Constató Félix de Azúa que hay cosas, como el sexo oral, que cada generación cree descubrir por primera vez en la historia. La cápsula del tiempo es, sin duda, una de ellas. Sin ir más lejos, pudo estar en la mente de aquellos desconocidos que, hace siglos, enterraron en Nag Hammadi los textos gnósticos, para que sobrevivieran (o no) a la estupidez fundamentalista del momento.
Como los 'cofres temáticos' enviados al espacio exterior, las cápsulas del tiempo, enviadas a un futuro lejano, suelen contener una muestra entre anecdótica y significativa de la sensibilidad e inteligencia de un grupo humano.
Retrospectivamente, miro la idea que tuvimos un grupo de amigos a mitad de los 90 (enterrar en un cofre, en un parque, un tesoro consistente en diarios personales, escritos, grabaciones) y reconozco que sólo la impaciencia nos singulariza un poco. No quisimos esperar a generaciones futuras: como buenos veinteañeros que éramos, un plazo de 20 años nos pareció más que suficiente para que lo enterrado resultara prehistórico.
Por desgracia, también dio tiempo y ocasión para que la alcaldía de Madrid, esa hormiguita incansable, metiera los dedos en la tierra y, en lo que trazaba vías subterráneas de riego, se llevara por delante nuestro cofre, para probable alborozo y jolgorio de los obreros que descubrieron el pastel. Quizás sí, quizás (por centímetros) no, pero muy probablemente. Ay.
No obstante, con ello descubrimos otro aspecto esencial de este tipo de rituales (en el fondo, como todos, religioso). La defenestración física del tesoro no pudo con el status del lugar como santuario del grupo, punto de celebración anual de lo mucho o poco que nos quede en común a aquellos conjurados.
Otro aspecto interesante del ritual es que la desaparición temporal de los tesoros enterrados entraba en conflicto con la era de la reproducción exacta en número indefinido (como canta Dylan, what cannot be imitated perfect must die). Para sacrificar debidamente las grabaciones de audio que enterré, comprendí que debía eliminar cualquier copia, asumiendo el riesgo de que veinte años después no hubiera nada que escuchar.
Durante unos días lidié con aquella autoexigencia, que a ratos me parecía absurda. Se trataba de grabaciones muy queridas, recitados de textos de casi todos nosotros y también algunas canciones. ¿Merecía la pena enterrar una única copia y renunciar por 20 años (quizá para siempre) a volver a oír todo aquello?
Por entonces, ignoraba que la muerte de uno de los amigos implicados poco tiempo después volvería la cuestión mucho más cenagosa. La Parca se lo llevó sin haber grabado sino una mínima parte de sus creaciones. De muchas de ellas, no hay otra copia que la que me disponía a entregar al azar.
Por fortuna, tertium datur. Podía destruir o conservar aquellas grabaciones, pero también deconstruirlas, alterarlas hasta convertirlas en otra cosa: una larga grabación que contendría pedazos de todo aquello, combinados con otras ocurrencias.
Encendí la mesa de mezclas Foster (cintas de cromo, cuatro pistas) y comencé a grabar sobre el material del sacrificio. Unas pistas desaparecieron sin más. Otras quedaron como fondo, o lo recibieron. A medida que los amigos músicos iban apareciendo por casa, el hechizo iba tejiéndose solo: la obra resultante no iría en la cápsula del tiempo, pero sería análoga a ella, ella misma un cofre cantarín donde materiales diversos, como si hubieran sido sujetos a una larga convivencia, habían acabado solapándose hasta formar un magma mágico.
Escuchando ahora todo el invento (acabo de pasarlo, CoolEdit mediante, a la era digital), lo encuentro desesperadamente privado, problemático para quienes no formen parte de la tribu. Pero es, al menos, una obra peculiar. Por limitaciones de tiempo, prácticas poco escrupulosas (regrabado, a veces múltiple, de las pistas) y el peculiar abandono que rigió el proceso, el sonido es decididamente oscuro: una epopeya en baja fidelidad. El micro, bien lo recuerdo, era pariente cercano de los que se usan en las tómbolas —pero las voces tienen, por eso mismo, un tono algo espectral que encaja bien con el propósito (sobrevenido) y la naturaleza de la música y los textos.
Creo que voy a traer estos días algunos de los cortes de la obra. Nunca mejor dicho lo de cortes, porque en muchos casos se trata de secuencias que se solapan: una música continúa sobre varios textos, o un texto recibe sucesivas capas sonoras.
Los dos instrumentales que he seleccionado en primer lugar son, en cierto modo, estudios, exploraciones amateur de técnicas clásicas: la variación y el juego de voces que se responden.
La pieza de hoy parte de un arpegio de guitarra, al que se le van adhiriendo un órgano, un piano y una segunda guitarra que puntea. El tono menor, fatalista, la extrañeza de la escala oriental y el dibujo repetitivo, hipnótico, crean una atmósfera opresiva y, sin embargo, juguetona: una muerte para piano de juguete.
(Ustedes dirán si la serie, lo mismo que el blog en general, tiene sentido. Los espero.)