martes, 29 de diciembre de 2015

Leyendo a Pilar Pedraza (y a Alan Watts)


Estas Navidades he vuelto a leer con pasión, durante horas. Leer en papel, quiero decir: libros. Empecé con Lobas de Tesalia, de Pilar Pedraza, que me ha parecido una de sus mejores novelas; me preocupaba, antes de terminarla, cómo sería el final, que en otras obras suyas me había dejado insatisfecho. Esta vez, no.

De todas formas, lo que me parecía un defecto se va convirtiendo en una singularidad más bien grata, como esas voces que al principio te suenan extrañas y a las que luego acabas aficionándote. No es fácil formular una 'teoría de los finales en las novelas de Pilar Pedraza', pero más o menos yo diría que lo que sucede es que lo que nos parece la trama es como una irritación particular dentro de un organismo vivo más amplio —una irritación que al final se reabsorbe en el tejido que la alojaba.

En las novelas al uso, el telón de fondo funciona como un decorado, concebido con una mentalidad funcional: tiene que resultar creíble para que aceptemos lo que sucede dentro de él (que es lo que importa). En las de Pedraza, en cambio, lo que sucede tiene algo de fantasmagórico, frente a la veracidad del trasfondo, que acaba devorando sin previo aviso la anécdota de la historia. En esta novela, ya digo, el procedimiento se perfecciona: no hay un corte brusco, como si se fuera la luz y los personajes y sus pasiones se aquietaran de un plumazo, sino que concluida la aventura los personajes continúan sus vidas —y más tarde la mitología en la que se movieron continúa la suya, más allá de la desaparición o muerte de los personajes.

He seguido con dos libros de Alan Watts, uno póstumo de conferencias (cuyo título promete más de lo que da: Mito y religión) y otro monográfico, mucho más sólido, escrito en los 50s: Mito y ritual en el cristianismo.

El libro póstumo no ofrece, como digo, un análisis detenido de la peligrosa pareja de baile que le da título (aunque se ofrecen pistas interesantes en una de las charlas incluidas, 'Las imágenes del hombre'). En cambio, se habla de muchas más cosas: el cristianismo, en su versión cotidiana, aparece retratado sin misericordia como un mecanismo de adocenamiento que centra toda su energía en la represión del placer sexual (como si no hubiera, dice Watts con razón, pecados mucho más urgentes y dañinos que andar fornicando de una o otra manera); se salva en cambio a Cristo, que según Watts no predicó que Él era hijo de Dios (o sea, Dios mismo) sino en la medida en que cualquiera que despierte de la ilusión de su 'yo' lo es. Es refrescante, en fin, la ironía con la que Watts se trata a sí mismo en cuanto gurú u orientalista, dos máscaras de las que es muy consciente, pero que no permite que marquen el rumbo de lo que dice. Hay pellizcos adelantados a lo que sería luego la Nueva Era y a toda la industria de la Iluminación que sus libros y charlas contribuyeron, sin duda involuntariamente, a edificar.

El otro libro es de la década de los 50 (Watts no había cumplido los 40 cuando lo publicó)  y en él nos habla alguien que aún no se ha convertido, para bien y para mal, en el referente de ningún movimiento juvenil o espiritual. Watts no nos habla como maestro de nadie, sino como discípulo indirecto (lector crítico, no catecúmeno) de Jung y de otro autor menos conocido, Coomaraswamy; y su tono recuerda bastante al de su amigo Joseph Campbell, el autor de El héroe de las mil caras. La obra tiene un propósito muy singular: resumir las líneas esenciales de la mitología cristiana y del ritual litúrgico que se corresponde con él. Es un empeño difícil, pero para el que Watts resulta el hombre adecuado: como  sacerdote que fue durante varios años, conoce bien no solo la Biblia, sino la Patrística y la Tradición, y acierta a señalar cómo los relatos planteados en la Santa Escritura no concluyen en ella, sino que se decantan y ramifican en la tradición posterior.

