martes, 31 de agosto de 2010

Balada de las damas de antaño


Algunos encuentros, gratos de por sí, suelen traer premio. Ayer vi a la simpar Ana Leal y me silbó la Balada de las damas de antaño de Villon, primero tal como la cantaba Brassens y luego en esta versión, creo que inédita, del maestro Agustín. Por supuesto, se la sabía de memoria, y tuvo a bien escribírmela en una servilleta, que ahora despliego para ustedes. Allá va.


BALADA DE LAS DAMAS DE ANTAÑO

Decid dónde ni en qué lugar
Flora está, la bella romana,
Archipiada y Taide sin par
que fue diz que su prima hermana
y Eco, que en lago, que en fontana
va todo ruido a responder,
que de hermosa fue más que humana:
¿dónde están las nieves de ayer?

¿Dónde está Eloísa sutil
por quien fue capado a rebana
Abelardo y, monje por fin,
tal baldón por su amor se gana,
y asimismo la reina vana
que a Buridán mandó meter
para echarlo al Sena en botana:
¿dónde están las nieves de ayer?

Reina blanca como jazmín
que cantaba en voz meridiana,
Berta Larga, Lisa, Bietriz,
Aramburguis la capitana
y la gran lorenesa Juana,
la que en Ruán quemó el inglés,
¿dónde están, Virgen soberana,
dónde están las nieves de ayer?

Si indagáis, señor, de mañana
o de tarde por dónde estén,
ya el estribillo os lo devana:
¿dónde están las nieves de ayer?

(François Villon, tr. García Calvo)


lunes, 30 de agosto de 2010

Reverso


Termina el verano. No tengo tiempo de hacerle los honores, pero al menos traigo un tesoro (otro). Es un soneto que encontró esta semana Dani en el garaje de la casa de Antonio (sobre qué hacía allí, caben dudas. Yo apuesto a que lo perdió).

Reverso

Por aquí... por allí... Ya queda menos
para el dolor... Al fondo..., a la derecha,
donde una mano azul abre una brecha
y están, a rebosar, los ojos llenos

de imágenes del sol. Hoy no son buenos
los saludos del mar; y está deshecha
la redondez del agua en cada fecha
de tantos años para siempre ajenos.

¿Dónde está lo que fui, lo que no he sido
y, no obstante, tal vez..., la melodía
que no supe cantar, la aurora fría

que me anunció la luz que me ha vencido...?
¿Dónde el silencio aquel que nunca he oído...?
Sólo queda el dolor. La luz del día.

(2006)

viernes, 13 de agosto de 2010

Se dejaba llevar por ti


El pensamiento es automático: salvo cuando nos imponemos (o nos cae encima) una tarea intelectual, fluye 'libremente': en complejo diálogo, en realidad, con los estímulos externos e internos, y en movimiento por los dos ejes asociativos: semejanza y contigüidad. En animada mezcla, discurren recuerdos y ocurrencias, comparaciones, asentimientos y rechazos. Entiéndase que los recuerdos de los que hablo no son datos que uno saca de la memoria con tal o cual propósito, sino lo que el maestro llama 'reviviscencias': retornos involuntarios de sensaciones pasadas. Pensar es tan natural como respirar o andar, pero hacernos conscientes del proceso tiene resultados bien distintos: cuando la respiración o el caminar suben a la conciencia, un programa que corría en segundo plano pasa a consumir de repente casi todos los recursos de la CPU, obligándonos a un esfuerzo extraordinario e inútil, hasta que el hábito subconsciente retoma, felizmente, la tarea; en el caso del pensamiento, ser conscientes de que pensamos y de cómo se produce el discurso interno no detiene el proceso (a la espera de lo que dicte quien manda), y la división que se produce, el extrañamiento entre el que piensa y el que observa el pensamiento, produce con frecuencia arrobamiento, admiración.

Se entiende que los literatos hayan intentado hacer justicia a ese 'fluido de conciencia', y en especial al que se produce en los estados alterados de la misma: no ya durante los producidos por tal o cual fármaco, buscados, sino en los cotidianos y automáticos de la duermevela o la ensoñación diurna. Los mecanismos de asociación que obran entonces son, desde luego, los de siempre: semejanza y contacto; pero hay una apertura o expansión del panorama que permite llegar mucho más lejos en cualquier dirección. Apenas un aperitivo, desde luego, del prodigio del sueño, donde el pensamiento se convierte en un espectáculo audiovisual de primer orden; pero ya todo un orbe de tesoros y turbaciones.

