viernes, 31 de marzo de 2006

La letra pequeña


Cuentan que el sabio francés Gilberto de Aurillac (955-1003) hizo un pacto con el Diablo para llegar a ser Papa. Entre otras maravillas, el Demonio le ayudó a construir una cabeza encantada de latón que era capaz de contestar o no. Gilberto preguntó si llegaría a ser papa, y la cabeza dijo sí; a continuación le preguntó si moriría antes de haber dicho misa en Jerusalén. La cabeza dijo no. Felicitándose por su astucia, el mago decidió que jamás viajaría allí y sería, por tanto, inmortal.

Una vez elegido como Papa, con el nombre de Silvestre II, el brujo disfrutó durante muchos años de los placeres de la gloria, engañando a todos con sus artes. En el Vaticano todos le admiraban por su ciencia y su piedad, y a nadie pareció chocarle su negativa pertinaz a viajar a Tierra Santa.

En una ocasión, cumpliendo sus deberes eclesiásticos, Silvestre tuvo que decir misa en una pequeña iglesia de Roma, y mientras consagraba el pan y el vino comenzó a sentirse mal. Miró hacia arriba, a una de las vidrieras, y vio un enjambre de demonios que la golpeaban con sus alas, luchando por entrar. Con la frente bañada en sudor, cayó de repente en la cuenta: aquel templo se llamaba santa María de Jerusalén.

Comprendiendo que estaba perdido, Gilberto, tembloroso, se dirigió a los feligreses y les pidió disculpas por la misa atípica que iba a ofrecerles. Una por una, fue desgranando todas sus culpas como un collar de perlas negras, y al fin, casi sin voz, hizo un ruego. Si los presentes estimaban en algo la salvación de su mal pastor, todos los miembros de su cuerpo con los que había servido al Diablo (sus brazos, piernas, manos, lengua, ojos y cabeza) le habían de ser arrancados y esparcidos por los vertederos y pozos negros de la ciudad.

Cumpliendo su voluntad, los cardenales despedazaron su cuerpo, y decidieron colocar sus restos sangrientos en un carro, dejando que los caballos lo llevasen donde quisiera la providencia. El carro se detuvo ante la iglesia de san Juan Laterano, lo que se interpretó como una señal del perdón divino. Desde entonces, según se dice, cuando un papa va a morir la tumba de Silvestre II, situada en esta iglesia, se humedece de sudor. Si acercas el oído a la losa, puedes oír cómo tiemblan sus huesos.

jueves, 30 de marzo de 2006

La Niña de cabellos azules


Entonces el muñeco, perdido el ánimo, estuvo a punto de tirarse al suelo y darse por vencido, cuando, mirando en redor, divisó allá, a lo lejos, entre el verde oscuro de de los árboles, una casita blanca como la nieve.

—Si tuviera tanto aliento para llegar hasta aquella casa, quizás me salvaría —dijo para sus adentros.

Y sin dudar un instante, con renovados bríos, emprendió de nuevo a correr a través del bosque. Y los asesinos siempre tras él.

Y después de una desesperada carrera de casi dos horas, llegó por fin todo jadeante a la puerta de la casita y llamó.

Nadie respondió.

Volvió a llamar con mayor violencia, porque oía acercarse el ruido de los pasos y la profunda y afanosa respiración de sus enemigos. El mismo silencio.

Advirtiendo que el llamar no conducía a nada, comenzó desesperado a dar patadas y cabezadas a la puerta. Entonces se asomó a la ventana una linda Niña, de cabellos azules y rostro blanco como una imagen de cera, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho, la cual, sin mover siquiera los labios, dijo con una vocecita que parecía llegar del otro mundo:

—En esta casa no hay nadie. Todos han muerto.

—¡Ábreme tú, siquiera! -exclamó Pinocho, llorando y suplicando.

—También yo estoy muerta.

—¿Muerta? Y entonces, ¿qué haces ahí en la ventana?

—Espero al ataúd que venga a llevarme.

Apenas dijo esto, la Niña desapareció y la ventana se cerró sin hacer ruido.


(Carlo Collodi, Las aventuras de Pinocho, cap. 15)

miércoles, 29 de marzo de 2006

Nevermore


El cuervo
(metamorfo)

Cierta medianoche aciaga, cuando, débil y cansado,
meditaba sobre algún volumen de olvidada ciencia

y asentía, adormecido, de pronto se oyó un rasguido,

como de alguien que llamara, suavemente, a mi portal.

«Es un visitante» —dije—, «que está llamando al portal;

sólo eso y nada más.»


Lo recuerdo claramente: fue en el gélido diciembre,

cada chispa moribunda dejaba un rastro espectral.

Yo esperaba ansioso el alba, pues en vano busqué calma

en los libros a mi pena por la perdida Leonor,

la niña radiante y clara que los ángeles tan sólo

Leonor podrán llamar,

sin nombre en el mundo ya.


El crujir triste e incierto de las cortinas purpúreas

me embargaba —me llenaba de fantásticos terrores

que jamás antes sentí.

Así, por calmar mi angustia, me repetí con voz mustia:

«Es tan sólo un visitante que ha llegado a mi portal;

un visitante tardío que ha llegado a mi portal;

sólo es eso y nada más».


Cobré fuerzas de repente; no dudando por más tiempo

«Caballero» —dije—, «o dama, me tendréis que disculpar,

pues estaba adormecido cuando oí vuestro rasguido

y tan suave había sido vuestro golpe en mi portal

que dudé de haberlo oído...» —y abrí del todo el portal:

sombras allí, nada más.

Perdí la vista, asustado, en la oscuridad siniestra,

maravillado, dudando,

soñando sueños que nadie antes se atrevió a soñar

pero en el silencio intacto la quietud no dio respuesta.
Sólo se oyó una palabra: «Leonor», di en murmurar.

«Leonor» dije, y el eco su nombre volvió a nombrar.

Sólo eso y nada más.

Aunque mi alma ardía dentro, regresé a mis aposentos,

pero pronto aquel rasguido se escuchó más pertinaz.

«Quien quiera que sea, llama esta vez a la ventana;

veamos de qué se trata, qué misterio habrá detrás.
Que mi corazón se aplaque. Veamos lo que hay detrás;

es el viento y nada más».


Mas cuando abrí la persiana, se coló por la ventana

agitando su plumaje un cuervo cuyo linaje

provenía de los santos días de la Antigüedad.
Sin cumplido o miramiento, sin detenerse un momento,

con aire envarado y grave fue a posarse en el portal,

en el busto de Minerva que hay encima del portal

fue y se posó: nada más.


Esta negra y torva ave transformó con su aire grave

en sonriente extrañeza mi triste solemnidad.

«Ese penacho rapado no te impide ser osado,

viejo cuervo desterrado de la negrura abisal;

¿cuál es tu tétrico nombre en el abismo infernal?»

Dijo el cuervo: «Nunca más».


Mucho me maravillaba que un ave tan desgarbada

me respondiera, aunque fuera despropósito su hablar;

sé bien que estaréis conmigo que hombre alguno fue testigo

en el mundo de tamaña cosa extraña en su portal:

¿quién vio ave o alimaña que, instalada en su portal,

se llamase «Nunca más»?


Mas el cuervo, altivo, adusto, no pronunció desde el busto,

como si en ello le fuera el alma, un vocablo más.

No movió una sola pluma ni dijo palabra alguna

hasta que al fin musité: «Vi a otros amigos volar;
por la mañana él también, cual mis ansias, volará».

Dijo entonces: «Nunca más».


Esta certera respuesta dejó mi alma traspuesta;

«Sin duda» —dije—, repite lo que ha podido acopiar

del repertorio olvidado de algún amo desgraciado

que en su caída redujo sus canciones a un refrán:

«Nunca, nunca, nunca más».


Como el cuervo aún hacía sonreír mi fantasía,
planté una silla mullida frente al ave y el portal;

y hundido en el terciopelo me afané con gran recelo

en descubrir que quería decir aquel agorero,

torpe, lúgubre, agorero pájaro de mal agüero
que graznaba «Nunca más».


Esto, sentado, pensaba, aunque sin decir palabra

al ave que ahora abrasaba mi pecho con su mirar;

esto y más cosas pensaba, con la cabeza entregada

al cojín de terciopelo que el candil hacía brillar.

¡El cojín de terciopelo que el candil hacía brillar

y en el que ella como antaño

nunca más se sentará!


Luego el aire se hizo denso, como si ardiera un incienso
mecido por serafines de leve andar musical.
«¡Tu Dios!» —grité—, «desdichado, estos ángeles envía

a traerte el filtro arcano que a Leonor te hará olvidar!
¡Bebe, apura el dulce filtro que a Leonor te hará olvidar!»
Dijo el cuervo: «Nunca más».

«¡Profeta!» —dije—, «¡malvado, pájaro al fin o diablo!,

bien el Tentador te envíe o la tempestad arroje
tu demacrado plumaje a este remoto paraje
,
a esta casa desolada, dime, te imploro, verdad:
dime, te imploro, ¿hay acaso un bálsamo en Galaad?»

Dijo el cuervo: «Nunca más».


«¡Profeta!» —dije—, «¡malvado, pájaro al fin o diablo!

Por el Dios que veneramos, por el manto celestial,
dile a este desventurado si en el Edén hoy lejano

a la niña santa y clara que entre los ángeles vive,

a Leonor, doncella santa, un día podré abrazar».

Dijo el cuervo: «¡Nunca más!».


«¡Diablo alado, no hables más!», dije, dando un paso atrás;

«¡Que la tromba te devuelva a la negrura abisal!

¡Ni rastro de tu plumaje en recuerdo de tu ultraje

quiero en mi portal! ¡Intacta deja ya mi soledad!

¡Quita el pico de mi pecho! ¡Deja en paz mi soledad!»

Dijo el cuervo: «Nunca más».


