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Lo que nos espera: quien ha de encontrarnos, ya se ha colocado en un lugar de nuestro camino.(
Mei)
Nos esconden algo. Lo esencial. No creo que esta sensación me haya dejado nunca. En cualquier caso, cuando está, posee tal viveza que, por contraste, cualquier tiempo empleado en otra guerra parece muerto, perdido.
Nos dicen, por ejemplo, que los años sesenta (que no vivimos) fueron una época de experimentación, de la que sólo importan sus logros y números rojos. La verdad es que en aquella quincena (que no década) se abrieron tantas puertas, tantas brechas, que a los especialistas en mantenimiento les resulta difícil desde entonces mantener estable, creíble, la imagen pública del mundo, eso que García Calvo suele llamar la Realidad.
Si en cualquier supermercado cultural se nos ofrece, mezclado con las obras de los más vendidos, material potencialmente subversivo, hay que pensar que no es sólo por confianza en la operación mágica (si puedo compra-venderlo, es mercancía: sus intenciones originales son irrelevantes), sino por disimulo. La censura es un mecanismo obsoleto, contraproducente. Al mercado sólo puede convenirle como generadora de una oferta y demanda ilegales, a la que no le faltan ventajas: beneficios sin impuestos, largas listas de infractores a los que, cuando resulte oportuno por otras razones, se podrá privar de sus derechos. Si lo que podría prohibirse no es un producto de atracción masiva, resulta más barato tolerarlo y limitarse a desincentivar su producción y consumo.
Es así, pienso, como puede estar a la venta un libro como éste,
Las dos manos de Dios, de Alan Watts (Barcelona: Kairós, 2ª ed., 1995). En un mundo al que han regresado (inconcebiblemente) las dos plagas presesentiles (los cientificistas inmunes al numen y los creyentes del monótono-teísmo), estas palabras de Watts son revelación y, por tanto, blasfemia. Benditas sean.
Cuando el polvo desaparece ante nuestros ojos, vemos que los dioses y demonios somos los seres humanos mismos, no cuando actuamos en el asunto de poca monta de la vida mundana, sino en las grandes situaciones y dramas arquetípicos de los mitos. Los dioses son los arquetipos, pero existen perpetuamente encarnados en nosotros mismos. En la visión mítica, los hombres aparecen como encarnaciones de los dioses arquetípicos porque aparece el significado pleno y eterno de lo que están haciendo. No sólo están ganándose la vida y manteniendo a una familia o realizando sus aficiones, están desempeñando, con variaciones innumerables, el drama cósmico del escondite, de lo perdido y encontrado, que es, tal como intentaré demostrar más adelante, el argumento único detrás de todos los argumentos.