sábado, 29 de agosto de 2009

Entro en mi casa

Esto escribió Antonio Hernández Marín el 6 de marzo de este año, cuando no sospechaba (al menos conscientemente) que apenas le quedaban unos días de vida.


Entro en mi casa.
Es para siempre.
El polvo llora
por las paredes.
La luz se quiebra
sobre los muebles.
Me siento enfermo.
Vienen a verme.
...En el pasillo,
pena la muerte.
Pasan las tardes,
lunes o viernes,
con un estilo
que me estremece,
y un amarillo
sobre la frente
con pensamientos
que no se tienen.
Suceden cosas
o no suceden.

Entro en mi casa.
Lloran los muebles.
La luz se escapa
por las paredes.
Me siento enfermo.
Es para siempre.
Mis enemigos
a verme vienen.
...Junto a la puerta,
cruje la muerte,
tarde tras tarde,
martes o miércoles,
con un acento
que me convence.
Se van las horas,
sube la fiebre,
cruzo regiones
que se sumergen
donde los puertos
se entenebrecen.
Bajo la lluvia,
diviso gentes
demasiado
tristes a veces.

Entro en mi casa,
lunes o viernes,
con un estilo
que me conmueve.
La luz solloza
sobre los muebles,
en los rincones
el polvo teje,
por los secretos
del medio ambiente,
selvas ingrávidas
que se mantienen
sobre preguntas
eternamente.
Son como huertos
que no florecen,
tan sólo sombra,
tan sólo verde,
bajo las almas
de unos cipreses.
Me siento enfermo.
Sube la fiebre.
Mis enemigos
vienen a verme
demasiado
tristes a veces.
Son como amigos
que no se tienen;
son como huertos
que no florecen.
...En el pasillo,
la muerte muerde.
Las horas cruzan
el medio ambiente.
El tiempo enferma.
Nunca amanece.
Suceden cosas
o no suceden.
Tras las ventanas,
las tardes tejen
un amarillo
que se sostiene
sobre la noche
eternamente.

Entro en mi casa.
Es para siempre.
Es una bóveda
que nadie tiene,
con unos ecos
que me estremecen,
con un pasillo
que no se siente,
con unas horas
que me convencen,
día tras día,
eternamente.
...Tras las ventanas,
el viento muerde.

6-03-09


miércoles, 26 de agosto de 2009

—¿Quién soy? —¿Quién lo pregunta?

Extraño asunto. Cualquiera de nosotros llega a ser un país inabarcable. Leo estos versos y pienso que deben de ser cosa mía, aunque no me recuerdo escribiéndolos. Me valen, en todo caso. Pruébatelos, si te apetece.

—¿Quién soy? —¿Quién lo pregunta?
En esta llave
marcial de dialéctica uno solo
se va encontrando múltiple y apenas
consigue echar de menos ese centro
de gravedad perenne idolatrado.
—Somos los que quedamos. —Lo que quede,
más bien, por suceder. —Somos espuma
tan sólo porque hay mar. —Somos la luna
jugando a seducir los telescopios.

Los márgenes definen a la hoja
diciendo qué no es. Nosotros vamos
quedándonos también en una imagen
que un día fijará la última cámara
de un hospital feliz. El movimiento
embroma, mientras tanto, las instancias.
No somos las respuestas. Nuestra tinta
se queda en el tintero. Mientras vive,
un hombre es un rodeo: se conoce
la meta, pero no la trayectoria.


sábado, 22 de agosto de 2009

El discurso vacío


Voz silenciosa. Veo estos días el mundo desde el otro lado: leo y no escribo; sigo, obediente, el hilo del pensamiento ajeno. Disfruto la comodidad del receptor, consumidor, cliente que tiene a su servicio el chorro perpetuo de la oferta cultural y goza además de algún tiempo libre (y hasta cierta formación) para elegir en qué caño abreva. Podría seguir así siempre (ese brevísimo siempre de la vida humana y sus situaciones), pero tendría que convivir con el desprecio de una parte de mí que aún tiene, si no el mando, cierta influencia en mis decisiones. No sé limitarme a escuchar. Mi timidez tiene esta cara (o cruz) oculta, no elegida o elegida sólo a medias. Al final alzo la mano para hacer la pregunta, distingo las palabras o la melodía que se insinúan y acepto perderme en ellos y defenderlos, comunicarlos, cuando hayan tomado forma. Necesito esa droga o alimento interior, de suministro dudoso, pero irremplazable.

Lo que leo, en fin, conspira también en esa dirección. El discurso vacío, de Levrero, que ha caído entero hoy (en un día de coche y piscina), no habla de otra cosa. Un hombre adicto a sí mismo, o al Sí Mismo, en el sentido junguiano, se echa de menos y decide hacer algo: escribir cada día unos minutos sin prestar atención al contenido, atento sólo a fijar y mejorar su caligrafía, hasta volverla legible. La tarea (aclararse) no es banal: Levrero está convencido (como es arriba, es abajo) de que un cambio en el trazo implica, o al menos propicia, un cambio interior análogo. A pesar de su intención no literaria, sus ejercicios de caligrafía acaban sembrados de anécdotas, relatos de sueños y meditaciones. En el entorno que acaba calcándose en sus folios hay un perro y un gato (sacados, se diría, de un dibujo animado perverso), una mujer comprensiva y lianta y un niño mimado. Piensa Levrero que él es todo eso que le rodea, consumiendo su tiempo y su atención (también sus juegos de ordenador, su colección de películas, los libros que le están dejando ciego) —pero, al mismo tiempo, es o podría volver a ser otra cosa que nunca acaba de declararse y que importa, al menos, otro tanto.