Y el cuervo, siempre obstinado, aún sigue, sigue posado
en el busto de Minerva que preside mi portal;
es su mirada aguileña la de un demonio que sueña,

y el candil lanza su sombra sobre el suelo, fantasmal;
y mi alma, de la sombra que allí flota, fantasmal,

no ha de alzarse en este mundo;

¡no ha de alzarse nunca más!

martes, 28 de marzo de 2006

Mater Tenebrarum


TRES APROXIMACIONES
A UNA LEYENDA URBANA RENACENTISTA

No está muerto lo que puede
yacer eternamente.
(Abdul Alhazred, Necronomicon)

I. LA LEYENDA, DESDE LA HISTORIA

En el resto de Italia, se había despertado también por aquel tiempo, naturalmente, el interés por las antigüedades romanas. Ya Bocaccio llama a las ruinas de Baia [ciudad romana cercana a la moderna Nápoles] «viejos muros, y nuevos, no obstante, para el moderno espíritu»; desde entonces se las consideró como el lugar más digno de visitarse en los alrededores napolitanos. Se empezaron a coleccionar antigüedades de toda especie. Ciriaco de Ancona recorrió no sólo Italia, sino otras regiones del viejo Orbis Terrarum [orbe terráqueo], y trajo de su viaje multitud de dibujos e inscripciones. Cuando le preguntaron por qué lo hacía, respondió que «para resucitar a los muertos».

[...] Entregado el ánimo de la gente a tales exaltaciones, vino a suceder que el 18 de abril de 1485 empezó a correr el rumor de que se había descubierto el cadáver de una joven romana —de la Roma antigua— de maravillosa belleza. Unos albañiles lombardos, que en unas tierras del convento de santa María, en la Vía Apia, más allá de la tumba de Cecilia Metella, excavaban un sepulcro antiguo, encontraron un sarcófago de mármol con la supuesta inscripción: «Julia, hija de Claudio». El resto pertenecía ya al reino de la fantasía: que los lombardos desaparecieron al punto con los tesoros y las piedras preciosas que adornaban y acompañaban al cadáver, y que éste estaba tan impregnado de una esencia balsámica que lo conservaba tan fresco, y aun tan flexible, como el de una muchacha de quince años que acabase de fallecer. Llegó incluso a decirse que tenía vivo el color y entreabiertos los ojos y la boca. Se llevó al palacio de los conservadores, en el Capitolio, y para verla allí se inició una verdadera peregrinación. Muchos acudían para pintarla, «pues era hermosa como no puede decirse, como es imposible describir, y si intentáramos decirlo o describirlo, no lo creerían los que no lo vieron con sus ojos». Pero por orden de Inocencio VII fue enterrada una noche, delante de la Porta Pincia, en un lugar secreto, en el claustro de los conservadores quedó sólo el sarcófago vacío. Probablemente se había modelado, en cera o algo parecido, una máscara de estilo idealizado sobre la cabeza del cadáver, coloreada convenientemente la materia empleada, lo que concertaba muy bien con los cabellos dorados de que nos hablan. Lo conmovedor aquí no es el hecho mismo, sino el firme prejuicio de que un cuerpo «antiguo» —que es lo que, al fin, creía contemplarse en verdadera realidad—, por el solo hecho de serlo, tenía que ser de una belleza superior a cuanto existía.

(Jacob Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia, tr. Jaime Ardal, Madrid: Sarpe, 1985, pp. 156-8).

II. LA LEYENDA, DESDE LA PSICOLOGÍA JUNGUIANA

El ánima llegó incluso a inspirar un movimiento de masas: por los caminos de Roma marchaban los peregrinos hacia Roma para ver a «Julia, hija de Claudio», ese prodigio de muchacha adolescente descubierta durante las excavaciones practicadas en la primavera de 1485, que, aunque muerta desde hacía más de un milenio, conservaba en sus labios, su pelo y sus ojos una frescura y belleza comparables a las de una persona viva y —siendo una corporeización visible de la Antigüedad— superaba en hermosura a cualquier criatura viva.

(James Hillman, Re-imaginar la psicología, tr. Fernando Borrajo, Madrid: Siruela, 1999, pp. 407-8).

III. LA LEYENDA, RECREADA DESDE LA NOVELA FANTÁSTICA MODERNA

Me sumí en la contemplación de un viejo grabado, en el que se veía yacer a una joven de larga cabellera oscura en un lecho fúnebre en el centro de una plaza. Una fachada de columnas cerraba el fondo, las líneas del buril muy separadas para dar la sensación de lejanía. Rodeaban a la muerta personajes de porte aristocrático, con las cabezas respetuosamente descubiertas. No necesitaba leer el texto para saber que representaba a la ignota romana hallada hace cinco siglos en unas excavaciones de la Via Apia, en un sarcófago sin inscripción ni relieves. Se conservaba tan perfectamente que parecía dormida.

En aquel tiempo en que la vida y la muerte eran las dos caras de la misma moneda, nadie se sorprendía al ver cadáveres flotando en el Tíber o siendo pasto de los perros o juguete de la chiquillería. Nadie hacía melindres si tenía que arremangarse los faldones y dar un salto para no pisar una carroña a la puerta de su casa. Pero el hallazgo del cuerpo de la joven fue recibido como un raro don. Y es porque aquella belleza, que tenía un risueño aspecto primaveral, era el alma misma de la ciudad, hermosa y repugnante, morena de piel clara y uñas como cristales, hediendo a carne perfumada y vieja. Roma.

Fue tal la simpatía entusiasta que mostraron los romanos hacia la hermosa antigualla venida desde el fondo de los siglos, que el Papa temió una vuelta al paganismo, escribieron en sus cartas los embajadores vénetos y napolitanos, con sus plumas venenosas. Pero se equivocaban. Partenio nos había dicho a los atónitos discípulos que lo que había sembrado el terror en el corazón de aquel hombre agobiado por el peso de la tiara y de los años, y que ya no discernía las fronteras entre su historia personal y la de su pueblo, no era eso. Lo que le aterraba secretamente era el hecho de que él sí conocía el nombre de aquella joven patricia de negra cabellera y pendientes en forma de gorgona. Se llamaba Mater Tenebrarum y venía en su busca, para arrastrarle al Hades.

Los conservadores se la regalaron, pero no quiso ni verla. No supo que unas manchas oscuras habían empezado a extenderse bajo la finísima piel de la frente y las mejillas, ni que la nariz parecía estar perdiendo frescura. El cabello, que hasta entonces cayera en suaves bucles como humedecidos por el sudor, adquiría por momentos la aridez de la estopa. Ordenó enterrarla en los huertos vaticanos, junto a unos gallineros. A partir de entonces, comenzó el rápido crepúsculo de su vida.

(Pilar Pedraza, La pequeña pasión, Barcelona: Tusquets, 1990, pp. 54-6)

lunes, 27 de marzo de 2006

Espectra



Aunque tiene ya dos años, el libro que vuelve a mi mesa (Espectra. Descenso a las criptas de la literatura y el cine, Pilar Pedraza, Madrid: Valdemar, 2004) no se encuentra aún (creo) en los almacenes ingrávidos y gratuitos de Internet. Bien vale, en cambio, el esfuerzo de acercarse a la librería más cercana.

Quien hayan leído a Pedraza ya saben que escribe como un ángel, uno de aquellos ángeles caídos que enseñaron a los primeros hombres cuanto necesitaban saber. De hecho, escribe tan bien que uno termina perdonándole que en la mayoría de sus novelas, tras suscitar en nosotros una sensación maravillosa de extrañamiento, nos deje la conclusión antipática de que no ha pasado nada digno de contarse. Cierto que la experiencia de introducirse en ambientes febriles bien vale el viaje de obras como La pequeña pasión o Paisaje con reptiles. (En todo caso, sus primeras novelas, menos irritantes en este sentido, siguen siendo las más logradas: Las joyas de la serpiente y La fase del rubí.)

Como ensayista, Pedraza aborda el reino de las sombras con una desenvoltura envidiable. Su mirada sobre las obras de arte que glosa es casi siempre la de un cómplice exigente. En Espectra, monografía sobre las muertas animadas desde Filóstrato hasta Cronenberg, destripa el argumento de decenas de cuentos, novelas y películas, y aun así salimos agradecidos, con ganas de leernos al menos una cuarta parte de lo reseñado, y con la sensación de que lo que ya conocíamos sale enriquecido por sus observaciones. Parece imposible hacer una paráfrasis breve de una película que haga justicia a los aspectos no verbales de la misma (iluminación, atmósfera...). Sin embargo, la autora lo consigue con encomiable frecuencia.

Espectra cierra una trilogía sobre la imagen de la mujer inquietante (monstruo, muñeca, muerta): en las dos entregas anteriores, La bella, enigma y pesadilla y Máquinas de amar, también muy recomendables, la autora adopta una actitud empática con las tinieblas que explora, y resiste enérgicamente toda tentación de sermoneo. En Espectra la reivindicación feminista (y la crítica de cuanto de misógino hay en los productos románticos, simbolistas y decadentistas) se hace más explícita, en detrimento de la atmósfera. Hay algo en el tono más característico de Pedraza, conectado con el hecho de que no se trata de una ensayista común, sino de una artista que examina la obra de sus iguales, que tiende a mantenerla lejos del aire casi inquisitorial con que revisan estas fantasías otros autores y autoras más ideologizantes (como Bram Dijkstra: Ídolos de perversidad o Erika Bornay: Las hijas de Lilith). Habrá que rezarle a la Madre de las Tinieblas porque su heterodoxia, que es tanto como decir su sensibilidad distintiva, no ceda a la tentación normalizadora y descafeinante.