Explorar el pensamiento de la duermevela y comprender sus peculiaridades técnicas se llamó, alguna vez, romanticismo; después, surrealismo (la 'cola prensil' de aquél) o psicodelia. Psicoanálisis y psicología analítica se suman a la fiesta, siempre y cuando se les asegure un propósito terapéutico que, según cómo se mire, añade valor a la experiencia o, convirtiéndola en sirviente de más altos fines, la devalúa.

El metabolismo colectivo da por conocido y agotado el surrealismo en cualquier sentido: como estética y como aventura. Pero así ha sido siempre: lo que ahora se rechaza como trivial se descartó antes como absurdo o sacrílego. En la fascinación por la duermevela hay una gratuidad y un sentido de promesa o inminencia que nunca han sido gratos al orden, en sus múltiples manifestaciones: no sólo se trata de una cosa que no se sabe para qué sirve, sino de una materia que se niega a ponerse al servicio de ninguna ideología o plan: satánica, pues. Los encontronazos de los surrealistas 'históricos' con el Partido Comunista son un buen ejemplo de esta desconfianza mutua entre propósito y encantamiento.

La valoración estética de la escritura automática (que es, casi siempre, menosprecio de la misma) parte de un equívoco: el mismo que ha situado el surrealismo entre los movimientos literarios, cuando quiso y a ratos logró ser otra cosa. Componer un poema o prosa poética y apuntar sin censura las ocurrencias del momento son dos ejercicios distintos: ninguno de los dos sencillo. Hay razones para que el segundo fascine a quien lo realiza, pero (una vez agotada la novedad) no tiene por qué resultar emotivo o revelador para 'el público', que con unas pocas muestras ya se dio históricamente por enterado de por dónde iban los tiros y qué daban de sí. Lo que uno descubre intentando la escritura automática son materiales, no productos acabados: una enseñanza práctica (si así se quiere entender el espectáculo) sobre ciertos vínculos nada obvios y los caminos que llevan a establecerlos. El interés de la escritura automática ajena podría ser, en todo caso, técnico: ilustra sobre la dificultad que plantea recoger con fidelidad algo tan escurridizo (es difícil, para empezar, ajustar la velocidad de escritura a la del pensamiento sin que se produzca, por razones sólo en parte técnicas, una demora que adultera el experimento) y muestra atajos que pueden servirnos.

Fuera ése o no su propósito, no cabe duda que la exposición a los materiales de la duermevela, tal como aparecieron recogidos por la actividad surrealista, generalmente etiquetada como arte, y la de otros movimientos afines, han dejado la sensibilidad general *achispada*. Ciertas formas de asociación están ahí, y aunque no estén 'de moda', se reconocen como un procedimiento extravagante, pero viable. Debidamente meneadas, nada impide que den sabor a productos de consumo masivo: si García Lorca se complacía comprobando que nadie entendía el 'Romance sonámbulo', pero andaba en boca de todos, lo mismo podría decir Antonio Vega con buena parte de sus canciones, que 'funcionan' sin que uno pueda decir de buena fe que entiende lo que ahí se está diciendo (si creen otra cosa, póngase a prueba, por ejemplo, con 'Se dejaba llevar por ti').

Otras veces, sin embargo, lo que surge como escritura automática, o próximo a ella, acaba resolviéndose, admitiendo explicación, paráfrasis. Lo he pensado estos días al recordar dos versos que aparecieron en algunos de mis intentos tempranos de e.a. y que, por la causa que sea, me han seguido rondando.

Hay elecciones en los mares del huevo

y

Caballo, en tu mandíbula residen las provincias.

No sólo tienen hoy sentido claro para mí, sino que hablan de lo mismo: de la propia escritura automática y sus posibilidades o límites. Donde no hay producto, sino despliegue de posibilidades o gérmenes (los mares del huevo), el discurso toma por una de ellas, o una de ellas se impone: hay no tanto una elección individual de la conciencia, sino un asentimiento colectivo, asambleario, de las sombras. Es, en fin, ese tiempo o lugar del que habló Alberti, donde el mar aún no sabía si sería niño o niña.

