El ARQUEÓPTERIX
Sí : yo soy un Arqueópterix.
¡Tampoco era tan difícil de averiguar! Pero nunca he querido que fuese
divulgado. He temido que pensasen que sólo quería darme importancia de
paleontólogo. Y no es así. Aunque sea profundamente injusto que todos me
señalen, y me menosprecien, como a un arqueópterix, y los Museos se nieguen a
subvencionarme y a estudiar mi reinserción social, yo, no obstante, no me quejo
de nada. Y solamente exijo que me dejen ser un arqueópterix en paz. Y sin
murmuraciones.
¿Que soy muy antiguo...? ¿Y
qué...? También lo son las rocas. ¿Que soy muy extraño...? Pero todos somos igual de extraños, igual de
únicos. Y nadie se debería ofender por una cosa tan natural como la libertad genética,
mientras nos dure... Y es que yo, por poner un ejemplo, soy un producto más de
una era de biodiversidad y de abundancia, en la que solo abundan de verdad los
monstruos y lo demás se va extinguiendo...
Y, ¿por qué no?, yo soy, sin ir
más lejos, un arqueópterix. Podría haber ido más lejos y presentarme ahora con
traje de trilobite. Pero yo soy, todo el mundo lo sabe, un arqueópterix, ave
nocturna antigua.
Mi doctor también se ha
convencido porque nunca ha logrado levantarme por la mañana para hacerme un
análisis. Él trata de medir mi antigüedad por las marcas de erosión de mi piel.
Y ha llegado a la conclusión de que soy una especie mixta de ave nocturna
flotadora y de mamífero del cuaternario de aspecto humano equívoco. Pero ni mi
doctor ni nadie podría firmar un documento oficial sobre mi naturaleza real
sin perder el empleo. De modo que no estoy reconocido socialmente y los
paleontólogos, que son los únicos que podrían curar mis dolencias de
arqueópterix achacoso, no quieren saber nada de mí.
Solo yo tengo que cargar con la
difícil situación de representar a una especie extinguida hace millones de años
y condenada nuevamente a la extinción. Y tengo que hacer algo. No puedo
consentir un nuevo desastre cretácico para mi especie.
Porque el Cretácico, la era en
que falleció mi último antepasado, no ha terminado todavía. Precisamente,
comenzaba entonces; y se ha venido continuando hasta el presente sin que nos
demos cuenta. Han sido los mamíferos los protagonistas de este Cretácico sin
final, unos seres cretinos, calcáreos, como tristes crustáceos de tierra.
Ni mis antepasados pudieron con
ellos : ¡se lo comen todo! Se lo comieron todo entonces.
Y es que, por entonces, a todo el
mundo le dio por comerse. Suele pasar a veces, según voy viendo. Hubo una
explosión de comensales, faltaba un poco de comida, discutieron por poca cosa,
y se devoraron unos a otros sin el menor escrúpulo. Y es que, en lo del comer,
las especies genéticamente libres nunca han tenido moderación.
Pero yo, yo no me he extinguido
del todo. Yo sigo vivo. Aunque desatendido por la Ciencia, yo represento un
puente hacia el esplendor y los buenos modales en la mesa del pasado remoto. Yo
siento cosas de enorme antigüedad que no deberían ser desaprovechadas por la
cultura de mi generación. Y puedo responder sobre mis procesos geológicos de
gestación y callar a los ingenuos y a los incrédulos.
¡No soy un producto del
laboratorio moderno! No es verdad lo que murmuran de mí ciertos enemigos
diarios. Yo no procedo de un experimento americano; no soy una ortopedia
genética de una era de pruebas. Yo me he creado, naturalmente, solo, sin
influencias del exterior. Soy un producto abandonado al azar de las eras,
genéticamente libre durante muchos millones de años.
Yo también me extinguí, según se
entienda, en la era de mis antepasados, cuyos hermosos esqueletos y plumajes
aparecen hoy impresos sobre láminas de piedra en las vitrinas de los museos.
Pero yo no me extinguí como ellos, que ya vivían. Es que yo aún no vivía.