Pongo un ejemplo, que a mí me ha sorprendido e ilustrado: el árbol del conocimiento del bien y del mal no queda aislado en el relato del Génesis, sino que se ramifica literalmente en la tradición posterior: Adán o su hijo Set se llevan parte de ese árbol. Según una versión, Adán sacó del Edén una rama del árbol, que le sirvió hasta su muerte como bastón (uno piensa, aunque Watts no lo nombra, en Edipo); otra versión dice que fue su hijo Set quien consiguió que el ángel que guarda el Jardín le diera dicha rama, o unas semillas del árbol. Esta rama se convierte luego en la célebre vara de Moisés, con la que divide las aguas del Mar Rojo y en la que coloca una serpiente de bronce (la nehushtan) que sana a los que la contemplan de una plaga de víboras. También con ella golpea la roca del desierto y hace brotar el agua.

La rama del árbol se convierte luego en viga del Templo construido por Salomón. Y con el tiempo llega a la carpintería de san José. Más tarde, la adquiere Judas, que se la entrega a los soldados romanos. Con su madera se construye la cruz en la que muere el Redentor, un árbol de la salvación que se convierte en el negativo del árbol del pecado que causó la Caída. Y todos los avatares anteriores de la madera resuenan ahora como anticipos o armónicos de Cristo: este es clavado en ella como la serpiente en la vara de Moisés (para sanar a los hombres), abre camino entre los mundos (baja a los Infiernos, sube al cielo) como aquel cruzó las aguas del Mar Rojo y hace brotar el agua de la salvación (el bautismo). La otra serpiente (la que tentó a Eva) termina vencida por el mismo árbol que la permitió antaño vencer.

Todo esto no es especulación de Watts, sino un relato medular de la tradición católica, del que sin embargo a mí (¡que me eduqué en un colegio de curas!) no me había llegado nada o casi nada. Supongo que lo mismo le pasará a muchos lectores, no de mi blog (que dudo ya que los tenga: los pocos, para mí valiosísimos, que queden no dan para hacer estadística), sino del libro de Watts.  Se cita en él (pág. 68) un fragmento de la misa de la consagración del Viernes Santo que resume esta idea de la Cruz como árbol santo, cuyo fruto es el Salvador:

Crux fidelis, inter omnes
Arbor una nobilis
Nulla silva talem profert
Fronde, flore, germine.
Dulce lignum, dulces clavos,
Dulce pondus sustinet. 

(«Fiel cruz, árbol sobre todos noble: ningún bosque ofrece algo similar en hojas, flores o semillas. Dulce leño que dulces clavos, dulce peso sostiene.»)

Reivindica, en fin, Watts la mitologia cristiana no, como tan a menudo se entiende, como un subproducto de la existencia real, histórica, de Cristo, que habría que eliminar para quedarse con el meollo ético y teológico de su predicación, sino como la almendra del cristianismo, la formulación más profunda del mismo. Combate con razón la idea de que pueda descartarse algo como un 'simple' mito —cuando los mitos, lejos de ser simples, suponen toda una red de sinapsis que convierte cada elemento que forma parte de ella en un resonador y alimentador de los demás elementos de la cadena. Renunciar al mito que prolonga los episodios bíblicos y los relaciona entre sí es desecar estos, eliminando la savia numinosa que los mantiene vivos.

Esto, en fin, se ve después de haber leído el primer capítulo del libro ('En el comienzo'). Los siguientes se prometen también sustanciosos. Iré trayendo noticia de ellos, si me alcanza el tiempo y el entusiasmo.

jueves, 24 de diciembre de 2015

Pasos perdidos



Como los sueños,
los versos se insinúan una vez en la memoria. 
Diez minutos más tarde, son apenas rüinas
donde ha muerto la música.
Escucha la voz que no es tu voz
y recuerda que pudo haber luz
donde sólo llegó a haber ceniza.

sábado, 19 de diciembre de 2015

La Navidad como relato



Las buenas gentes que organizan cada año el certamen de relatos breves de Navidad de Radio Navalmoral me invitaron a decir unas palabras en el acto de entrega de los premios del certamen, que se ha celebrado esta mañana en la Fundación Concha.  Y esto es lo que les he contado, más o menos, por si a alguien que no estuvo le apeteciera leerlo.


*

Invitar a un filólogo a hablar siempre tiene sus riesgos. Primero porque siempre es peligroso darle la palabra a alguien que, como avisa la etimología, adora las palabras: ¿sabrá pararse a tiempo? Pero también porque, dado su oficio, es probable que más que hablarnos de las cosas, termine hablando de las palabras que las designan. Puede que, como estamos hoy aquí para recordar el nacimiento del Verbo mismo, del Logos (En el principio era el Verbo: o sea, la palabra, dice el comienzo del Evangelio según san Juan) , y para celebrar el uso diestro de las palabras que han demostrado los ganadores de este concurso, este centrarse en las palabras resulte más perdonable que en otras situaciones.

