miércoles, 16 de septiembre de 2020

Taller Literario: primera sesión (16 de septiembre)

Hoy hemos celebrado en el centro cultura La Gota la primera sesión del taller literario Condiciones de Luna. Ha sido una experiencia estupenda. A medida que se acercaba la sesión, fui ideando y descartando varias formas de afrontarla, y varios contenidos que podríamos abordar. Mucho me ayudó conversar con mi amiga María Eva Ferrod, que además de ser una estupenda escritora compartió conmigo taller cuando éramos chicos. Al final, vino a mí este sermón, medio en prosa medio en verso, que hemos utilizado como punto de partida (discutible y discutido) para sobre él abordar muchas cuestiones interesantes: en qué sentido es veraz un poema; si puede la literatura ser solo actividad mental, sin escritura; si es conveniente hacer memoria de los sueños; si hay o no en la literatura un movimiento de lo informe a lo formal, de lo secreto a lo público.

Va allá el sermón, con la invitación a los que quisieran haber estado de que la próxima vez se hagan presentes. Aún queda alguna plaza: y con no ser en cada ocasión mucho más de diez, estamos en un número más que razonable.

Un tópico cualquiera: la escritura es un acto de comunicación.

Y lo es. Aunque quizá no solo ni principalmente como solemos pensarlo.
Cuando nos sentamos a escribir
(pero ¿nos sentamos a escribir? ¿Es así como funciona eso?).
Digamos, mejor:
cuando tenemos una idea, una ocurrencia
quizá paseando
o bajo el agua templada de la ducha
o mientras nos disponíamos a hacer algo que, a decir verdad, no nos apetece nada
como estudiar un examen
o corregirlo
o ponernos en paz con Hacienda,
entonces
y también
cuando algo nos desborda y necesitamos echarlo, y probamos a escribirlo
entonces
dos partes nuestras se comunican.

Una la conocemos: es la que toma nota de la ocurrencia
la que intenta convertir en palabras lo que percibe de otro modo
por dentro
como sensaciones, emociones,
y otras palabras abstractas que no le hacen mucha justicia
a esas misteriosas mareas internas
que nos tienen medio náufragos
y también medio a flote,
pues sin ellas, en la calma chicha,
nos sentimos más muertos que nada,
hundidos en la superficie de las cosas,
sin acceso a su interior.

El caso es que esa parte nuestra escucha
primero sin querer
como cuando uno, recién despierto, recibe de la memoria un breve resumen o esbozo del sueño que estaba teniendo
(y, normalmente, decide olvidarlo: porque su mente está en otras cosas de mayor interés y trascendencia
o al menos más urgentes);
pero luego quizá fascinada
por lo que puede ser un verso
o el comienzo de un cuento
o algo que alguien que podría decir en un cierto momento
(y procede entonces pararse a intentar saber quién, dónde, cómo
e inventar (encontrar) así al personaje
central de nuestra historia).

La comunicación que percibe
no suele ser perfecta
y el que escucha no puede establecerla a placer
apretando un botón.
Tampoco todo lo que le llega le complace.
Puede que ofenda su sentido del pudor
o le parezca absurdo,
como la imagen de un hombre partido en dos
por la hoja de una ventana,
o la luz de los últimos arpegios.

Cuando se hace el silencio,
como si dejaran de chivarle las respuestas de un examen,
el que escribe se para a pensar qué podría venir a continuación,
con qué rellenar las casillas vacías,
cómo restablecer el contacto.
Y en verdad, ese es su rol,
contradictorio (como casi todos):
ser juez, censor, control de calidad
de lo que se le comunica
y al mismo tiempo ser cómplice
de este contrabando de ideas o palabras
y propiciarlo
como el adorador a su dios favorito.

Nacen así los rituales
escribir a tales horas, en ciertos lugares,
rodearse de objetos amigos,
enviarle a modo de ping al otro algún sorbo de ambrosía
o en su defecto de whisky
o algún otro alcaloide psicotrópico.

Este en fin
al que se le comunica la obra
es claramente nosotros,
no demasiado distinto del que hace las demás cosas de nuestra vida.

