domingo, 12 de marzo de 2006

Me llamaste morenita...


...me alegré cuando lo supe,
porque morenita
eh
la Virgen de Guadalupe.

Tarde en el monasterio de Guadalupe, que no había visitado nunca. Todo es aquí (como en El Escorial) carne enferma y febril, muerte y transfiguración. Lucía con sus ojos en bandeja, Águeda con sus pechos cortados, niños muertos que resucitan, ex-votos con huesos cariados. Como clímax de la visita, un franciscano que parece Juan de Pablos, dulzarrón y revenido, nos conduce hasta la imagen legendaria de la Virgen y nos brinda un marco plateado que besar, limpiándolo luego con un pañito. Todo lo peor de la religión está en esa higiene defectuosa, ese melindre impostor. La Virgen es lo más grande, oye, pero ojo con las bacterias, que ésas son de verdad. Los códices miniados, las casullas historiadas, los cuadros y esculturas, constituyen un tesoro de tradiciones envenenadas pero atractivas, al que el guía cagaprisas apenas te deja asomarte. El franciscano de la guinda es peor: mientras nosotros estamos descifrando una serie de cuadros que cuentan la historia mítica de la imagen (tallada por San Lucas, milagrosa en Roma y Bizancio, traída a España y escondida para hurtarla a los moros...) algún despistado pregunta por ellos y Juan de Pablos responde que son gente famosa que ha venido a ver a la Virgen. Al final de la visita, pienso que apenas reconozco la mitad de las escenas recurrentes en todo el monasterio (la Santa Trinidad coronando a María, nacimiento, bautismo y resurrección de Cristo, un Jerónimo joven y apuesto que se sueña en el Juicio Final, condenado por ciceroniano) y, más tarde, algo deprimido, que mis alumnos no reconocerían una de cada diez. En los cuadros en que aparece aérea, la Virgen negra de Guadalupe parece un platillo volante trapezoidal, anticuado; de cerca, un muñeco inexpresivo que pide disculpas por el tinglado montado a su costa. La palabra fabuladora logra sacar adelante esta artesanía deficiente, y algo de arte auténtico (Zurbarán, ¿Miguel Ángel?) se derrama como con desgana sobre el negocio consolidado. En las estampas pías, pegotes de Alfonso XIII y Juan Pablo II hacen que te preguntes por don Francisco Franco, que seguro que fue también devoto de esta España eterna. ¿Habrán limpiado sus huellas? Hay otras que resultan también heterogéneas en el conjunto, pero se agradecen: estrellas de David en la fachada (que, en su parte pétrea, esquiva cuidadosamente cualquier elemento figurativo), azulejos mudéjares, arcos trilobulados. En algún lugar del complejo se está celebrando una boda, y por un pasillo salen volando, vocingleros, dos rapaciños que persiguen a una donna angelicata rubia, con un trofeo emplumado al cuello. Es delicioso ver cómo la niña los maneja, sin dejar de oficiar de víctima (¿me lo vais a quitar? pregunta, dando ideas, y mientras ellos piensan si se atreven ella se escapa otra vez, riendo). La aparición recuerda, en plan Fanny y Alexander, qué hay de veras sagrado entre tanta madera muerta. La novia aparece poco después por el mismo arco, vagamente momia, con su vestido incómodo que apenas la deja andar y un séquito agobiante de padres y padrinos. Entre ambas mujeres, la niña y la novia, ha pasado algo más que el tiempo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo más tremendo de la ordinariez es cuando se junta con el lujo. Qué pena. Cómo hemos llegado a eso... Con lo bien que estábamos con los Visigodos... Según los Concilios de la época, lo que adoraba la gente, en realidad, eran las piedras y las peñoneras de sus antepasados celtíberos. Y el domingo iban a misa sin más problemas. Creo que la invasión árabe nos hizo, por lo menos, monoteistas y buenos cristianos.
Júzquese.
saludos

Grifo

Anónimo dijo...

Sr, Al59: ¡La teoría de las vírgenes negras!
Aunque hay algún rincón secreto en el edificio, no solía oficialmente merecer la pena más que los zurbaranes de la sacristía y la comida de la hospedería. Pero me parece que fray Juan se ha jubilado.

Anónimo dijo...

Amigo Al, que nos une el paganismo, toda esa parafernalia cristiana me es ajena o, mejor dicho, lejana, que estuve trece años en un colegio de curas y la huella es inevitable.
En mis épocas de hooliganismo ideológico llegué a pensar que la virginidad de la Virgen se debía por su afición al sexo anal.
Por otra parte, me parece que la leyenda urbana atribuye la morenez de las vírgenes a que no había nadie con cojones para limpiar a la Virgen, ya que podía ser pecado mortal poner las libidinosas manos eclesiásticas sobre quien sólo fue cubierta por un palomo. En contrapartida, los clérigos saciaban su apetito con los monaguillos y el ya clásico "chaval, agáchate a cogerme la hostia, que se me ha caído".
Vale, post anticlerical, pero un mal día lo tiene cualquiera, y cuando esté en el lecho de muerte, pediré con dos cojones que venga el padre confesor para ver si me puede conseguir un ticket de reventa.