Además de relato, la palabra que nos reúne hoy es Navidad: una palabra singular, sin duda; como singular es el relato al que se refiere. En una canción suya, El Cromosoma, advertía Javier Krahe, muerto en julio de este año: Hace tiempo no juego al acertijo / tan esdrújulo de un Padre y un Hijo / y una blanca paloma. Desoyendo su ejemplo, yo vengo a invitarles a jugar a este peculiar acertijo que nos plantea cada año la aparición de una historia sagrada, de una leyenda o un mito, en mitad de nuestra vida cotidiana.

Durante estos días, criaturas que pertenecen durante el resto del año a las páginas de un Libro (el Libro Sagrado) o al imaginario entran en nuestros cuartos por la ventana o la chimenea, en un juego de máscaras donde no se sabe tan bien como se cree si son los padres quienes fingen no ser ellos mismos o si son los Reyes Magos quienes recurren a los padres, como un personaje recurre al actor que habrá de representarlo. Al final del día, ¿qué actor se cree más real que el personaje que él ha encarnado esta noche, pero que mañana tomará otro cuerpo y otra voz sin dejar ser el mismo? Los actores pasan; los personajes permanecen.

Na(ti)vidad (¿quién no conoce alguna Nati, Natalia, Natasha o Noelia?) significa nacimiento (es la misma raíz de nativo y de nacer). Un comienzo, un nacimiento. (Que contrasta con aquel otro Re-nacimiento del que hablan los manuales de historia o de arte, en el que los que renacieron fueron precisamente los rivales de Cristo, los dioses paganos; con la Reinaixença catalana o el Rexurdimiento gallego, abuelas a su pesar del nacionalismo que sufrimos hoy tan agudamente; y con las múltiples formas de revival características de una sociedad obsesionada con la explotación comercial de la nostalgia.)

He aquí dos términos qui vont très bien ensemble: la Navidad y la invención literaria de autores que, en muchos casos, está naciendo a la literatura, bien porque sean estas sus primeras letras o porque sea la primera vez que las sacan a concurso público, como alguien que lleva por primera vez a su hijo a la plaza. [Aquí me corrijo a posteriori: los dos ganadores han sido autores conocidos, de largo ejercicio.] También su obra es resultado de un matrimonio misterioso: es suya, de quien la firma —pero algún papel tiene en ella ese factor misterioso que llamamos inspiración, la ocurrencia, algo que de repente está ahí sin que sepamos muy bien de dónde ha salido.

Si lo recordamos (y premiamos) es porque se trata del nacimiento de alguien (o algo) excepcional. Un nacimiento que, como el del sol, aunque viene a traer la luz acontece en la noche, en el misterio y casi en la intemperie, en un establo que quizás es una cueva. [En alemán, el nombre mismo de la Navidad contiene la palabra noche:  Weihnacht, Noche de bendición.] El niño que nace el 25 de diciembre vivirá gran parte de su vida de incógnito, sin revelar abiertamente su naturaleza, aunque desde el principio haya signos (la estrella que conduce a los Magos hasta Belén, la conversación del niño con los rabinos de la sinagoga, los milagros —y al fin, su muerte y resurrección) que indican que se trata de alguien muy especial, hijo de Dios, quizá Dios él mismo. También el que concursa suele hacerlo desde el anonimato, y solo el éxito lleva a que se abra la plica del ganador y se revele su nombre.

Hay resonancias de otros nacimientos: el del sol y el de la palabra misma. No es casualidad que los Reyes Magos vengan del nacimiento del sol, del Oriente; y tampoco (aunque quizá se le haya dado importancia excesiva) que la fiesta de Navidad viniera a celebrarse por las mismas fechas en que los romanos del Imperio celebraban el nacimiento del Sol Invicto. Todo héroe, ya lo hemos dicho, es solar —aunque no en el sentido reductor en que pudo creerlo algún sabio del XIX.