En la otra imagen, la duermevela no aparece como un lugar, sino como un animal: un caballo que puede tirar hacia donde quiera, y que, debidamente motivado, podría llevarnos a cualquier sitio, como Pegaso o Clavileño. El interés de esos lugares está en que no forman parte del centro, de la conciencia, sino de la periferia: las provincias del imperio, que han sido siempre el lugar donde medran peligro y salvación. La voz que habla no parece plantearse ir a ningún sitio concreto, tirar de las bridas: se limita a saborear las posibilidades, como el niño que no sólo ve todos los sabores de helado a su disposición, sino que sabe que todos se le entregan por igual, hasta que él cometa el error inevitable de escoger uno o dos y sienta como propia la frustración de los preteridos.

Está el peligro de pasar de la constatación (lo automático a menudo acaba iluminándose, perdiendo su condición de absurdo o enigma) al programa (la escritura automática nos sirve para, mediante su lectura posterior, conocernos mejor, iluminarnos). Sería, en fin, como pensar que las excursiones o los viajes nos sirven para hacer fotos, escribir memorias o (peor aún) matar el tiempo. Lo que de bueno pueda haber en eso se da, en todo caso, por añadidura. Lo cierto es que quien ha probado la duermevela (no ya en el momento en que se produce, sino saboreando lo que de ella queda preso en recuerdos, escritos u otros formatos) no puede ni quiere olvidar que ha estado allí, que hay un 'allí' que forma parte de 'esto'.


Avalanche

En el mes de mayo un alma amable subió a Youtube algunos temas de Avalanche, una banda de finales de los 70 que hacía una música atemporal y, con perdón, muy cientovolandera. Aquí los subo a mi vez. Bon appetit.




miércoles, 11 de agosto de 2010

Recuerdos, sueños, erratas



Recuerdos, sueños, pensamientos, la autobiografía de Jung, es un libro al que he vuelto muchas veces, abriéndolo al azar y leyendo unas cuantas páginas. Creo que, a pesar de mi devoción junguiana, nunca lo había leído entero. En esta ocasión, la edición que andaba por casa desde 1972 está tan estropeada que he tenido que acercarme al centro a por una actual, del 2009. Lo grande del caso es que, por lo que llevo visto, los señores de Seix Barral han tenido a bien respetar casi todos los errores y erratas de la edición del 72. Es cierto que han corregido alguna de bulto (así, 'en la familia de mi madre hubieron seis sacerdotes', pág. 53 de la ed. de 1972), pero asombra pensar que en 37 años ni la traductora, María Rosa Borrás, ni alguno de los correctores de editorial tan venerable hayan reparado en otras, como 'etónico' (por 'ctónico') (p. 202). Incluso la nota de la traductora explicando el significado de 'sinópticos' sigue incorporada, erróneamente, al texto, en vez de situada a pie de página (p. 110). Con frecuencia, uno no sabe qué está leyendo: si Jesús, por ejemplo, 'torna' a los niños para evitar que Satán los devore, como se lee en el libro, o más bien los 'toma' (p. 24); no sé si alguien habrá logrado descifrar el pasaje que Borrás traduce así, a propósito de las frases chocantes que solía decir una enferma:

Por ejemplo ella decía: «Soy la Loreley» y ciertamente porque el médico, cuando intentaba explicárselo, decía: «No sé lo que esto significa».
(p. 156)

Se intuye que esta última frase la diría también la paciente, no el médico, pero en el resto hay que hacer obras mayores para lograr sacar algo (¿«y ciertamente cuando el médico le pedía que se lo explicara, decía...»?). Eso sin entrar en por qué una palabra tan poco arcana como sinóptico merece una nota de la traductora, mientras que la leyenda de Loreley, lo mismo que las numerosas citas en latín, se da por cosa sabida.

Otras veces, aunque se entiende el texto, la traductora utiliza términos poco idiomáticos: en español hablamos de la noche de Walpurgis; alguna vez lee uno, en referencia a la santa, 'Walburga', pero nunca 'Walpurgia' (p. 123, n. 2).

En conjunto, resulta inevitable pensar que al lector español de traducciones se le trata con poco respeto. Por suerte, no se llega aquí al caso de ese traductor de James Hillman (en uno de los volúmenes de Anthropos sobre las conferencias de Eranos) que, al topar con un tal 'Onians' en el texto, como no le sonaba el autor, lo convirtió en una tribu o secta ('los onianos'); pero tantos años deberían haber dado para una revisión digna. A ver si para el 2011...