Por otra parte, es de suponer que la presión sobre una autora tan personal, a cuenta de su "morbosidad" y demás, no deje de producir cierto efecto: todos los aficionados al género nos vemos obligados a aclarar periódicamente que, estética aparte, preferimos la vida a la muerte, la salud a la enfermedad y en general lo bueno a lo malo. Hasta García Calvo incluyó un librito minúsculo, Alabanza de lo bueno, como apéndice a su desolador Sobre la felicidad, no fuera la gente a pensar que se había vuelto erizo de Schopenhauer o eremita de la Tebaida. Se entiende que Pedraza quiera mostrar que no es de piedra ni venusina y que el espectáculo de las mujeres maltratadas y asesinadas que el telediario nos amplifica la conmueve y revuelve tanto como a cualquiera. No estoy tan seguro de que nadie en su juicio pudiera leer su obra (o cualquiera de las que comenta) como apología de maltrato alguno; pero dados los tiempos, curarse en salud puede ser sensato. Como cantaba Silvio Rodríguez (que vive en una isla donde saben bastante de eso), «estoy temiendo ahora no ser interpretado: / casi siempre sucede que se piensa algo malo». O peor.

domingo, 26 de marzo de 2006

El árbol Gálvez


Cerramos la semana sonetística con Pedro Luis de Gálvez, sablista y vate impar. Gálvez tuvo dos hijos, y les dedicó sendos sonetos. No creo que haya en nuestra literatura nada comparable.



A MI HIJO PEDRO

Tú serás rico. Afortunadamente,
prefieres al Latín la Geometría;
no te interesa nada la Poesía,
ni bullen inquietudes en tu frente.

Eres del siglo práctico presente;
sólo de ayer conservas la hidalguía;
te sobra corazón... pero algún día
te arrancarás del pecho al insolente.

Tú vengarás lo que conmigo hicieron;
eres la garra que en el mundo dejo
para que hieras los que a mí me hirieron.

Ser bueno con los hombres es baldío;
que sientan la bravura de tu rejo.
¡Que no parezca que eres hijo mío!


*

A MI HIJO PEPE

Tú seguirás mi senda... Inquieto eres.
Amas el Libro y la Naturaleza,
y ya medita tu infantil cabeza,
y el "de dónde" y "por qué" de todo inquieres...

Seas mañana en la vida lo que fueres,
no has de mentir tu genio y tu nobleza.
Compartes con orgullo mi pobreza,
iY yo sé lo que sufres y me quieres!

Tus dibujos de niño, esa amargura
que ríe de sí propia en la figura
torpemente trazada por tu mano,

paréceme que brota de mí mismo...
¡de este horroroso, inexorable abismo,
que el vulgo dice "corazón humano"!

sábado, 25 de marzo de 2006

La clase


LA CLASE AL SOL DE LA TARDE

En fila están. La clase ha comenzado.
Los bancos, frente al sol. Callan los viejos;
oyen los viejos. ¿Qué lección...? Muy lejos
—muy cerca— un mar batiente, enajenado.

Los atentos alumnos, con cuidado,
cursan la asignatura, repetida.
«La vida...» ¿Os la sabéis? ¿Qué era la vida?
Y siempre hay algo oscuro y no explicado.

Pero el aula está abierta, acogedora,
y ellos son tan puntuales a la hora
del sol, y del recreo, y del repaso,

que el Gran Maestro, mudo a las preguntas,
mira las sombras en el banco juntas
y hoy no ha pasado lista, por si acaso.

(José García Nieto)

viernes, 24 de marzo de 2006

Trastorno


Trastorno

Nunca creí que el albo lirio fuera
efímero también. Yo no sabía

que el odio alimentara la alegría.

¡Invierno, te llamaron primavera!


¿Por qué la estrella altiva y pura era
el seco nido de la noche umbría?

La paloma inmortal ¿cómo encendía

corvo pico de ave carnicera?


Pues aquel manantial, con su negrura

enlutecía el mar de la mañana.

El ruiseñor pudo asustar al hombre.


Hablaba el niño con palabra impura,

el corazón era una gruta insana

y la traición tenía un claro nombre.


jueves, 23 de marzo de 2006

En la fugaz derrota de la muerte


En el ansiado día, tan temido,
del misterioso amor de los esposos
seremos como dos niños medrosos
que en el bosque la noche ha sorprendido:

que en lo oscuro y lo grande y lo escondido,
sin ver por qué, se abrazan silenciosos,
ni osan soltar sus cuerpos temblorosos,
confuso en un asombro su latido.

Sentiremos la sombra que nos guarda,
y al ver la nada que a ambos nos aguarda,
tendrás por mí, tendré yo por ti pena;

y en común desconsuelo, de tal suerte
caeremos juntos a la ardiente arena
en la fugaz derrota de la muerte.




miércoles, 22 de marzo de 2006

Ofelia (Alphonsus de Guimaraens)


(Metamorfo)

Lirio del valle, flor de la corriente,
sigo fría y hermosa entre otros lirios.
Coronan mi cabeza los martirios.
En mis ojos vestales, paz silente.

Las estrellas vendrán a encender cirios
al fondo de este lecho, suavemente.
Mi rostro besará, calma y doliente,
la luna que bendijo mis delirios.

Venga la vaga luz que anda en las cuevas
para bordar mi frente, donde vaga
el beso de mi amado circunspecto.

Hermosa como voy, con flores nuevas,
mi palidez lunar logrará, maga,
que el príncipe me dé su eterno afecto.

martes, 21 de marzo de 2006

Catorce patas


Una invitación: compartir esta semana los sonetos, públicos o secretos, que más les conmuevan. Como éste.

Dejé un instante de pensarte. Había
sucedido algo en ti cuando volviste.

Venías más nostálgico, más triste,

seco tu sol que iluminó mi día.

Alguien —sé quién— que yo no conocía,

alguien que calza sueños de oro, y viste
almas dolientes, te pensó. Caíste
al pozo donde muere la alegría.


¿Por qué fuiste pensado, malherido,

pensamiento de amor? ¿Cómo han podido

pasarte el corazón de parte a parte?


¿Por qué volviste a mí, sufriendo, a herirme?

¿No recuerdas que tengo que ser firme?

¿Es que no ves que tengo que matarte?


lunes, 20 de marzo de 2006

El reino de los ciegos


LA CANCIÓN DEL SOMBRERERO LOCO
[METAMORFO]

Aquéllos que buscáis la primavera,
¿cómo no ibais a hallar satisfacción
si es hora de razones enigmáticas
en este país de los ciegos?

Por una simple broma del destino
seguro es que mientras
la mano amada te suelta,
intentas agarrar su estela
y encuentras la realidad.

Mas haz lo que quieras, haz lo que quieras,
haz lo que quieras, haz lo que quieras,
haz lo que quieras, haz lo que puedas,
haz lo que puedas, vive hasta que mueras,
pobre hombrecillo mío
—pues Jesús no volverá a tender su mano.

Pero en el sur son muchos
los árboles que se agitan;
¿moverían esos dedos
de almizcle tu dolor?
En el cálido sur,
las flores perdidas
florecen de nuevo.

Y si llorases,
sabes que llenarías un lago de lágrimas,
y, con todo, no harías que volviesen los años
que llevas preso de la ciudad.

El Sombrerero Loco está en mi mente.

Es tan triste, tan triste
ver cómo creció,
esa otra gente que conocía
ha caído o vacila.

El Sombrerero Loco está en mi mente
—y tienes que ver claro alguna vez.

Prometeo, el niño problemático,
aún hace malabares con sus sesos,
da sus visiones de leopardo cojo
al que es avaro en sus venas.

En la fábrica en ruinas
el alma normal está loca
mientras él coloca el cielo
bajo sus talones
y olvida las lecciones del dolor.

Pero yo soy el arquero,
el que ama la risa,
y mío es el vuelo de la flecha.
Soy el arquero, y mis ojos
añoran la visión inmaculada
que nace de las aguas negras
de las hijas de la noche,
que baila sin movimiento
después de la clara luz.

Oh, Destino, te lo imploro,
sé gentil en la ruidosa
y rodante carroza del tiempo.
Enganchado por el corazón
al sedal del rey pescador,
pondré mi único ojo
en las costas de los ciegos.



domingo, 19 de marzo de 2006

Un globo, dos globos, tres globos


Flaming

Un globo, dos globos,
tres globos.
La luna es un globo
que se me escapó.
(Gloria Fuertes)


Serenidad: globo sonda.
Gloria Fuertes que voló.
La Fortuna es un reló
con cordaje de anaconda:
una inmensidad cachonda
como el sexo de un imán.
Llegan versos. ¿Dónde van
a doler mejor que en casa?
Llueve el sol. El tiempo pasa.
Micropuntos. Peter Pan.

sábado, 18 de marzo de 2006

Rainy day, dream away


CON LSD BAJO LA LLUVIA Y SOBRE EL SOL

Como estamos de viaje
te vamos a poner esta postal

fechada

a la orilla de un río sosegado

sosegado como vino de Samos

un jueves por la tarde con lluvia y sol intermitentes


hemos estado dialogando en corro

y nadie ha tenido hoy el mal gusto de decir nada importante

puro juego ha sido nuestra plática
hemos roto el lenguaje en mil astillas de colores
v así hemos sabido que las briznas de hierba
que mascábamos por un puro mascar
tenían la frescura de los bollos recién sacados del horno
un amigo que no ha llegado a obispo
porque le tiene alergia al solideo
a una dulce amiga le decía «confíese, muchacha»
con un ademán noble de llevarse las manos a la tiara

(ya se entiende, la tiara de Epicuro)

y ella como vivimos en tiempos de mordaza
a todo cuerpo
y aquí sólo se canta en calabozos
ha entendido lo que es lo más usual en nuestro pueblo «confiese»

(sin acento)
afortunado equívoco
que ha permitido a nuestro obispo
un hilarante «ego te abpolvo...»
(la carcajoda casi asustó al río)

después nos hemos acordado

que aunque ejerzamos poco

(y esto ya lo ha escrito Gil de Biedma)
probablemente somos aún gentes de izquierda
y hemos ido a un barbecho
que estaba muy lisito porque este año le tocó descanso
y hemos escrito con el dedo meñique
el sol es bobo
en pac con la conzienzia

pues con cuatro palabras habíamos saldado la sabrosa deuda de la crítica

nos dispusimos todos a ver atardecer

unas palomas rojas se fueron convirtiendo en pichones de añil

y nadie supo dónde emigraron los pichones


fue un día muy feliz
de esos que en un racimo de semanas caen pocos

hablamos como pájaros alucinados


olvidamos decirte
que allá por la arboleda
andaban unas brisas de los versos de Brines

pero tú ya lo sabes

bris bien y no mires con quién.