Quien nace, en fin, es el Verbo, el Logos; como nace en cada niño que se lanza a decir la primera palabra, sea esta mamá, papá o, como sostenía mi querido maestro Agustín García Calvo, alguna forma de la negación: ¡no! Como escribe Rafael Sánchez Ferlosio:

Nace el Niño Negativo:
Nunca
Nadie
Nada
No

Las propias palabras infancia e infante contienen a la vez la negación y la raíz del verbo hablar (fari). El niño es el que no habla; pero también el que dice no. Y en ese no está ya la raíz del lenguaje, ese curioso primo de los dientes que, como estos, también nos acaba saliendo a todos. Porque el niño aún no es nada, no es nadie, puede llegar a ser todo, a ser cualquier cosa: lo mismo que la página (o la pantalla) en blanco donde adviene la primera palabra, sea esta el título o el nombre del protagonista.

También hay resonancia en nuestra historia de otras historias en que una mujer mortal recibe la visita de un dios, convirtiéndose así en madre de un niño que no tiene, sin embargo, un padre visible entre los humanos —aunque a veces no falte un padre putativo o supuesto que lo cría como suyo. Acude enseguida a la memoria el caso de Heracles (Hércules), hijo de Zeus y Alcmena, criado sin embargo por el marido de esta, Anfitrión. En historias posteriores también encontramos el patrón: Merlín, por ejemplo, es hijo de una princesa virgen que recibe en la soledad de su celda, de noche, la visita de un espíritu que la deja embarazada de un niño sin padre.

Aunque normalmente el padre divino deja embarazada a su amada siguiendo el protocolo habitual en los mamíferos, no falta algún ejemplo en que la concepción tiene lugar de modo  prodigioso: Dánae, por ejemplo, encerrada en una celda con la única compañía del rayo de luz que entra por una ventana, ve un día cómo ese rayo se transfigura en una lluvia de oro, por obra de la cual queda embarazada de Zeus y dará más adelante a luz al héroe Perseo.

¿A qué viene al mundo el bebé que nace de esta singular manera, de la unión de un dios y una mortal? Viene a quitar el pecado, el mal, del mundo. En los mitos este mal que el héroe viene a aniquilar suele tomar la forma de un monstruo o una fiera: la Gorgona que mata Perseo o la Hidra, el León de Nemea o el jabalí de Erimanto de Hércules. Pero en los trabajos de este encontramos ya variantes que apuntan hacia algo más abstracto: uno de sus trabajos es limpiar la suciedad que ha ido acumulándose durante años en los establos del rey Augias (cosa que hace, sin mancharse las manos, desviando un río, el Alfeo, para que sean sus aguas las que borran la impureza: uno piensa en el agua bautismal que borra el pecado ancestral de cada niño); otro de sus trabajos es descender al mundo de los muertos, al Hades, como hicieron también Orfeo, Ulises y Eneas, y como hará también Cristo cuando baja a los Infiernos, al Sheol, a liberar las almas de los justos que yacen allá (triunfando donde fracasó el pobre Orfeo, que también bajo allí a liberar un alma, la de su amada Eurídice).

Aunque Cristo vence también a criaturas malignas (por ejemplo,a los demonios a los que obliga a salir del cuerpo de los hombres a los que habían poseído, metiéndose en cambio en el de unos cerdos), su victoria sobre el mal es de otro tipo, más profundo. Antes mencionaba a Krahe; otro muerto insigne de estos días (4 de noviembre) ha sido el francés René Girard, un antropólogo enamorado de la historia de Cristo. Creo que él acertó, mejor que nadie que yo conozca, a señalar cuál es el mal que vence Cristo: la tendencia humana a replicar el mal que recibimos, a hacer mal a los que nos lo hicieron (¡empezaron ellos!). Girard señaló que una vez que una persona hace mal a otra, esta se siente obligada a vengarse, y de este modo donde hubo una sola acción malévola, violenta, termina habiendo toda una cadena de ellas: pues cada una de las personas que es ofendida, herida, tiene parientes y amigos que se sienten ofendidos también, y obligados al odio. Los agredidos devienen agresores, y viceversa, en un círculo vicioso infernal. Al dejarse matar siendo inocente, al predicar el amor a los enemigos, el perdón de las ofensas y la renuncia a arrojar la primera piedra, Cristo viene a poner fin a a esta cadena de agravios mutuos (la tristemente célebre Ley del Talión) con el perdón que extingue todas las responsabilidades y las borra, como el río Alfeo se llevó consigo toda la porquería acumulada en los establos del rey Augias.

