domingo, 10 de julio de 2011

Librerías subterráneas


Visito librerías en sueños. Es una de mis actividades favoritas. A veces están situadas al final de un largo túnel que lleva a la luz del día; quizá una alcantarilla. Los lados del túnel se pueblan de pronto de estanterías, con el lomo de los libros uniformemente oscuro, pero seco; o con ese acabado pajizo de los libros de la vieja Gredos. [Los libros llevan tejuelo. Son, recuerdo ahora, los restos de una biblioteca municipal; al abandonar el edificio, para construir uno nuevo, quedaron allí dentro. La idea era que pudieran consultarse de vez en cuando, con un permiso especial —pero el sistema que tomó esa decisión quebró hace años, y nadie recuerda este depósito.] Se diría que, más que situarlos allí, han crecido dentro de la roca: flores de mampostería.

Otras veces, los libros ocupan el centro de una plaza: un enorme monolito o montaña de mármol, semisaqueado, con los flancos ocupados por enormes volúmenes encuadernados en piel, quizá anuarios o crónicas. [He ahí una biblioteca para grandes hombres, en sentido literal: como si los gobernantes de la ciudad hubieran sido, en tiempos remotos, gigantes, y a los prohombres de hoy en día, aunque menguados, se les siguiera tratando ritualmente como colosos. Firmar anualmente en aquellos libros, con una pluma tan alta como ellos mismos, sería una de sus obligaciones.]

La librería de esta noche se llamaba Pulpo. El sueño era largo, rico en meandros, y tenía el acabado de una película adolescente norteamericana. Todos éramos críos. Mi amiga era la presidenta de Estados Unidos, pero le gustaba calzarse unas gafas de sol, escaparse de sus escoltas y acudir de incógnito, con amigos, a cines de verano. Por desgracia, una de las amigas, una rubia anoréxica, iba muy borracha y desahogaba su envidia contra Prudy (sic) gritando a quien quisiera oírla todas las pistas necesarias sobre su identidad.

Volvíamos, así, precipitadamente; tanto que cogíamos el Metro en la dirección equivocada e íbamos a parar a una calle desconocida, en las afueras de la ciudad. Por suerte, al final (siempre al final) de la calle había una magna parada de autobús: magna porque, que aunque tenía las dimensiones de una parada común, se anunciaba que de allí partían las mil y pico líneas de la ciudad. Junto a la parada estaba aparcado un autobús o similar, con trazas de ser un quiosco o todo a cien. Para entretener la espera, subíamos adentro.

Se trataba, claro, de la librería Pulpo, especializada en arte. El arte del robo, por ejemplo, porque al poco de entrar yo intentaba localizar un libro que traía conmigo, sobre arte polinesio, y no conseguía hallarlo. El dependiente, al preguntarle, sonreía de forma equívoca.

En las estanterías, los sospechosos habituales: libros de Lin Carter, Rafael Llopis y, sobre todo, García Calvo, nunca publicados en la vigilia. Antes de despertar, me encaprichaba de uno de ellos, encuadernado en el formato de la vieja Hiperión, o de Taurus. Era un tomo de 1979, más o menos: Contra la Transición, con prólogo de Fernando Savater. El precio, garabateado a lápiz, era desorbitado: 7.000 pesetas, por ejemplo.

Esta parte del sueño se confunde con otro anterior. En este caso había pasado algo con el maestro Agustín (un premio, la muerte, algo así) y en el camino a la piscina de Hermandades, por la calle de la Verdad (un nombre muy adecuado), había situados muchos puestos callejeros con libros de segunda mano. El puesto donde vendían Contra la Transición lo llevaba mi panadero, un oyente habitual de la COPE; aprovechando el tirón de la noticia, habían sacado a regañadientes del almacén un montón de libros viejos relacionados con García Calvo. Uno de ellos era una especie de revista o fanzine de filología latina, de los años 50 ó 60, en el que todas las colaboraciones aparecían anónimas; quizá al final aparecía un pseudónimo, Homerus Zamoranus. Otros eran viejas plaquettes de versos. Todos costaban un riñón.

El camino a la piscina era en el sueño el camino a mi colegio: una mezcla del San Viator y el instituto donde trabajo. Mientras sonaba el timbre, yo me demoraba aún un minuto dudando si llevarme algún tomo o no, así que, aún sin decidirme, llegaba tarde a clase; peor aún, no había clase a la que llegar, o yo no la encontraba, así que al final terminaba del brazo de la Directora, una anciana enjuta, severa pero comprensiva, que me llevaba de paseo por el centro, quizá rumbo a las mazmorras.

En otro momento, yo despertaba y me acordaba de la librería Pulpo. Ya estaba en casa y tenía dinero, así que podría acudir a comprar lo que quisiera; por desgracia, era consciente de que la librería pertenecía a un sueño. O no, porque el decorado seguía siendo el de Prudy y sus problemas. Seguía dudando mientras me dirigía al metro, y en vez de sacar el abono de transportes, introducía la llave de casa en el torniquete.

7 comentarios:

Antonio del Camino dijo...

Curioso y provechoso sueño, perfectamente narrado en tierras de vigilia.

Un abrazo.

Al59 dijo...

Gracias, Antonio.

Apunte para un comentario freudiano: los materiales inmediatos del sueño, decía el maestro, provienen de los 'restos del día', retales de conversaciones y pensamientos de esa jornada que se quedan flotando en la mente mientras uno duerme. En este caso detecto a bote pronto dos, que confirman la tesis de Freud: la performance de la amiga de Prudy está construida sobre la televisiva Aída, que había aparecido esa noche en la pantalla de Telecinco diciendo lo que no debía a una concursante, contando la muerte de Ortega Cano; y el libro de arte polinesio es un libro de arte sobre las antípodas (en FB Montano y yo habíamos estado hablando de Las Antípodas, de Krahe).