(Ramón Irigoyen, Cielos e inviernos)

viernes, 17 de marzo de 2006

Fuera del mundo (AGC)


Aquí se está fuera del mundo. ¿Quién? A esa pregunta aquí no puede responderse. Pero mira: todas esas piedras preciosas, esos racimos de gemas por las paredes, formándose en collares de colores por el aire: sus aristas se pierden; son dulces y no hieren; lo que pasa es que no tienen precio; que es su precio lo que se pierde; porque son sin tasa, incontables; cada palabra que se pronuncia, se van convirtiendo en piedras preciosas, como en hostias de púrpura o en ristra de zanahorias: ¿cómo van a tener precio ni valor ninguno? Y con el tiempo, ¿sientes lo que pasa?: no hay tiempo; se vence al tiempo; no diré quién: ¿cómo va a haber nadie que lo venza?; pero tampoco hay tiempo; y no ya que falte la medida de la duración, que de prisa sea lo mismo que despacio; no, sino más: que las cosas no pasan una detrás de otra; que están pasando, si quieres, todas siempre; y aún es pálido y pedante decirlo así; que este fresco de las auroras que sube está subiendo incontables veces, cada vez la misma aurora y siempre auroras diferentes. Sólo cuando digas «Esta noche de maravilla», sólo entonces aquéllo será, habrá sido una noche; y que lo digas será la señal de que estamos volviendo de este viaje fuera del tiempo. Pero no ahora. Y por eso, diosa pequeña de la danza de brazos, si me pego a ti por detrás y pongo la mano sobre tu vientre, no sé ya de quién son los brazos ni si tuyo ni mío el vientre que se siente como pan bajo la mano. Se confunden los cuerpos; el cuerpo está resucitado. Y así, cuando recuerde esto en otro mundo, no lo podré contar como una historia: estará, en todo caso, distribuido como en estrella, con un núcleo que también esté repetido varias veces en explosión alrededor, recorrida, sin embargo, al mismo tiempo por cadenas de carcajadas intermitentes. Pero repetido, al mismo tiempo... No, no es lo mismo. Aquí nada es lo mismo. Lo mismo es la palabra incompatible con todo esto. Por ejemplo, ese pájaro con el vientre de naranja luminosa que cuelga allá del techo: si digo que es un avestruz, al punto está mudando en otro que deja ridícula la palabra; si le digo sólo pájaro, ya es más insecto u otra cosa; y animal y cosa y cualquier nombre que piense está ya inútil y viejo en el momento de pensarlo. Pero ¿de qué sirve también que diga veo, oigo, palpo? En otros siglos, en la prehistoria tal vez —¿recuerdas?—, se les enseñaba a los niños en el catecismo a distinguir cinco sentidos; así se les imbuían los esquemas de la división del trabajo. Pero ¡risa divina que entra de decir cosas como éstas! Y cada vez que alguno desde fuera viene a decir algo como «Las cosas, como son», ¡qué delicia de carcajadas que florece por todo el cuerpo! Pero mira: hasta podemos ponernos por un momento serios, ponernos a mirar estudiosamente esta mano que tenemos aquí delante, con su dorso moreno, con sus uñas, cinco, y los rebordes, algo sucios, de las uñas: esto es, podemos verla como se la ve en el otro mundo: estamos intentando introducir la lógica habitual del mundo como un caso particular de esta infinidad de lógicas en que aquí vivimos. Sólo que la mano enseguida se está cubriendo de hebritas de carmín o púrpura, que dicen «Falacia, falacia». Pero, además, no importa mucho aquí que cometamos trampas de lógica en el razonamiento: ¿no estás viendo cómo las trampas del razonamiento y las faltas de sintaxis se convierten en sartas de colores y abren calles de gemas? Aquí no hay manera de clasificar nada: las hipocresías que se cometen, por ejemplo, resultan tan verdaderas como todo lo demás. ¡Cómo no van a resultar, si basta con enunciar los deseos para que la frase sea una realidad!: así ahora digo «Debería haberme lavado el pelo para tenerlo más sedoso», y el pelo entre los dedos se me estira y se enrosca mucho más dulce que las sedas. Que es que esta vida es..., ¿no recuerdas cómo en el otro mundo sucedía que los placeres sólo eran dulces de verdad al recordarlos?: pues bien, aquí es algo así como si se estuviera viviendo la memoria. Ya se comprende entonces que aquí no puede subsistir la idea de la causa; nada puede estar reducido a ser una causa de nada. Es como si, en tanto que estás nadando en este vergel de sensaciones y especulaciones que se ligan con el nombre de ganas de mear, alguien te sugiriera consecuentemente que en ese caso lo propio sería que fueras a mear: ¡oh consecuencia, fuente de hilaridad sin tasa! ¿Qué tendrá que ver lo uno con lo otro? Justamente, el núcleo de toda esta estrella, ¿no ha sido la blasfemia contra la Causa?: blasfemia para la cual abría en lo alto una catedral su bóveda escalonada de pórfido y obsidiana. Cualquier idea de relación causal se queda aquí ridícula y vergonzante; y entre ellas, naturalmente, la propia idea de que todo esto sea porque se ha ingerido un producto químico, llámasele ácido lisérgico o llámasele por siglas, ya como en el comercio, L.S.D.: ah, que la pedantería química es la más estólida de las pedanterías. Cualquiera sabe por qué infinitos procedimientos nos encontramos aquí haciendo este viaje. ¡Como si este viaje no fuera, a su manera, todo! ¡Como si dentro de este viaje no estuviera también el otro mundo, en el que se compran y se venden pildoritas y papelines! Y sin embargo, es tan fácil: como un pájaro silencioso puede entrar el otro mundo en el jardín de las delicias. Ya está entrando; ya pasa. Y que no por la falta de las causas es esto menos real. ¿Quién habló de alucinaciones? Ah, los drogadictos son todavía más pedantes que los químicos. Pero, con todo, antes de que regresemos (porque regresamos: por aquel rincón ya vuelve el Tiempo, decrépito, sin fuerzas apenas para hacer mal, Inquisidor paralítico deslizándose en su sillón de ruedas: ¡y nosotros, que hemos descubierto aquí que nuestros abuelos eran judíos, vestidos de largos caftanes de seda rosada y velludillo verde, olorosos a salvia y sándalo!), pero quería deciros todavía que las delicias grandes de veras del jardín no estaban en cosas tales como visiones o sensaciones: ¡la gran delicia era en la praxis!: la facilidad y fluidez, por no decir espontaneidad, con que todas las cosas se hacían y las situaciones se resolvían (pero no en sueños, sino de hecho): como si todo estuviera ya hecho en el momento que se hacía.

(Agustín García Calvo, «Estar en la luna» o sobre las funciones de la mística y la magia)

jueves, 16 de marzo de 2006

La partida del dios


El alba enferma


Nadie decía nada. Las miradas, al sesgo,
espiaban en los rostros la partida del dios.
Algunos se aferraban al vaso, sin soltarlo;

otros se iban hundiendo, despacio, en el sillón.

El aire se cuajaba como campana alerta;
sabíamos llegado el fin del resplandor.
Nos odiamos por ello.

Detrás de los cristales

se retorcía el alba como una rosa atroz.


Miguel Ángel Velasco, La miel salvaje


miércoles, 15 de marzo de 2006

Toma de tierra


The Dark Side of the Moon
(largo soneto de descenso)

And all that is now,
but the sun is eclipsed by the moon.


Apenas hago pie. La certidumbre,
feliz ave de presa, me abandona:
calado hasta la mínima neurona,
el péndulo que sube hasta la cumbre

me lleva ya de vuelta hasta la lumbre
donde la luz astral se desmorona.

Un ángel me retira la corona.

De pronto siento sed, y la costumbre


del mundo me parece deseable.

Anhelo reposar en lo mundano,

salir sin un traspiés del Otro Lado


...y empieza la vigilia interminable,

la carne basta y sólida, lo humano:

la noche sin ensueño del soldado.


martes, 14 de marzo de 2006

Don de la ebriedad


Siempre la claridad viene del cielo;
es un don: no se halla entre las cosas
sino muy por encima, y las ocupa
haciendo de ello vida y labor propias.

Así amanece el día; así la noche

cierra el gran aposento de sus sombras.

Y esto es un don. ¿Quién hace menos creados
cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda

los contiene en su amor? ¡si ya nos llega
y es pronto aún, ya llega a la redonda

a la manera de los vuelos tuyos

y se cierne, y se aleja y, aún remota,
nada hay tan claro como sus impulsos!


Oh, claridad sedienta de una forma,

de una materia para deslumbrarla

quemándose a sí misma al cumplir su obra.
Como yo, como todo lo que espera.

Si tú la luz te la has llevado toda,

¿cómo voy a esperar nada del alba?

Y, sin embargo —esto es un don—, mi boca

espera, y mi alma espera, y tú me esperas,

ebria persecución, claridad sola

mortal como el abrazo de las hoces,
pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.

