El odio popular hacia los 'días de...' (que no logra, como vemos, impedir su proliferación más o menos compulsiva) no necesita mucha explicación, creo, aunque tal vez acepte un intento. De un lado, se siente rechazo hacia eso de que desde arriba (autoridades políticas que fijan calendarios, autoridades religiosas, medios de formación de masas) se nos diga de qué y cuándo debemos ocuparnos, como dando a entender que sin esas directrices pasaríamos por alto tan importantes cuestiones y no encontraríamos qué hacer o nos entregaríamos a otras varias, menos dignas. Ese rechazo puede extenderse a las cuestiones mismas que se nos plantean en esos recordatorios, cuando se trata de la exaltación del poder y el dominio mismos (días de la patria, de la milicia, de la bandera y, si te descuidas, hasta del sistema penal o la silla eléctrica); pero otras veces no es así, y en el rechazo va entreverado el amor hacia lo que hay más o menos debajo del tema (por ejemplo, nuestros muertos), que no se resigna uno a ver encuadrado y limitado en un día (e ignorado, por contraste, el resto del tiempo).
Junto a esto, está la evidencia de que, si muchas son las cosas, como antaño los dioses, no pueden estar todas todo el tiempo a la vez en primera línea de nuestra atención. Quizá por ahí cabría un rescate de las fiestas 'temáticas' como una principalía, al modo en que los guerreros de Homero van teniendo cada uno su momento de gloria en la Ilíada, sin desaparecer por eso durante los demás cantos. Cierto que no se producen esas 'hegemonías' (es el término griego) siguiendo una planilla que marque los turnos de cada cual, sino que son los azares de la batalla y el capricho de los dioses (que lo uno es lo otro) lo que hace que ahora destaque Áyax y en otro momento lo haga Diomedes. Pero en fin, basta con que la ejecución más o menos improvisada y abierta a cambios de la epopeya se convierta en un texto escrito para que ya esos azares se hagan inevitables, cosa hecha, y tenga cada uno su turno, definido inapelablemente y hasta sujeto a cálculo exacto (canto tal, versos tal y pascual).
Y así, si es un azar que el día de los muertos sea en nuestra cultura este que se avecina y no otro cualquiera, como lo es que estemos en esta cultura y no en otra, y aun que estemos o no vivos para contarlo, una vez presos en la tela de araña correspondiente en la que el tiempo se cuenta como mandan sus dueños, es inevitable tropezar cada año con este día, y parece lógico pararse a sopesar la piedra y darle alguna que otra vuelta. Vayan, pues, algunas observaciones por si les apetece discutir alguna, y que la desarrollemos un poco:
- Amamos y tememos a los muertos. De ahí que los mantengamos a cierta distancia: distantes, pero accesibles.
- Somos la parte viva, actual, presente, de una cadena que en su mayoría consta de muertos. Viven en nosotros.
- Los muertos son seres paradójicos: se les ha acabado el tiempo, pero tienen a su disposición la eternidad. Ya no están, pero son ubicuos. Están fuera de la obra, pero proyectan sobre ella su sombra (o su luz). Son impotentes, pero están libres de toda atadura.
- Los muertos son seres humanos inversos: actúan cuando descansamos, hablan al revés, están donde no hay nadie, saben lo que ignoramos, ven lo invisible.
- Los muertos tienen hambre y sed: carecen de lo que tenemos (la vida) y lo echan de menos.
- Un muerto está a la vez en el mundo de los muertos, allí donde reposan sus restos y allí donde viven los que le importan.
- Hay una buena muerte y una mala muerte. La buena llega tras una vida plena, pasa por los ritos funerarios pertinentes y permite la integración satisfactoria en el Más Allá. La mala llega de forma prematura o violenta, y el difunto queda ligado de forma traumática al mundo de los vivos.
- La Muerte lucha contra el deseo de vivir de los enfermos o heridos (agonía); pero una vez lograda la victoria, el difunto se arroja sus brazos: deja este mundo como lo hace el vencido por el sueño.
- La muerte tiene grados: físicos (hora de la muerte; podredumbre del cadáver; desintegración de sus huesos) y psíquicos (desde que el muerto deja de hablar hasta que deja de hablarse de él).
- La Luna es el sol de los muertos. Los animales, sus dobles. El sueño, su país. Son sombras sin sombra: reflejos de un rostro que ya no está ante el espejo.
2 comentarios:
Muy oportuno e interesante, Al. El decálogo daría pie para armar una mesa redonda, mejor si tipo camilla, e incluso convocar, desde el centro de ella, alguna opinión de primera mano. La experiencia siempre ajena que es la muerte va ganando peso en la vida a medida que el tiempo pasa. Aunque quizás lo que de verdad nos fascina (valdrían otros verbos) no sea tanto la muerte en sí como la extinción, la intuición del vacío absoluto que lo que llamamos "muerte" oculta. Palabras apropiadas para estos días de santos y difuntos.
Gracias, Alfredo. Espero que no se nos vaya la Pascua sin armar un día esa mesa camilla, con alguna infusión psicotrópica que nos anime el idem y nos abra en vida las puertas de los espejos.
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