jueves, 17 de octubre de 2013

Donde los muertos


La muerte no está donde estamos; tampoco nosotros estaremos cuando ella llegue. Así razona  Epicuro en su Carta a Meneceo, sección 124. Aunque el argumento se dirige contra el miedo a la muerte, es también y sobre todo una constatación de la alteridad fundamental de la muerte. Un muerto es un ausente, alguien que nos ha dejado, se ha ido.

Sin embargo, nuestra mente acepta con dificultad la idea de un personaje sin circunstancias. No solo pensamos en los difuntos, los recordamos y guardamos sus restos en un sepulcro o urna, sino que tendemos a imaginarlos —y esta operación, tenga lugar en el sueño o en la vigilia, implica situarlos en un espacio peculiar, propio. Surge así de forma natural la idea de un mundo de los muertos, cuyos pormenores imaginarios son, en cada cultura, una descripción veraz de los deseos y temores de los vivos .

(Esta evocación de los muertos no es solo consciente: también se da mientras nos entregamos al estado alterado de conciencia más cotidiano y fascinante de todos, el sueño. Los sueños en que aparecen personas difuntas han llevado desde antiguo a una asociación, que a veces deviene identidad, entre el mundo onírico y el de los muertos. Géza Róheim y James Hillman han estudiado bien el tema, cada uno desde su perspectiva distintiva: freudiana la del primero y junguiana, o posjunguiana, la del segundo.)

En la imaginación de ese Otro Mundo es un factor primario el miedo a la muerte, el instinto de conservación. Incluso en culturas como las mesopotámicas y la griega, que no parecen haber planteado en principio el destino de los difuntos en términos de recompensa y castigo, el Más Allá se presenta como un lugar inhóspito, indeseable, donde falta todo aquello que hace grata y posible la vida humana: el calor (en su justa medida), la fecundidad, la energía vital. Abrasador o helado, el Inframundo nunca es templado, armónico.

Por otra parte, si el temor a la muerte es el miedo básico del hombre, la persona capaz de domeñar este terror, el héroe, sobrepasa al hacerlo el umbral de lo humano. Al anteponer la consecución de su deseo a la propia vida, el héroe acepta la posibilidad de la muerte y pone, en cierto modo, un pie en ella. La imaginación hace el resto: no es ya que el héroe arriesgue su vida para vencer al enemigo y conseguir lo que anhela (gloria, tesoros, princesas), sino que tanto el monstruo a vencer como la recompensa se sitúan al Otro Lado, en territorio enemigo.

El héroe debe morir (de forma ritual, reversible) para culminar su viaje, alcanzando el lugar más alejado de su punto de partida. Su regreso, más tarde, al mundo de los vivos, afirma la continuidad entre lo sujeto a límites y lo que subyace a estos: es como el discurso que, roto a final de cada línea, cruza de algún modo el margen, da la vuelta a la hoja y reaparece incólume para encabezar el próximo renglón. Un amanecer.

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