(Claudio Rodríguez)

lunes, 13 de marzo de 2006

Umbra docet


El psicólogo Carl Jung definió el concepto de sombra como aquello que negamos, que no queremos ser —pero forma, obstinado, parte de nosotros mismos. La sombra tiene nuestras maneras, imita todos nuestros gestos y parece guardar algún secreto que nos concierne —pero es silenciosa y oscura, y si intentamos arrojar luz para verla mejor, desaparece. Tenemos sombra porque tenemos cuerpo (somos un obstáculo a la luz): por eso los muertos no arrojan sombra (son, de hecho, sombra pura, residuo incorpóreo).

A pesar de su naturaleza tenebrosa, la sombra tiene algo de alma. En la leyenda de la Cueva de Salamanca, el aprendiz que hace un pacto con el diablo tiene, al final de las clases, que entregarle su sombra y vive desde entonces temeroso de que los hombres le descubran por ello.

Tanto los individuos como los movimientos tenemos sombra. La de la Ilustración está formada por todo aquello que el racionalismo rechaza: las pasiones desordenadas que nos hacen actuar irreflexivamente, las creencias supersticiosas en dioses, brujas y fantasmas, los sueños e ilusiones, todo aquello que es íntimo y difícil de compartir con otros, que amamos aunque no sea, objetivamente considerado, lo más hermoso del mundo (como, por ejemplo, la tierra, lengua y costumbres en que nos hemos criado)…

La sombra de la Ilustración, su cruz y dies irae: el romanticismo. El hombre ilustrado acaba descubriendo que los fantasmas no existen, pero no dan por ello menos miedo. Aunque sepa que le estropean la mente, siente una sed inextinguible de misterios, escalofríos, vértigo. Como un niño travieso (o un adulto aniñado) se lanza en pos de esa basura arrojada al trastero o barrida bajo la alfombra.

No es casual que el fetiche romántico por excelencia vaya a ser la amada fantasmal que regresa de la tumba: imagen de esa parte sombría que el hombre moderno ha tenido que matar y enterrar para llegar a ser libre, pero que sigue obsesionándolo, poblando sus fantasías y pesadillas.

Lo fantástico, pues: la aparición de todo esto que oficialmente no existe, que ya no tiene cabida, y sin embargo se mueve. Los márgenes del mundo son su parte principal.

domingo, 12 de marzo de 2006

Me llamaste morenita...


...me alegré cuando lo supe,
porque morenita
eh
la Virgen de Guadalupe.

Tarde en el monasterio de Guadalupe, que no había visitado nunca. Todo es aquí (como en El Escorial) carne enferma y febril, muerte y transfiguración. Lucía con sus ojos en bandeja, Águeda con sus pechos cortados, niños muertos que resucitan, ex-votos con huesos cariados. Como clímax de la visita, un franciscano que parece Juan de Pablos, dulzarrón y revenido, nos conduce hasta la imagen legendaria de la Virgen y nos brinda un marco plateado que besar, limpiándolo luego con un pañito. Todo lo peor de la religión está en esa higiene defectuosa, ese melindre impostor. La Virgen es lo más grande, oye, pero ojo con las bacterias, que ésas son de verdad. Los códices miniados, las casullas historiadas, los cuadros y esculturas, constituyen un tesoro de tradiciones envenenadas pero atractivas, al que el guía cagaprisas apenas te deja asomarte. El franciscano de la guinda es peor: mientras nosotros estamos descifrando una serie de cuadros que cuentan la historia mítica de la imagen (tallada por San Lucas, milagrosa en Roma y Bizancio, traída a España y escondida para hurtarla a los moros...) algún despistado pregunta por ellos y Juan de Pablos responde que son gente famosa que ha venido a ver a la Virgen. Al final de la visita, pienso que apenas reconozco la mitad de las escenas recurrentes en todo el monasterio (la Santa Trinidad coronando a María, nacimiento, bautismo y resurrección de Cristo, un Jerónimo joven y apuesto que se sueña en el Juicio Final, condenado por ciceroniano) y, más tarde, algo deprimido, que mis alumnos no reconocerían una de cada diez. En los cuadros en que aparece aérea, la Virgen negra de Guadalupe parece un platillo volante trapezoidal, anticuado; de cerca, un muñeco inexpresivo que pide disculpas por el tinglado montado a su costa. La palabra fabuladora logra sacar adelante esta artesanía deficiente, y algo de arte auténtico (Zurbarán, ¿Miguel Ángel?) se derrama como con desgana sobre el negocio consolidado. En las estampas pías, pegotes de Alfonso XIII y Juan Pablo II hacen que te preguntes por don Francisco Franco, que seguro que fue también devoto de esta España eterna. ¿Habrán limpiado sus huellas? Hay otras que resultan también heterogéneas en el conjunto, pero se agradecen: estrellas de David en la fachada (que, en su parte pétrea, esquiva cuidadosamente cualquier elemento figurativo), azulejos mudéjares, arcos trilobulados. En algún lugar del complejo se está celebrando una boda, y por un pasillo salen volando, vocingleros, dos rapaciños que persiguen a una donna angelicata rubia, con un trofeo emplumado al cuello. Es delicioso ver cómo la niña los maneja, sin dejar de oficiar de víctima (¿me lo vais a quitar? pregunta, dando ideas, y mientras ellos piensan si se atreven ella se escapa otra vez, riendo). La aparición recuerda, en plan Fanny y Alexander, qué hay de veras sagrado entre tanta madera muerta. La novia aparece poco después por el mismo arco, vagamente momia, con su vestido incómodo que apenas la deja andar y un séquito agobiante de padres y padrinos. Entre ambas mujeres, la niña y la novia, ha pasado algo más que el tiempo.

sábado, 11 de marzo de 2006

Bachelard y los sueños


El agua y los sueños, de Gaston Bachelard, y El sueño y el inframundo, de James Hillman. Libros soñados antes que escritos, casi tan legendarios e imposibles como el libro de arena borgiano. En narrativa, sólo Las aventuras oníricas de Randolph Carter, de Lovecraft, alcanza en algunos momentos una temperatura similar. El sueño consolidado, pertinaz, maduro —y un guía que se pierde con nosotros por ese parque de apariciones, dueño del hilo y sirviente del tapiz. Libros cómplices, que no reducen las imágenes a otra cosa que sus propias costumbres y caprichos. Nada hay en ellos de monserga clínica ni pedantería, ningún intento de salvarnos de nuestro propio fondo.

Savater logró algo similar con La infancia recuperada —pero el intento de Bachelard y Hillman va más allá, trasciende las fronteras de la literatura infantil, o de cualquier otra. No reconstruyen la sensibilidad de un individuo, una generación (una anécdota), sino la de toda la tribu. Románticos y surrealistas habrían matado por asomarse a estas páginas tan sacras como ilustradas, donde ningún argumento tiene otra autoridad que su capacidad de fascinación y resonancia experimental. Después de ellos, psicoanalistas y críticos literarios al uso parecen estafadores dignos de lástima.

*

Por petición popular, un mechón verde de los cabellos de Ofelia.

viernes, 10 de marzo de 2006

If 6 were 9


Me levanté a las seis para escuchar a Jimi Hendrix
(era un documental de Canal Plus, intempestivo)
y escuché a sus amigos, familiares y vecinos
contarme historias tristes de mafiosos que chulean
y público tocino que ha cogido gusto al truco
del hombre tremebundo que asesina su guitarra.

Hablaron de las drogas y eran todas espantosas:

el ácido lisérgico diríase sulfúrico;

contaban que volvía algo medroso al pobre Jimi,

dócil a los consejos de su mánager corrupto
e injusto con su amigo y gran bajista, al que botó

el día que empezaba a hacer preguntas sobre el tema
de adónde va el dinero y quién decide lo que hacer.

De música hubo poco. Daba igual: algunos negros,
en tanto aprovechaban para hacer patria del genio,

no podían dejar de lamentar que su conciencia

política estuviera poco menos que en mantillas.

Todo el mundo escupía sobre los años 60

como si se temieran (y, tal vez, no sin razón)

que del espejo roto fuera a alzárseles un doble

punible en estos días de moral inoxidable

por posesión de drogas, de izquierdismo o de verdad.

Era bastante obvio que compraron los testigos,
pero de todas formas daba pena la traición.
Tomé nota mental: nunca madrugues. A esas horas

el mundo es tan horrible que tan sólo se soporta

si has pasado la noche disolviéndote muy lejos
de la televisión, ojo sin párpado de Dios.

(Devocionario Pop)

*

Un río de Ofelias.

jueves, 9 de marzo de 2006

Mudanza


Pasan cosas. Pasa el viento.
Mueve, esparce y desordena

la debilidad serena
de un coágulo sangriento.

Pasa, herida por su acento,
la palabra nunca obscena;

sobre el fondo de la pena
cede un muro somnoliento.


Tú vienes a recordarme
quién soy o lo que debiera
ser si pudiera ser algo.


Recuerdo: eras la primera

y hoy vienes a relevarme.

También la liebre fue un galgo...

*

También la liebre fue un galgo:
hervía la fuente fría.

Dalila nació María

y Luzbel, gentil hidalgo.

Si ahora taso lo que valgo,
¿soy el juez o la valía?
Si digo que fuiste mía,
¿entro en ti cuando me salgo?

El pasado es un error
que, perfecto, está presente:

¿hueles en el mar la fuente?

Este ciego resplandor

es mi reino. Su señor
llegará cuando me ausente.

miércoles, 8 de marzo de 2006

Salida de emergencia


Vivimos de milagro, brevemente, persiguiendo la centena como Fenris que intenta devorar el sol. Al final es otra boca la que se abre —y caemos.

Vivimos de milagros, también. Algo en nuestra vida es más y menos que lo esperable, un vislumbre gratuito que va costándonos todo. Una vez gustado el licor, no hay nada que pueda saciarnos sino esa gracia implacable que es plenitud, enamoramiento, inspiración, mysterium tremendum. Estar en gracia (en Grecia): sentir por un instante que ninguna otra circunstancia sería mejor, que no nos estamos perdiendo nada. Algo como la ilusión escénica, pero desde el punto de vista del protagonista. Suspendida nuestra incredulidad (como el ahorcado de la canción), lo que importa y lo que nos rodea ya son la misma cosa, una infinita hora muerta en que el reloj olvidó sus deberes.