En cuanto al otro…
Temo no estar a la altura
(a la profundidad)
que hablar de aquel requiere.
Pienso en Mohammed,
aquel a quien llamamos Mahoma,
y en cómo aquel hombre que escuchaba voces
(¿internas?, ¿externas?),
se vino a convencer de que Gabriel,
el ángel protector y mensajero,
era quien acudía a revelárselas
de parte del Altísimo.
(Mas no sin ciertas dudas: y en verdad,
testigo Salman Rushdie,
al menos una vez
al hacer balance de la revelación del día
llegó a la conclusión de que esa vez era el Schaitán,
o séase el Diablo,
quien había venido a soplar a su oído.)

Hemos llamado dioses y diablos
a esa fuerza que pone en nuestros labios
lo que un segundo antes no sabíamos pensar.
En el fondo, tan solo se exagera
en esto lo normal, que ya es prodigio:
que hablamos sin saber cómo lo hacemos,
gracias a la gramática que siendo muy pequeños
más que aprenderla
vino a prender en nosotros,
y así pudo ser que sin pensar en fonemas
ni en sintaxis
ni en nada parecido
ni tener de antemano un esquema,
es capaz la palabra de ponernos en marcha
y el más descerebrado de la clase,
el que menos (se diría) tiene algo que decir,
puede ser el más locuaz,
un torrente imparable de oraciones
que fluyen con los verbos en su sitio,
tan perfectas que dejan, maleables,
huecos y tropezones
y se entienden igual.

Llama Lenguaje a eso que nos habla
(un virus, según dicen, del Espacio)
y ahora piensa también en ese tipo
que inventa sin guion, mientras dormimos,
la compleja estructura de los sueños
que no todos recuerdan,
pero de los que hay razón para creer
que no se libra nadie.

Soñamos (esto creo que está claro)
con lo que nos importa
—y acaso esto sería buena guía
a la hora de escribir, contra la idea
de que escribir, por juego o disciplina,
de lo que nos la finfla
nos vaya a ayudar mucho a escribir algo
que se deje leer.

Que el que emite los sueños
es también quien emite las comienzos
(que son Verbo)
de nuestras ocurrencias,
es sospecha bastante razonable.

Si hay un dios o un diablo en nuestras vidas,
es probable que viva en nuestros sueños
más que en la sacristía.
Don Antonio Machado
estaba convencido. Como dijo,

Todo hombre tiene dos
batallas que pelear.
En sueños lucha con Dios;
y despierto, con el mar.


Ocurrencias divinas, diabólicas,
como un hombre que despierta convertido en cucaracha,
o Me llamo barro aunque Miguel me llame
o En un agujero en la tierra vivía un hobbit
o Verde que te quiero verde.

La duda (que si dios, si diablo)
que no abandonaba ni al mismísimo Mahoma,
es siempre pertinente.
Como dicen de los enanos en las novelas artúricas,
que su aparición señala un cambio importante en la vida del héroe,
pero que nunca se sabe si va a ser bueno o malo,
o primero lo otro y lo uno después.
Así, y de nuevo toca a don Antonio
advertírnoslo:

En mi soledad
he visto cosas muy claras
que no son verdad.


Cosa que ya confesaban también las Musas a quien en el Parnaso quiso oírlas:
que solo entre muchas mentiras
contaban la verdad;
y así, quien tira a ver de una ocurrencia,
debe estar preparado para hallar un zapato
o una lata vieja
en vez de una merluza o una sirena;
mas sabiendo también
que en la olla oxidada
(o en la botella como de náufrago)
se puede ocultar un genio.

Volviendo a los sueños,
pocas veces en ellos
lo que parece es solamente eso:
se puede ser en ellos
niño y adulto a la vez,
y puede que el capitán del barco
ser a la vez nuestro padre
o el profesor que nos daba Matemáticas en el cole.
Todo se nos ofrece no solo ligado,
sino superpuesto:
y así también parece en el poema
que hablamos claramente de nosotros
y a la vez que algo hablara por nosotros
como si aprovechara nuestras propias sensaciones
para contar un algo que vendría a superarlas
de algún extraño modo.

Y así se hallaba, un suponer, Neruda
en sus Veinte poemas de amor
y una canción desesperada
,
cantándole a una chica de su vida en este verso
y en el siguiente a otra
y viniendo las dos, en el poema, a ser la misma
o acaso ninguna.

