninguna.

Mejor, en todo caso,
no tomarse al pie de la letra
como realidad de este mundo
lo que viene a colarse de otro.
(Como en la duermevela uno puede encontrarse
pensando en su hermana
sin recordar que nunca tuvo tal cosa.)

No siendo, en fin, esto de dioses o demonios
o fantasmas que andan por ahí fatigando ouijas,
tanto una explicación como una derivada de estos encuentros
con alguien que nos dice cosas desde nuestros sueños
o nuestras ocurrencias,
no es vano tampoco recordar cómo la Ciencia
y aun la razón común
nos dice que en nosotros, lo mismo que el Lenguaje,
que sabe y ha olvidado la gramática al completo,
vive algo que es nosotros pero que normalmente
está retirado y no aparece en pantalla
y que, por tener nombre con que hacernos
idea de qué sea, lo vinimos
a llamar lo de abajo (subconsciente)
o lo que no sabemos (inconsciente).

Dice de esto James Hillman, y no miente,
que así como la mitología
fue la psicología de los antiguos,
que vinieron por ejemplo a llamar Ares o Marte
a nuestras ganas de partirle la cara a alguien
y Zeus o Júpiter al convencimiento
de que hacer lo que nos peta es el mayor de los placeres;
usando de los dioses como nombres
de esas fuerzas o instintos que nos mueven;
así tampoco la psicología
(o al menos el florido psicoanálisis)
viene a ser otra cosa
que la mitología de este tiempo
y que el Ego, la Sombra, el Superyó
son el héroe, el diablo y el dios padre
de nuestros consultorios.

En fin: que tras paseo tan verboso
hemos venido a dar, como es lo suyo,
en donde comenzábamos:
que la literatura es un encuentro
en el que vienen a comunicarse
nuestra conciencia y nuestro subconsciente.
Siendo así el escribir una manera
de enterarse de cosas de este mundo
(y sobre todo, del que nos habita
por dentro: el mundo interno: nuestra mente)
que no averiguaríamos sin eso.

Un encuentro también, y esto lo mismo
no está muy lejos de lo ya explorado,
de lo que en nuestra mente es no verbal
con la verbalidad: se hacen palabras
como única manera de quedarse
un tiempo en este mundo,
y también como forma de arrojarlas
al modo en que (perdonen) vomitamos
o lloramos a moco distendido
para hallarnos después mucho más limpios,
aunque sea asomados a la taza
del wáter o empapados como esponjas
en nuestros lagrimeos.

Dice el otro Machado, don Manuel,
que cantando la pena, la pena se olvida.
Dicho que como tantos de estos buenos
hermanos, tiene algo de reescritura
del saber popular, que ya avisaba:
pues Quien canta, su mal espanta
y El hambriento, con pan sueña.

En la literatura se resuelven
problemas irresolubles:
como la Gorgona,
que volvía en cascotes a la gente,
la escritura torna penas en palabras;
y además, cuando tiene algún buen día,
oficia de alquimista
convirtiendo el estiércol en flor
y el horror en belleza.
No es extraño que sea terapeuta
gratuita, eficaz y peligrosa.
Que ya sabemos
que tomarse muy en serio lo que a uno se le ocurre
conduce sin problemas al delirio,
la megalomanía y la fundación de sectas.

Hay que escribir como juega un niño:
implicándose a cien en el juego,
pero sabiendo hacer cruci también.

Encuentro doble,
en fin, nuestra escritura
como un túnel labrado con cucharas de postre
comunica la parte de arriba del iceberg
con su profundidad;
le da al Verbo, que solo es aire suelto,
no ya un significado,
sino una intención, un sentido
que lo hace prolongación de nuestros miedos,
entrañas y deseos.

Bien se puede entender que la gente
se lance a esta aventura;
y que muchos se pierdan o encuentren en ella.
Momento en el que conviene
detenerse y dejar sobre la mesa
si, aparte del consejo de no tomar las ocurrencias
por palabra de Dios
(o al menos no palabra que se deba entender literalmente),
se podría también dar un consejo
o dos (tal vez el uno contra el otro)
sobre cómo escribir
no ya algo que nos valga
(que eso pienso que ya queda explicado
en la medida en que explicarse puede),
mas algo que le sirva de algo a alguien.

Otra sesión, quizá, dé para ello…