Las palabras, demacradas pero leales, alcanzan a decir lo que hace falta. Por vos he de morir, y por vos muero. Lo demás es sólo contraste.

martes, 7 de marzo de 2006

Acordeón fluvial


Recorro de puntillas
el paladar ardiente del ocaso.

Este sabor a flores esparcidas

guarda debajo especias y regalos.
¿Qué anotas en la mano malherida?
¿Quién vino a ver su rostro cómo baja

por la corriente sucia a la deriva?

lunes, 6 de marzo de 2006

Sombra

...Así que no me queda más remedio que tomarle la palabra a Nosferatu y apelar al sincronismo junguiano que impone recitar ahora mismo estos versos. ¿Qué culpa tiene el autor si, como compuestos al calor de nuestra charla, les da por hablar de abrazos, sombras y contempladores pétreos?

La novia-sombra

Vivió una vez un hombre aquí
que al correr de las horas,
inmóvil como piedra gris,
jamás echaba sombra.
El búho fue a posarse en él
en la luna de invierno;
rascando con su pico, a aquél
en junio dio por muerto.

Llegó una dama envuelta en gris
en el ocaso incierto:
fulgió por un instante allí,
trenzado en flor, su pelo.
Libre de encanto al fin brotó
despierto de la roca:
en carne y hueso la abrazó
fundiéndose en su sombra.

Ella no ha vuelto a caminar
bajo estrellas o soles:
habita la profundidad
donde no hay día o noche.
Mas sólo un día al año, aquel
en que lo oculto brota,
danzan hasta el amanecer:
la misma sombra arrojan.


(JRRT, Las aventuras de Tom Bombadil)

domingo, 5 de marzo de 2006

Dos anillos


Cuando alguien intenta demostrar que todas las historias, desde los mitos griegos hasta las telenovelas, son variaciones sobre un número limitado de esquemas significativos (llamémoslos 'motivos', 'arquetipos', 'tópicos'), lo consigue. Bien por él. Lástima que si lo que busca demostrar es que dichos elementos y secuencias son sólo un punto de partida, cuya presencia no garantiza el acierto de la obra ni da cuenta de él, y que lo realmente interesante es el rendimiento que se sabe obtener de ellos, lo logre igualmente. ¿Hay que cegarse a lo uno para poder ver lo otro? No, pero...

Tolkien tomó decididamente el segundo camino. Cuando alguien apuntó que el Anillo de Sauron se parecía al de los Nibelungos, él lo admitió alegremente: ambos eran redondos —y ahí termina el parecido.

El humus del que surgió la Tierra Media era primariamente lingüístico: seguro. No por eso dejamos de encontrar a Posidón en Ulmo, a Merlín en Gandalf o a la Atlántida en Númenor. Tampoco el Único sale de la nada —aunque uno puede comprender el rabotazo del maestro ante el listillo de turno que viene a descubrir (sin consultar a Polícrates, Salomón, Alberico, Aladino o Afanasiev) que aquél no es el primer anillo que vuelve invisible a su portador, convoca a los espíritus, aguza los sentidos o esparce la desgracia.

Tolkien, alérgico a la falsa modestia, sabía que si su obra tenía éxito marcaría un antes y un después en la forma de entender muchas cosas. Elfos, enanos, dragones, magos, anillos mágicos, doncellas guerreras salieron de sus manos convertidos en algo distinto y moderno. Hoy es Merlín quien tiene que parecerse a Gandalf si no quiere decepcionar al auditorio; el público acepta elfos engreídos y altaneros, según el modelo de Fëanor o Elrond —pero no está por la labor de imaginarlos, antiquo more, provocando pesadillas y enfermedades o raptando a los niños de sus cunas.

En otras palabras: la obra de Tolkien (como en su día, y a otra escala, la de Homero) es algo más que un tratamiento peculiar de la tradición. Se ha convertido en la versión *de referencia* de muchos tipos o motivos, cuya formulación anterior se ha quedado anticuada.

Tal vez ésa es la marca de un hombre de genio: transformar los arquetipos en tipos nuevos, en neotipos. Mutación adaptativa: continuidad mediante ruptura. Es urgente recordar a los Dawkins que en el mundo han sido que la tradición bien entendida consiste en evitar que los hallazgos que la impulsaron se banalicen, que la savia se coagule. Vicente Aleixandre: Tradición y revolución. He ahí dos palabras idénticas. (Entiéndase: redondas.)

sábado, 4 de marzo de 2006

Las flores del mal


¿Baudelaire? J.R.R. Tolkien. Minas Morgul:

Unos grandes llanos se extendían en ambas orillas, prados sombríos cuajados de pálidas flores blancas. También las flores eran luminosas, bellas y sin embargo horripilantes, como las imágenes deformes de una pesadilla; y exhalaban un vago y repulsivo olor a carroña; un hálito de podredumbre colmaba el aire. El puente cruzaba de uno a otro prado. Allí, en la cabecera, había figuras hábilmente esculpidas de formas humanas y animales, pero todas repugnantes y corruptas.
('Las escaleras de Cirith Ungol', Las dos torres).

Curiosa visión febril, digna de Las aventuras oníricas de Randolph Carter de Lovecraft —y, por aparecer donde aparece, doblemente inquietante.

Los críticos han señalado con cierta razón que en la Tierra Media todo está moralmente polarizado, comenzando por los puntos cardinales: lo norteño y occidental es en principio bueno; lo sureño y oriental, malo.

En esta distribución algo abusiva, el arte y la belleza son atributos del bien, por lo que no habría espacio para un arte al servicio de la Sombra (y así lo siente Sam cuando asegura que, si la misión de Frodo fracasa, ya no habrá canciones —épica— en el mundo). Tampoco cabría una maldad hermosa, o una hermosura malvada. De hecho, todos los buenos son hermosos, y los que tornan malos se vuelven, de paso, feos (como el pobre Sméagol).

Sin embargo, el arte verdadero siempre traiciona cualquier esquematismo, y esta descripción de Tolkien lo muestra: donde menos lo esperaríamos, nos hallamos ante flores bellas y sin embargo horripilantes (que no 'aparentemente bellas, pero en realidad horribles', tópico nada comprometedor); y tenemos una inusitada muestra de destreza artística en esas figuras hábilmente esculpidas.

En otras palabras: belleza y arte malignos, dos cosas que un análisis precipitado juzgaría imposibles en la Tierra Media.

Esta anomalía choca con la distribución general ante aludida (oeste-belleza-arte-bondad vs. este-fealdad-tosquedad-maldad), que no deja de cumplirse en muchos otros casos. Tenemos un buen ejemplo cuando, unas páginas antes, los hobbits topan con una vieja estatua, construida por los hombres de occidente en días gloriosos, decapitada ahora, con un bulto grosero en lugar de cabeza.

Como escritor de su tiempo, Tolkien no podía desconocer el arte que a veces se ha llamado (como insulto en un primer momento) 'decadentista', en sus muchas ramas: desde el romanticismo negro de la novela gótica al simbolismo y la moderna literatura de terror y fantasía que precede de modo más o menos inmediato a su obra (Lord Dunsany, Machen, Eddison, quizá el propio Lovecraft).

En pasajes como éstos (o el memorable paso de Moria) vemos que Tolkien sabe manejar con destreza los elementos estéticos de lo siniestro. Sin ser el tono predominante en su obra (celebración inequívoca de la bondad y el equilibrio), lo oscuro y ambiguo no deja de encontrar su lugar dialéctico en ella.

En su particular olla podrida Sauron congrega razas y estilos distintos. Minas Morgul representa lo que el mal pueda tener de espejismo estético, de equívoco romanticismo. Su forma actual es obra de servidores humanos —seres que, como todos los de su especie, tuvieron anhelos de belleza y armonía. Sauron no eliminaría sin más estos impulsos: está más en su línea pervertirlos hábilmente. El mal de estos renegados de Númenor, refinados y decadentes, no es la brutalidad animalesca de los orcos, sino una fascinación por lo enfermizo que evoca la del fin de siglo.

Minas Morgul está construido según pautas tradicionales precisas: un reino de la Luna (más bien nueva que plena) con todas las connotaciones malignas de la vieja diosa Hécate, cuyas imágenes características aparecen obsesivamente en ese viaje hobbit a los infiernos: la encrucijada de la que parte el camino a las sombras, los vigilantes tricéfalos, la luz fría, la niebla, el agua oscura, el veneno, la parálisis, el monstruo femenino entre animal (por su forma) y humano (por su consciencia).

Sin embargo, el viaje a Mordor, al forzar a los hobbits, a los lectores y al propio Tolkien a hacer palpables y visitables los terrenos de la pesadilla, no tiene más remedio que ir despejando niebla, depurando prejuicios y tópicos. Por ejemplo, lo que sabíamos de los orcos nos llevaba a pensar que eran seguidores incondicionales de la maldad encarnada en Sauron —pero al infiltrarnos en sus filas descubrimos que sus actos no responden sólo a su naturaleza pendenciera, sino también a la política de exterminio que les dispensan hombres y elfos y a la coacción del Amo. Si por ellos fuera, escaparían lejos, a vivir su vida como pequeños bandidos y asaltadores, pero no como esbirros disciplinados del Mal. Creíamos saber también que Mordor es un lugar sin vegetación, de aguas pútridas: pero por necesidades de la misma historia, también esto acaba precisando matices. Hasta los monstruos necesitan beber... A la hora de la verdad, en el mismísimo país de la muerte no faltan zarzas y arroyuelos (aunque su limpidez no recuerde la de la linfa de Imladris).

