sábado, 30 de mayo de 2015

Cenicienta, reina


Para Pilar Pedraza

Tras desposar a Cenicienta, el príncipe tiene en la boca una sensación extraña. Como si quisiera escupir algo y no pudiera. Siente frío durante el día. Solo de noche, en los brazos de ella, se siente feliz y febril, como si se durmiera al amor de la lumbre.

La nueva reina aparece poco en la Corte, siempre con algún vestido deslumbrante, vagamente irreal. En sus aposentos prefiere ir desnuda.

El príncipe ya es rey. Cuando muere su padre, ella está a su lado. En un momento, sus manos se rozan y él cree oír un grito. Ella sonríe.

El rey se acostumbra a pedir su consejo. Este es siempre certero; a menudo, despiadado. Cenicienta habla de la corte como si esta estuviera habitada por animales amaestrados, aburridos, previsibles. Todos los cortesanos son como sus hermanastras: ambiciosos, cortos de miras, gentes feas obsesionadas por ocultar sus carencias. A Cenicienta no le cuesta mucho minar el poco afecto que el rey siente por ellos. Admite que son necesarios. ¡Pero son tantos! Y así, los cortesanos van cayendo. Parten en misiones diplomáticas de las que no regresan. El rey les hace preguntas que no saben responder.

Algunos intentan adular a la reina. Pero la tinta y la saliva con que lo intentan se hiela o les quema los dedos y los labios. Todos temen a la reina. Pero todos sueñan con entregarse, como el rey, a su abrazo. Y salir consumidos de él. Reducidos a la poca verdad que aún hay en ellos.

Delgado, pálido, esencial, el rey es cada vez más justo, más exacto en sus cometidos. De lejos, parece un anciano. De cerca, un niño cansado.  El rey, que ha aprendido a ser rey, y aun a ser el mejor rey posible, se sueña buhonero polvoriento. Se siente como una viga sobre la que reposa el peso de todo el palacio, de todo el reino. Una viga apoyada a su vez en una sonrisa burlona.

De noche, el Diablo se le aparece con el rostro de las hermanas de Cenicienta. Le recuerda los zapatos de cristal. Solo con ellos podrá huir. El príncipe lleva puestos los zapatos de cristal, invisibles bajo su largo manto. Escucha al embajador de la China o al ministro de Hacienda. Le vienen ideas extrañas. Le apetece danzar con esos hombres tan serios. Llevárselos danzando (quién osaría desobedecerle) hasta un barranco —y despeñarse con ellos, mientras suena la voz de su padre, alarmada o quizás aliviada, desde las grietas del cielo.

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