Mejor, en todo caso,
no tomarse al pie de la letra
como realidad de este mundo
lo que viene a colarse de otro.
(Como en la duermevela uno puede encontrarse
pensando en su hermana
sin recordar que nunca tuvo tal cosa.)

No siendo, en fin, esto de dioses o demonios
o fantasmas que andan por ahí fatigando ouijas,
tanto una explicación como una derivada de estos encuentros
con alguien que nos dice cosas desde nuestros sueños
o nuestras ocurrencias,
no es vano tampoco recordar cómo la Ciencia
y aun la razón común
nos dice que en nosotros, lo mismo que el Lenguaje,
que sabe y ha olvidado la gramática al completo,
vive algo que es nosotros pero que normalmente
está retirado y no aparece en pantalla
y que, por tener nombre con que hacernos
idea de qué sea, lo vinimos
a llamar lo de abajo (subconsciente)
o lo que no sabemos (inconsciente).

Dice de esto James Hillman, y no miente,
que así como la mitología
fue la psicología de los antiguos,
que vinieron por ejemplo a llamar Ares o Marte
a nuestras ganas de partirle la cara a alguien
y Zeus o Júpiter al convencimiento
de que hacer lo que nos peta es el mayor de los placeres;
usando de los dioses como nombres
de esas fuerzas o instintos que nos mueven;
así tampoco la psicología
(o al menos el florido psicoanálisis)
viene a ser otra cosa
que la mitología de este tiempo
y que el Ego, la Sombra, el Superyó
son el héroe, el diablo y el dios padre
de nuestros consultorios.

En fin: que tras paseo tan verboso
hemos venido a dar, como es lo suyo,
en donde comenzábamos:
que la literatura es un encuentro
en el que vienen a comunicarse
nuestra conciencia y nuestro subconsciente.
Siendo así el escribir una manera
de enterarse de cosas de este mundo
(y sobre todo, del que nos habita
por dentro: el mundo interno: nuestra mente)
que no averiguaríamos sin eso.

Un encuentro también, y esto lo mismo
no está muy lejos de lo ya explorado,
de lo que en nuestra mente es no verbal
con la verbalidad: se hacen palabras
como única manera de quedarse
un tiempo en este mundo,
y también como forma de arrojarlas
al modo en que (perdonen) vomitamos
o lloramos a moco distendido
para hallarnos después mucho más limpios,
aunque sea asomados a la taza
del wáter o empapados como esponjas
en nuestros lagrimeos.

Dice el otro Machado, don Manuel,
que cantando la pena, la pena se olvida.
Dicho que como tantos de estos buenos
hermanos, tiene algo de reescritura
del saber popular, que ya avisaba:
pues Quien canta, su mal espanta
y El hambriento, con pan sueña.

En la literatura se resuelven
problemas irresolubles:
como la Gorgona,
que volvía en cascotes a la gente,
la escritura torna penas en palabras;
y además, cuando tiene algún buen día,
oficia de alquimista
convirtiendo el estiércol en flor
y el horror en belleza.
No es extraño que sea terapeuta
gratuita, eficaz y peligrosa.
Que ya sabemos
que tomarse muy en serio lo que a uno se le ocurre
conduce sin problemas al delirio,
la megalomanía y la fundación de sectas.

Hay que escribir como juega un niño:
implicándose a cien en el juego,
pero sabiendo hacer cruci también.

Encuentro doble,
en fin, nuestra escritura
como un túnel labrado con cucharas de postre
comunica la parte de arriba del iceberg
con su profundidad;
le da al Verbo, que solo es aire suelto,
no ya un significado,
sino una intención, un sentido
que lo hace prolongación de nuestros miedos,
entrañas y deseos.

Bien se puede entender que la gente
se lance a esta aventura;
y que muchos se pierdan o encuentren en ella.
Momento en el que conviene
detenerse y dejar sobre la mesa
si, aparte del consejo de no tomar las ocurrencias
por palabra de Dios
(o al menos no palabra que se deba entender literalmente),
se podría también dar un consejo
o dos (tal vez el uno contra el otro)
sobre cómo escribir
no ya algo que nos valga
(que eso pienso que ya queda explicado
en la medida en que explicarse puede),
mas algo que le sirva de algo a alguien.

Otra sesión, quizá, dé para ello…