Resulta significativo que las irregularidades o desvíos del esquematismo general se concentren en el viaje a Mordor . Es en esta travesía hacia el abismo donde llegamos a conocer de cerca a Gollum, un personaje que, sin dejar de ser malísimo, llega a resultar muy tierno en sus momentos de indefensión (dando pie a esa escena maestra en que Sméagol, tras vender a su benefactor a Ella Laraña, está a punto de redimirse —si no fuera porque la desconfianza inoportuna de Sam le recuerda su condición de villano y le fuerza a atenerse a ella).

Gollum: un ser privado de libertad y, por ello mismo, de responsabilidad, y al que, pese a su maldad constatada, Frodo salva de la muerte recurriendo a un principio de incertidumbre (in dubio, pro reo), inculcado por Gandalf, que no se aplica a ningún otro villano de la historia. De hecho, la ausencia de libertad es la única explicación de por qué se deja pasar sin reproche la inesperada traición de Frodo a su propio bando, cuando llegado al punto crucial rehúsa arrojar el anillo. En ese momento, ya no hay margen para opciones morales, y ha de ser el pobre Sméagol, pura necesidad compulsiva, quien actúe como mano izquierda de la Providencia y cumpla sin querer la misión encargada a Frodo. Culmina así el inquietante paralelismo que Tolkien ha ido construyendo entre el Bueno por excelencia (de quien el Anillo ha ido sacando con paciencia lo peor, construyendo un Doble maligno que acaba imponiéndose) y su sombra deforme, ese Gollum malísimo que con su muerte involuntaria, cual farmakós, salva y redime a todos los buenos.

Una lección posible es que cualquier generalización ideológica sobre la Tierra Media, y en particular El Señor de los Anillos, debe recibirse con mucha suspicacia. Tolkien es mucho más sutil de lo que una primera mirada revela, y es preciso frecuentarle mucho para apreciar cómo juega con los esquemas de fuerza de su mundo, permitiéndose la contradicción aparente y abriendo interrogantes fascinantes. El viaje ineludible a Mordor, esa necesidad de adentrarse de incógnito y sin esperanza en el corazón del mal, vuelve superficial por contraste el combate que mantienen afuera ejércitos y reyes. Una senda tan oscura bien merece agotar la luz élfica de Galadriel. Todo sin olvidar —gracias a Valnaur por señalarlo— que, para belle dame sans merci, ninguna como la lumínica reina Noldor en el momento de su tentación:

¡Me darás libremente el Anillo! En el sitio del Señor Oscuro instalarás una Reina. ¡Y yo no seré oscura sino hermosa y terrible como la Mañana y la Noche! ¡Hermosa como el Mar y el Sol y la Nieve en la Montaña! ¡Terrible como la Tempestad y el Relámpago! Más fuerte que los cimientos de la tierra. ¡Todos me amarán, y desesperarán!

jueves, 2 de marzo de 2006

Las aventuras de Tom Bombadil


Pero también están los alegrones, como éste de abrir el correo y encontrarme algunos ejemplares de Las aventuras de Tom Bombadil, del viejo profesor Tolkien. Segunda edición (aunque dice reimpresión), de febrero del 2006, con casi todos los errores de la primera felizmente corregidos.

Todo en este libro es peculiar. El título sugiere una colección de cuentos sobre este personaje inolvidable (aunque los guionistas de la versión cinematográfica lo olvidaron a base de bien). En realidad, es una colección de poemas que podrían haber circulado por la Comarca a finales de la Tercera Edad. Sólo el primero (que da título al libro) y el segundo (El paseo en bote de Tom Bombadil) son directamente bombadilescos, aunque hay ecos del Bosque Viejo en otros, como El troll de piedra (donde aparece un Tom poco despierto que podría ser o no Bombadil).

El lector de El señor de los anillos reconocerá un par de poemas, recogidos en el texto de la novela: la canción bovina que Frodo entona en Bree y la rima que Sam dedica a los olifantes de Harad, que en esta nueva traducción viene a sonar así:

OLIFANTE

Tan gris como un ratón,
enorme cual mansión,
la nariz de culebra,
mi pie la tierra quiebra.
Si avanzo por el pasto,
los árboles aplasto.
Con cuernos por caninos,
por sureños caminos
llevo mis orejotas.
Desde épocas remotas
yo camino sin rumbo
pero nunca me tumbo,
ni aun agonizante.
Yo soy el Olifante,
y entre todos resalto,
tan grande, viejo y alto.
Si logras encontrarme,
no podrás olvidarme.
Y aunque si no me has visto
no admitirás que existo,
soy el viejo Olifante:
la verdad ambulante.

Tres cosas vuelven peculiar el libro: se trata de una traducción en verso (lo que antaño, por razonable, fue corriente, pero hoy es excepcional); nació como un juego de amigos admiradores del maestro (es pues, como quería Nietzsche, algo que acaba en libro pero empieza siendo otra cosa: pura urgencia placentera) y es un empeño colectivo, en el que han colaborado muchos autores, coordinados por el Departamento de Traducción Irreverente de la Universidad Autónoma de Númenor.

Siendo juez y parte (aunque parte pequeña: sólo metí mi cuchara en cinco de los dieciséis textos), espero con interés el juicio de la crítica imparcial sobre los logros y fracasos de la traducción; pero me atrevo al menos a decir algo sobre el tema de la autoría, que puede parecer el punto más débil.

Multitud de traductores significa, sin duda, disparidad de criterios y estéticas, aunque dentro de los límites de una apuesta bien determinada (procurar hasta lo imposible que el poema no sólo diga, sino haga en castellano lo que logra en inglés).

Lo irónico es que, tal como Tolkien nos presenta el libro, se trata precisamente de eso: no estamos ante la obra de un autor lírico, sino ante toda una escuela poética, una tradición que explora en diferentes direcciones (a veces subversivas) el imaginario hobbit. Visto a toro pasado, la comunidad bulliciosa que gestó la traducción (la lista de correo Tolkien) viene a constituirse en correlato de aquel otro grupo de amigos (Bilbo, Frodo, Sam...) del que supuestamente proceden, si no todos los textos, sí las pautas que marcan su unidad. Lo que leemos en inglés no es, por otra parte, según el mismo Tolkien, sino la versión aproximada y traidora de lo que los hobbits cantaron en su lengua perdida: así que tanto el libro inglés como su traducción española constituyen dos juegos de variaciones enigma, a lo Elgar, cuyo tema original no conoceremos nunca.

La edición española, bilingüe, nos ofrece los dos en un solo volumen, así como las ilustraciones memorables de Pauline Baynes. Es un libro menor dentro de la obra de Tolkien, pero (dejando aparte algún descuido editorial ya subsanado) elaborado con mimo. La editorial hará poco dinero con él, y los traductores, ninguno. Nadie me impide pensar, sin embargo, que el maestro hubiera leído el texto chistando una vez y otra ante cada matiz, musical y de sentido, sacrificado o postizo, pero complacido y cómplice con su rumor de fondo.

Con la mano en la rosa


El erotismo afrutado de las canciones folk. Este diálogo cortés, que saca punta al desaire.

—Sube, la molinera,
súbela, sube,
la perita en el árbol,
que se madure.


—Sí que la subiré
y que la bajaré
con la mano en la rosa.

—Morenita es la dama,
pero graciosa.