*

Jung para dummies. La etiqueta no existía cuando se publicó El hombre y sus símbolos (1964), pero el prólogo no deja lugar a dudas: un periodista ruega a Jung, ya anciano, que resuma su visión del mundo en un breviario que pueda entender alguien de inteligencia y formación limitadas (como el propio periodista en cuestión). Jung se niega, se lo piensa y acaba aceptando, aunque con trampas: escribe sólo el primer capítulo del libro, y encomienda el resto a sus alumnos más aventajados o fieles.

Sólo he leído la parte de Jung, convincente en el planteamiento, un tanto dogmática o difusa en las conclusiones. Es probable que Levrero también la conociera. En su libro cita una vez a Jung, a propósito del Ánima, pero abundan las referencias más sutiles. La obsesión de fondo (reestablecer la comunicación entre su conciencia actual y el lugar del que brotó su obra pasada) es totalmente junguiana, y quizá ni el propio doctor acertó a expresarla nunca con la elocuencia manriqueña de este pasaje:

Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma, y no invenciones.

El alma tiene su propia percepción y en ella viven cosas de nuestra vigilia pero también cosas particulares y exclusivas de ella, pues participa de un conocimiento universal de orden superior, al cual nuestra conciencia no tiene acceso en forma directa. De modo que la visión del alma, de las cosas que suceden dentro y fuera de nosotros, es mucho más completa que lo que puede percibir el yo, tan estrecho y limitado.

Bien: no sé si es adecuado afirmar que uno escribe por o para, pero me reconozco en el juego que describe Levrero. En parte, uno escribe porque no puede evitarlo (algo, el discurso, surge y se impone); pero, sobre todo, tras la experiencia, uno siente que no puede permitirse cortar el hilo, que no soportaría perder el contacto con aquello que fluye a ratos en la escritura. Si no hubiera discurso que pidiera salir, uno tendría antes o después que ir a buscarlo, como hace Levrero, con la certidumbre paradójica que nos enseñaron ciertas novelas: no sé lo que busco, pero lo reconoceré cuando lo vea.

miércoles, 12 de agosto de 2009

The Song Remains the Same (o no)

Ahora voy a cantar yo
una tonadita nueva
que cuando nació mi madre
ya la cantaba mi abuela.
(Popular / Eliseo Parra)


Componer una canción y recordarla son procesos cercanos, que pueden y suelen mezclarse. Dos ejemplos: por este libro de guitarra para torpes, recomendable con reparos, me entero de que Love Me Tender (de Elvis) es una reescritura de Aura Lee (una canción de la época de la guerra civil estadounidense), tan fiel que tuvo que ser una adaptación consciente. Menos claro parece el caso de Hotel California, que reproduce la secuencia de acordes de una canción de Jethro Tull, We used to know, de 1969 (interesante coincidencia con uno de los puntos más enigmáticos de la letra: 'we haven't had that spirit here / since 1969'). Un amigo mío también compuso Hotel California sin saberlo, así que está claro que la secuencia es contagiosa y se insinúa a la menor oportunidad. Aunque los Eagles fueron teloneros de Jethro Tull en la época en que tocaban este tema, y hubo por tanto ocasión de plagio consciente, me inclino por pensar que esta vez hubo gol de las Musas.








lunes, 10 de agosto de 2009

Canción sin acabar II


Regreso a los Campos de Fresa con una melodía de Alfonso, de mis preferidas. La razón que le llevó a componerla es curiosa: por aquellos años (93, 94) Alfonso me enseñó, entre otras cosas, a moverme por los modos medievales, esas escalas heredadas de la Antigüedad que perviven en la música tradicional (y en cierta música clásica, y aun pop). Dos de esos modos (el jonio y el eolio) corresponden a las escalas mayor y menor, lo que las convierte, en principio, en terreno trillado. Los libros de armonía sostienen que el modo jonio es nuestra escala mayor y suena en consecuencia, pero Alfonso lo negaba: aunque los intervalos sean los mismos, decía, la lógica es otra. La Canción sin acabar II (Dani compuso la Canción sin acabar a secas) prueba su aserto: las notas son las de la escala mayor, con tónica en do, pero fluyen por un territorio desconocido, sobre un acorde de tónica de cuarta suspendida que se resuelve en un acorde mayor convencional y descansa luego en el acorde menor inmediatamente superior (re menor). Si hay algo parecido por esos mundos, yo no lo he oído. A veces dudo si, perdido Alfonso, quedará alguien que sepa hacer sonar el modo jonio de forma distinta al modo mayor convencional.

(Efectivamente. El Príncipe de Beukelaer nace del intento de hacer otro tanto con el modo eolio.)