Al59 dijo...

Para un comentario junguiano (o, simplemente, más profundo): quizá el sueño en sí supone un comentario irónico sobre la vocación underground o ctónica del soñador (expresada en la entrada anterior, con capa psicodélica): el guionista lo pinta como sempiterno sediento de una sabiduría que se esconde en espacios cerrados, sepulcrales, vecinos a la podredumbre de la muerte y de los restos humanos (alcantarillas, edificios abandonados, monumentos públicos semiderruidos). La sabiduría misma que se oculta, presuntamente, ahí es fragmentaria y oscura, inconsciente (se ha olvidado la existencia misma de esos depósitos). El maestro que aparece citado, García Calvo, es un anciano, una figura de autoridad paradójica, pero indudable; y los libros aparecen en el mercadillo con ocasión de su reconocimiento público tras una muerte u olvido civil, o de una muerte a secas. (De hecho, con ocasión del 15-M el viejo maestro ha vuelto a un ámbito más público, y se ha manifestado sobre la política española, atacando la democracia y sus consensos: Contra la Transición es un libro que sigue la serie de otros 'reales', como Contra el Tiempo.) Esos libros fascinan, pero el soñador nunca llega a leerlos; probablemente son ilegibles, o están escritos en una escala que supera la nuestra. Importa más saber que están, tenerlos en cuenta, que llegar a leerlos.

Algunas derivaciones se entienden mejor si se sitúa el sueño en la órbita de Hermes, mediador entre el mundo de los vivos y el de los muertos (lo vivo y lo podrido), dios de los caminos, de las transiciones, pero también de los ladrones (en la librería El Pulpo te ofrecen libros imposibles de conseguir en otro sitio, pero a cambio te roban los que traes de fuera). Este dios psicopompo vive donde se juntan las líneas de todos los autobuses de la ciudad; su propia guarida es un laberinto, ramificado como los brazos de un pulpo (un Octopus Garden). Para llegar hasta él hay que descender al Metro, al underground; pero no basta con eso: hay, además, que perderse y 'llegar hasta el final' (morir, dormirse). El soñador ya venía abocado a ello por su interés por el Otro Lado, el Otro Barrio, las antípodas.

En otro momento, el descenso aparece como una degradación, un castigo: por no cumplir su deber, el mal profesor, más interesado en aprender que en enseñar, es conducido a las mazmorras; pero la mano que lo lleva, imagen de la Muerte, no es terrible, sino amable (aunque severa). Junto a la directora enjuta, está la Emperatriz, la Reina o princesa (o presidenta) núbil, que viaja de incógnito por el reino: ella misma es la Core, Psique o Perséfone de la que hablaba la entrada anterior, y, como la sabiduría de los libros herméticos, se oculta prudentemente (Prudy, Dear Prudence): nunca se revela, o nunca debe revelarse, aunque siempre hay indicios que apuntan a ella. También ella desciende a los Infiernos; o quizá siempre ha pertenecido a ellos. (Lo ctónico, en Paglia, siempre es femenino.)

Al final del relato, si no del sueño, el protagonista, despierto a medias, vuelve al espacio sagrado, que abre con su propia llave o contraseña. Pero persigue un sueño, un imposible: el libro que pretende hallar contiene en el título un aviso sobre el peligro o imposibilidad de lo que pretende: no está maduro para la transición. Puede que Prudy llegue a su búnker, pero él debe (yo debo, todos debemos) siempre volver arriba, a la vigilia.

Al59 dijo...

(En la vuelta inevitable al mundo de arriba, en fin, hay una respuesta al miedo que indicaba Javi en su comentario a la entrada anterior, de no volver si uno se adentraba en según qué profundidades; y García Calvo aparece en los libros de la librería Pulpo porque es maestro indudable del soñador, una percha idónea para el arquetipo del Viejo Sabio; pero también porque representa una sabiduría underground de los extremos o las antípodas, la contestación o 'contra' al mundo real y a cualquier compromiso, transacción o transición con sus valores.)

Al59 dijo...

(Un apunte más, en fin. La revelación de la muerte de Ortega Cano o de Agustín aparece como la otra cara de la moneda de la anagnórisis de Psique-Prudy, como si ambos sucesos equivalieran. Resulta extraño; pero no tanto si a uno lo educaron en la idea helénica: que la Psique de un ser vivo sólo se manifiesta (psico-delia) cuando éste muere. No hay otro 'reino de las almas' que el de los muertos: por eso el sueño es el mundo de Hades.)

Al59 dijo...

Psicopompo: psico-pulpo. Pulpa de papel. Pupa (de mariposa). Mariposa, en griego: de nuevo psyché, psique.

j. dijo...

Al principio, en los dos primeros párrafos sugiere acaso la relación de uno con el Poder, mejor dicho, con el conocimiento como forma de Poder. Yo he tenido sueños parecidos, en los que zumba la pregunta de ¿me atrevo o no me atrevo (a abrir el libro 'de-la-verdad' y saber 'definitivamente')? Aunque en general los suelo leer en esa clave que apuntas de 'restos del dia'... e incluso en ese caso, el deseo de aprehender aquello que ya es ayer, descubrir su verdad, en un forma esencial que pueda ser siempre recuperada, a salvo del paso del tiempo, creo que es el motor de todo sueño...

Me parece también muy bien narrado, con esos breves comentarios de distancia irónica punteando todo el texto (me encanta ese 'nunca publicados en vigilia', donde lo que sale como pobre es la experiencia de la vigilia).

Un saludo.