miércoles, 1 de marzo de 2006

Rompecabezas



A. —Y tú, ¿qué piensas de la ley de partidos?
B. —¿Cuál?
A. —La que aprobó el PP, para ilegalizar Herri Batasuna.
B. —Pues que no debió aprobarse nunca. No se puede ilegalizar un partido político.
A. —Ya. Eso pensaba yo, pero luego leyendo la ley y la sentencia del tribunal constitucional, me entraron dudas…
B. —¿Por?
A. —Bueno, es que los comportamientos que se describen ahí como causa para la ilegalización no cabe duda de que son delictivos. Delictivos de cojones: colaborar económicamente con banda armada, amenazar o agredir a adversarios políticos… Ya no es cuestión de lo que uno piense, sino de comportamientos criminales en sí mismos.
B. —Pero esos comportamientos, si se pueden probar, se deberían perseguir individualmente, en cada persona. ¿O se da por supuesto que todos los militantes de HB son criminales, que todos están en contacto con ETA y han agredido o amenazado a alguien?
A. —No, claro. Pero el partido en su conjunto, sí. Quiero decir, el partido en sí no es nada, no es nadie, pero sus órganos directivos, su estructura, sí que pueden estar metidos hasta el cuello.
B. —También en esos casos son personas concretas las que pueden y deben ser encausadas, sin dar por supuesto que todo el partido (o sea, todos los militantes; o incluso todos los votantes o simpatizantes) es culpable.
A. —No sé, lo tenía más claro antes. Me parece, desde luego, que lo que es por pensar esto o lo otro (incluso por justificar el terrorismo, como hace Alfonso Sastre) no se puede juzgar y condenar a una persona, ni tampoco cerrar un partido. Si no, habría que comenzar por encausar a todos los que justifican, a toro pasado, las atrocidades del franquismo o de Pinochet.
B. —Que desde luego, Sastre y los otros, con su pan se lo coman.
A. —Seguro, pero ¿te gustaría vivir en un régimen donde se prohibieran los libros de Sastre, o los de esos pirados revisionistas tipo Moa?
B. —No, desde luego que no, aunque no vaya a gastarme un euro en ellos. (Bueno, quizá en alguno de Sastre, que ha escrito tanto y tan bien de otras cosas —aunque con cierto escrúpulo, si te soy sincero.)
A. —A lo que iba es que los de HB olía tan mal y eran tantos años de impunidad (si no total, si muy grande) que tampoco me parecía tan raro ni tan equivocado, pensándolo mejor, que les quisieran parar los pies de algún modo, leyes y jueces mediante.
B. —¿Y de verdad se los han parado?
A. —Algo supongo que sí. A ETA, al menos.
B. —A ETA será, porque por lo que a Batasuna se refiere, sólo tienes que comparar los resultados de las dos últimas elecciones vascas…
A. —Ya. El Partido Comunista de las Tierras Vascas ha mejorado los resultados que tuvo Euskal Herritarrok en el 2001.
B. —No por mucho: 7.000 votos, dos escaños. Y en todo caso, son menos votos que en el 98.
A. —O sea, que parece que antes de la Ley de Partidos Batasuna iba en picado, y ahora ha remontado un poco, quizá precisamente porque puede presentarse como el partido que Madrid no te permite votar.
B. —En todo caso, por ahí no se puede decir que la ley haya servido de gran cosa a la causa constitucional.
A. —Ya. Pero nos dirán que es porque el PSOE ha sido desidioso a la hora de aplicarla. Si hubieran prohibido el Partido Comunista de las Tierras Vascas, y en general todo lo que oliera a prolongación de Batasuna, otro gallo hubiera cantado.
B. —Miles de vascos sin partido, se supone. Forzados quizá a votar al PNV, o a Aralar.
A. —No todos ellos criminales, supongo. De todas formas, después de leer la ley, no tengo nada claro que el PSOE hubiera podido prohibir el PCTV.
B. —¿No?
A. —No. Creo que la mayor parte de la gente que habla del tema no ha leído la ley (lo mismo que yo no la leí hasta ayer, y tú ni aun ahora). El punto dos del artículo noveno, que es el que establece las causas por las que se puede declarar ilegal un partido, no sólo habla de conductas graves (promover, justificar o exculpar atentados, fomentar, propiciar o legitimar la violencia, etc.) sino que establece que éstas deben ser reiteradas.
B. —Difícil que un partido recién creado (o que no ha tenido actividad, prácticamente) antes de las elecciones pueda haber hecho nada “reiteradamente”.
A. —Claro. Es cierto que luego, en el punto 3, habla de incluir regularmente en sus listas a personas condenadas por terrorismo, o apologistas del mismo.
B. —Y ahí parece que es ese “regularmente” lo que pone las cosas bastante difíciles, ¿no?
A. —Aunque nada de esto impediría que el PCTV siga una trayectoria que desemboque, como en el caso de HB-EH, en la ilegalización.
B. —Y si no lo hace, podría argumentarse que la ley ha sido eficaz justo en eso, en obligarles a guardar las apariencias y medir sus pasos, siquiera por miedo.
A. —No sé. Con tanto votante, no parece que les fuera a costar mucho, llegado el caso, abandonar ese caparazón legal y buscarse otro cualquiera, y luego otro, y así…
B. —Porque lo que son los votantes o simpatizantes, nos guste o no, no van a desaparecer.
A. —Así que…
B. —¿Qué…?
A. —Que no sé. No tengo claro que la ley fuera necesaria o haya sido eficaz, aunque tampoco es el embudo antipluralista que nos han querido vender por ahí.
B. —¿No?
A. —No del todo. Es verdad que oscila entre condenar las acciones y condenar el pensamiento [lo que tampoco puede extrañarnos, estando tipificada ya, sin mucho escándalo, la apología del terrorismo, y quién sabe si aún (habrá que verlo) cosas como las injurias al rey y la bandera o algún sucedáneo políticamente correcto de la blasfemia]. Pero al final pone el peso en los actos, en las agresiones físicas, o en la ayuda efectiva a realizarlas.
B. —Mejor, o menos mal. De todas formas, decías que la sentencia del Tribunal Constitucional también decía cosas interesantes al respecto.
A. —Bueno, por de pronto afirma que el artículo 9 no está bien redactado, cosa que también ve cualquiera, comparando los puntos 2 y 3 del mismo.
B. —¿Y eso?
A. —El dos indica qué conductas, realizadas de forma reiterada, pueden acarrear la ilegalización; y el tres nos vuelve a contar lo mismo, pero con una lista más larga y pormenorizada.
B. —Total, que o sobraban los pormenores o procedía haberlos incluido la primera vez.
A. —Literalmente: En cuanto al número 3 del art. 9 LOPP, la defectuosa redacción de su encabezamiento puede hacer pensar que las conductas en él enumeradas se sobreañaden a las descritas en el número anterior y que, por lo tanto, han de ser interpretadas con independencia de ellas. Sin embargo, la interpretación sistemática de ambos preceptos y la de todo el artículo en el que se incardinan obliga a entender que en las conductas descritas en el número 3 del art. 9 han de concurrir los rasgos genéricos a que se refiere el número 2 del mismo precepto. Las conductas enumeradas en el art. 9.3 LOPP no son sino una especificación o concreción de los supuestos básicos de ilegalización que, en términos genéricos, enuncia el art. 9.2 de la propia Ley; de tal manera que la interpretación y aplicación individualizada de tales conductas no puede realizarse sino con vinculación a los referidos supuestos contenidos en el art. 9.2.
B. —Las prisas, supongo.
A. —A algunos, por cierto, les resultó curioso que una ley mal redactada pudiera ser constitucional, o legal sin más. En todo caso, las precisiones del TC van por el lado garantista, limitando los supuestos delictivos. En la Página Definitiva lo resumen así: Porque la Ley de Partidos deja fuera de la ley a las formaciones que apoyan la violencia terrorista (el TC aclaró que esto debía de quedar retratado en actuaciones activas de colaboración y no en mero posicionamiento ideológico, so pena de inconstitucionalidad) o que tienen en sus listas a personas vinculadas a bandas terroristas (el TC también hubo de minimizar esta postura, aclarando que no suponía un problema la inclusión de quienes habían quedado reinsertados y cosas así, entre otras cosas porque en tal caso desde el PSOE hasta el mismo PP serían "ilegalizables"). Igualmente, se proscribía la actividad de quienes trataran de suceder a estas organizaciones ilegales. Esto es, quienes de facto sucedieran organizativamente a un partido político así declarado ilegal. El TC no aclaró, porque no cabía en mente demócrata siquiera tal hipótesis, que por supuesto eso no había de comportar la automática prohibición de cualquier partido político o agrupación llamado a ocupar el espacio electoral del partido ilegalizado, pero sin tener nada que ver orgánicamente con él ni tener vinculación alguna con el terrorismo ni llevar en sus listas a nadie condenado. Dicho sencillamente, una hipótesis de esta índole, propia de república bananera, no cabía en cabeza demócrata alguna.
B. —Lo de que los errores de redacción no invalidan una ley me sonaba haberlo leído antes. En fin. ¿Entonces tú también has acabado convencido de que “había que hacer algo”, y quizá esta Ley no era lo peor que se les podía ocurrir?
A. —Lo peor seguro que no. Hay cosas que no hemos tenido en cuenta en la charla, además. Hay mucha gente jodida por ETA y Batasuna, y seguramente con esta ley se sintieron apoyados, protegidos, al menos en intención.
B. —Probablemente. Aunque esos mismos se llevarían el chasco cuando los de las Tierras Vascas salieron a escena.
A. —Muchos, desde luego. No sé cuántos de ellos conocerán los límites de la ley en cuestión. En todo caso, lo que sí es seguro es que a unos cuantos (que no tienen por qué ser los directamente afectados por las bombas) les parecerá que esto de discurrir sobre matices y distingos es cosa de pusilánimes y calzonazos, y que lo único que hay que discutir aquí es dónde construimos la cárcel para meter a todos los votantes de Batasuna, o poco menos.
B. —Ya: esos son lo del martillo y con todo lo gordo. Los que piensan que con los malos no se pueden tener contemplaciones.
A. —Frente a los que aún pensamos que los buenos (o los menos malos) son los que aún tienen contemplaciones, voluntad de hacer todos los distingos necesarios.
B. —Ya: algunos tan gordos como diferenciar al criminal de su crimen, o (por el otro lado) negarse a distinguir una muerte violenta de otra, condenándolas todas.
A. —Oponiéndonos por las dos razones a la pena de muerte, sí, aunque don Gustavo Bueno se presente voluntario a ejecutarla con sus propias manos.
B. —Pues yo juraría haberte oído que hay muertes violentas que no te hubieran parecido nada mal, tipo tiranicidios y regicidios y cosas así.
A. —Contradiciéndome lo habré dicho, o presa de rabia. Porque si no diferenciamos al tirano de su tiranía, ya estaríamos en lo mismo que negábamos, en la pena de muerte, así sea el heroico Mateo Morral el encargado de administrarla.
B. —Mal menor, tal vez, si con eso se ganaba algo.
A. —Y así ya estábamos otra vez en el terreno de la eficacia. Es la tentación de cortar por lo sano. Claro que si aprobamos el intento de matar a Hitler o Stalin o Alfonso XIII, alguno con segundas debería preguntarnos si también estamos dispuestos a contribuir a una colecta para quitar de en medio a Fidel.
B. —Y haría bien. No sé, ¿recuerdas eso que decía una vez, en el Continental, Tomás Segovia?
A. —Me temo que sí. Que hay cosas de ese tipo que en un momento determinado se pueden llegar a hacer (por ejemplo, torturar a un terrorista, si es la única manera de evitar que en veinte minutos estalle una bomba y se lleve por delante una ciudad), pero que lo que no tiene recibo es contemplar esos supuestos a priori y darles cobertura legal.
B. —Indulto, quizá, pero no impunidad.
A. —No sé si es una salida airosa del problema. Quizá no haya salida airosa.
B. —Salida por salida, alguna habrá que dar, siquiera al diálogo. Yo creo que, si llegan aquí, te dirán que tras tanto leer y hablar no has concluido nada.
A. —Peor aún, que estoy donde estaba, negándome a ver la cegadora evidencia. En fin: peor sería fingir que la veo.
B. —Espera que no te deseen que una desgracia cercana te abra los ojos.
A. —O la cabeza. Los hay capaces.