Es interesante preguntarse dónde está escrito exactamente este relato que convertimos en auto sacramental colectivo cada Navidad. La respuesta evidente es la Biblia, el Evangelio. Pero es bueno recordar que muchos de los detalles más significativos de la tradición navideña (los nombres de los Reyes Magos, por ejemplo, e incluso su número y su naturaleza de Reyes) no aparecen en el texto sagrado, sino que forman parte de una tradición más amplia donde la frontera entre lo culto y lo popular, y entre lo ortodoxo y lo herético, es a menudo dubitativa. Dentro de los Evangelios que no hallaron sitio en el Canon, en la Biblia, los llamados apócrifos, hay algunos relativos al nacimiento y la infancia de Cristo, y es en ellos donde aparecen muchos de estos detalles.

Otros elementos clave de nuestras Navidades, como Papá Noel (y su alter ego anglosajón, santa Claus) o el árbol de Navidad no aparecen ni siquiera en esos relatos que se pueden considerar hermanastros o hijos naturales de la Biblia. Su incorporación a la celebración de las fiestas es reciente y no se sustenta en el texto bíblico, aunque en Francia, por ejemplo, Papá Noel y el pequeño Dios recién nacido llegan a formar en cierto modo una familia: el bon homme Noël (nuestro Papá Noel) es como un desdoblamiento al otro extremo de la vida (la ancianidad) del petit Noël, el niño recién nacido.

Confirmemos, de paso, una sospecha de todo niño y adolescente: no es casual la coincidencia que se da entre el reparto de regalos (o de carbón) en Navidad y Reyes Magos y el de buenas o malas notas que tiene lugar unos días antes en colegios e instititutos. Los personajes que repartimos regalos o castigos, aprobados o suspensos, a los niños en estas fechas actuamos como jueces interinos, anticipando el juicio por excelencia, el Juicio Final que tendrá lugar tras la muerte.

Pero temo, con razón, que me estoy extendiendo demasiado. Después de todo, a un concurso de relayos breves no le corresponde una presentación extensa. Voy a recordar, pues, solo un microrrelato (que es también un villancico popular) y un villancico literario, culto. El microrrelato es un un villancico gitano, que me parece imposible superar como síntesis de todo el Evangelio. Como todos los villancicos, habla del nacimiento de Jesús, pero incluye un tremendo spoiler que nos envía al final de la historia, a Semana Santa: Esta noche nace el niño / que ha de morir en la Cruz. [Así lo recordaba de memoria; buscándolo ahora en la Red encuentro esta otra versión: ¿De quién será ese niñito / que está vestido de azul? / Es el hijo de María / que ha de morir en la cruz.]

El villancico es de una autora que murió hace ya algunos años (en 1998), pero que está vinculada a la infancia de muchos de nosotros, y a la de nuestros hijos, que siguen leyéndola con placer. Me refero a Gloria Fuertes, que escribió este villancico, al que puso música magistralmente Paco Ibáñez. Dice así:


Villancico

Ya está el niño en el portal
que nació en la portería,
San José tiene taller,
y es la portera María.

Vengan sabios y doctores
a consultarle sus dudas,
el niño sabelotodo
está esperando en la cuna.

Dice que pecado es
hablar mal de los vecinos
y que pecado no es
besarse por los caminos.

Que se acerquen los pastores
que me divierten un rato
que se acerquen los humildes,
que se alejen los beatos.

Que pase la Magdalena,
que venga San Agustín,
que esperen los Reyes Magos
que les tengo que escribir.

sábado, 12 de diciembre de 2015

8 x 8

Cosecha musical de esta mañana: un pequeño experimento que junta cuatro instrumentos que me encantan: la tuba (¡salud, Roberto!) y la viola (¡aló, Andreana y Flor!), la flauta (acoqui, Sergio) y la percusión (buenos días, Miguelón).

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lunes, 7 de diciembre de 2015

Tropicália





Para bien, para mal, somos alcoholes
en la destilería de Epicuro:
nos fascina la luz de lo inseguro
y el sol que torna egregios los guiñoles.

De paño burdo y simple (sí: españoles),
nuestros nombres no adornan ningún muro:
somos desconchaduras de lo oscuro,
buñuelos que desprecian aerosoles.

Una pena que esconde sus espinas
nos nutre en capilares con su magia:
una dulce y recóndita hemorragia
que salva, pues es savia, sus esquinas

y empapa cada cosa torpe y yerma
con la nobleza impúber de su esperma.