jueves, 10 de marzo de 2011

Gesualdo (y II)


En un arrebato de admiración y reconocimiento, acudí al palacio del Príncipe Asesino de Venosa, deseando demostrarle mis respetos y caer rendido ante su justicia y agudeza, cuya fama había sobrevivido hasta mi época.

Los guardianes apartaron de mí sus picas y me dejaron el paso franco cuando les revelé que venía como enviado especial de La Voz de Segovia y que no deberían considerarme sino un humilde periodista.

—Quisiera entrevistar al dueño del palacio.

Dos soldados taciturnos me condujeron. Yo caminaba detrás de ellos. Atravesamos algún pasillo bordado de tapices y colores exóticos que daban fe del buen gusto del Príncipe. No vi ningún ejemplar de La Dama y el Unicornio. Al contrario: pendían tapices turcos y persas, escenas amorosas en jardines, cortes de músicos y praderas...., muchachas con palomas que paseaban frente a cazadores con halcones....

Los soldados taciturnos me abrieron una estancia y me anunciaron no sin antes ensayar conmigo la pronunciación:

—Alteza: viene un enviado especial de La Voz de Segoffia.

Y me dijeron a coro:

—Pasa.

Y me empujaron. El cuarto no era amplio. Al fondo, sentado junto a una ventana, Gesualdo amaestraba a su halcón prodigioso. En el rincón había una mesa; sobre la mesa, un libro desplegaba sus páginas iluminadas por el rico colorido de los jeroglíficos. Y el halcón, posado en el marco de la ventana, iba pasando las páginas del libro con una garra, suavemente, según las iba aprendiendo.

Vi tres cuadros hermosos. Dos parecían de Mantegna, o su escuela, con personajes sacros en duelo, enajenados, dentones; y paisajes acelerados, con largos frisos de rocas estratificadas. El otro era un retrato de personaje presuntuoso y amarillento como los de Antonello de Mesina.
El halcón no cesaba de mirarme. Y, finalmente, Gesualdo también reparó en mí:

—¿De dónde dices que vienes....?

—Alteza, en realidad yo vengo desde el futuro.

—¿Dónde queda eso?

—Para mí, Alteza, el futuro es ahora mismo. Para vuestra Alteza, queda al final de los años y los siglos que tengan que suceder.

—Eso es lógico.

—Sabía que vuestra Alteza me comprendería. Sólo me ha guiado hasta vuestra presencia el más noble afán de rendiros mi admiración sin límites; admiración que comparten los siglos y todos mis paisanos de La Voz de Segovia.

—¿Y de qué os admiráis....?

—Vuestra Alteza nos admira por su sabiduría y buen gobierno.

La mirada fría de Gesualdo me hiela las pocas palabras que me quedan. Lo veo molesto, íntimo, sensible. No sabía que fuese tan suspicaz. El silencio con que he velado la fama de sus talentos musicales ha debido crisparle. Y se ha tenido que sentir decepcionado de mí al descubrir que no soporto a Strawinsky. Comenta sin dejar de sondearme:

—Extraña manera la tuya de presentarte ante mí....

—Alteza, como periodista que viene del futuro, mi presencia es también literaria, independiente de mi realidad.

—¿Si no eres real, cómo es que estás aquí....?

—Soy real, pero sólo en los dominios de la crónica periodística de mi ciudad. Y no podría quedarme indefinidamente sin que me despidiera el jefe de mi periódico.

—¿Quieres decir que te encuentras como en un sueño....?

—Es lo más parecido, Alteza. Inevitablemente, tendré que despertar en Segovia. Mientras tanto, yo sólo soy un sueño editorial, absolutamente inocente.

—Así, pues, ¿te crees inocente....?

—Soy inocente, Alteza, completamente inocente. Estoy soñando. Me ampara el derecho literario internacional.

—Según vosotros, los que sueñan no saben lo que hacen.

—Y así es, Alteza. Ni los soñadores ni los periodistas sabemos lo que hacemos.

—Así lo ve el futuro. Pero el pasado lo ve de otra manera. Los que sueñan saben bien lo que hacen; y pagan sus errores ante mi tribunal.

Entonces, a un gesto de Gesualdo, se adelantó un soldado que estaba allí y que, con la espada en el cinto y modales muy bruscos, se dirigió hacia mí sin mirarme. De un pequeño armario rojo, sacó un laúd; y, siempre con la vista inclinada, lo tendió reverencialmente al Príncipe, que se dignó a tomarlo.

Si antes había silencio, se volvió aún más intenso, más invasor. El halcón, que no se había movido de la ventana, clavó los ojos en el laúd y concentró todo el fatalismo de la escena. Gesualdo se disponía a tocar. Comenzó pulsando alguna nota distraída. De ahí, sacó una melodía llorosa, imprecisa, que buscaba un suelo firme sin encontrarlo. Y de ahí, derivó un riccercare como una lluvia de pequeñas gotas de metal, que oscilaba según el viento, iba y venía, y se perdía, y seguía sonando a lo lejos como un cortejo fúnebre; o regresaba como un reptil, merodeaba, se escurría, te envenenaba con sus lamentos.

Después, todo se iba alejando como se van las hojas secas, como se serena una lluvia sobre los charcos repletos.

Gesualdo acabó su pieza y quedó pensativo. Apareció el soldado, que recogió el laúd. Gesualdo le admonestó:

—Por lo menos, podías habérmelo ofrecido bien afinado.

Después, el Príncipe se puso en pie. Yo me estremecí y comprendí que mi entrevista había terminado.

Entonces, reflejada en los cristales de la ventana, contemplé la escena. Tras de mí, el soldado sostenía el arcabuz apuntado a mi nuca.

El Príncipe asintió con la mirada.

El halcón cerró los ojos.

(Antonio Hernández Marín, 25-05-02)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Buen homenaje en el segundo aniversario de su óbito.

Gharghi.