Precisamente, iba a comenzar a existir como germen cuando me llegó la extinción
como especie. Cuando las especies se están extinguiendo, es como una plaga:
cuando te llega, te extingues. Y por aquella zona, todos nos extinguimos. Pero
como en la Antigüedad las cosas eran también muchísimo más antiguas que ahora,
antes de que pudiera morirme por extinción, quedé fosilizado por accidentes
geológicos que ya entonces tenían un enorme sentido del pasado. Latiendo aún dentro de mi núcleo con cáscara,
una noche soñé que me hundía en una charca pastosa. Y eran los Geosinclinales,
que estaban comprimiendo el terreno y reduciéndonos a una papilla de sabor
oxidado. Todos los elementos de aquel huevo, conmigo dentro, fueron impresos en
una masa de roca y depositados sobre la lámina de un libro de pizarra. Y todos
mis átomos alternaron con un átomo de roca, convertidos en roca, pero
intactos.
¿Se detuvo mi crecimiento por
ello...? No veo la razón. Mi crecimiento también se convirtió en roca y creció
al ritmo de una roca. Yo estaba creciendo como germen cuando me extinguí
biológicamente. Yo no estaba maduro ni muerto. A mí se me estaba formando el
mecanismo de la vida. Mi materia constituyente estaba programada por mis padres
para constituirme. Y la ley de la vida siguió imperando bajo la insensibilidad
de la roca. Ahora, todo iba más despacio de lo programado. Pero todo era
igual. Con eso de la petrificación,
tienes mucho más tiempo para todo y las escalas se vuelven inmensas.
Te da tiempo, sin salirte de tu
programa, a evoluciones que nada tienen que ver con el ser que vas a ser y que
ya eres. Evoluciones que, en una incubación normal para arqueópterix, no tienen
tiempo ni de insinuarse de lejos. Pero en la fosilización ad ovum, pueden
convertirse en estados permanentes durante miles o millones de años.
Te da tiempo a ser cualquier cosa
dentro de tu sarcófago de pizarra.
Y, por una coincidencia con las
constantes universales, fui evolucionando con rasgos parecidos en ocasiones a
los de las especies que transitaron sobre el mundo de después...
He sido muchísimas clases de aves
y de anfibios y de insectos voladores; y, también, he llegado a pasar por fases
de mamífero. No tengo por qué avergonzarme por ello, pero también he
evolucionado como mamífero, y no siempre pacífico, durante algunos miles de
años. Pero lo cierto es que tendí con más frecuencia hacia las metamorfosis
exóticas o, simplemente, fantásticas, irrealizables fuera del sarcófago.
Aunque, siempre que me perdía por ellas, como es normal en un germen librado a
la Geología, entonces, las constantes universales me devolvían a la normalidad
biológica lentamente, y me daban la nueva forma del mamífero de moda de la
época.
Se supone que todo el ciclo de
transformaciones era un progreso hasta mi forma final de arqueópterix, y que no
me iba a quedar a mitad de camino ni acabaría saliendo de la piedra convertido
en un galápago.
Pero el azar de una era de
desgracias se puso en mi contra. Precisamente, pasaba yo por una fase humana,
un animal gregario, y me había convertido en una criatura a punto de pedir el
biberón, cuando un maldito azar permitió que mi roca matriz fuese encontrada
sobre el desierto de Méjico. Un paleontólogo tan célebre como Brszchtnka tuvo
el honor de romper por accidente natural el cascarón de pizarra que me protegía
de la curiosidad primate humana. Según confesó después, lo hizo porque oyó el
llanto de una criatura humana o tal
vez no. Ese tal vez no me ha
acarreado no poca desconfianza ante los medios de este mundo. Se le ha
criticado mucho a Brszchtnka no haber firmado con un seudónimo como Smith y haber divulgado encima lo del
niño humano salido de una piedra de hace millones de años. Acosado por la
prensa, mi captor rebajó la edad de la roca hasta el siglo de Carlomagno. Pero
a la gente le pareció imposible que un niño hubiese aguantado desde el reinado
de Carlomagno, dentro de una pizarra, y sin hacerse siquiera pis. Se pensó que mis padres me habían abandonado
allí mismo, en el interior de un óvalo de roca sin abrir, por no querer
privarme de la fama de ese descubrimiento. Y todas las sospechas recayeron
sobre Brszchtnka, presunto cómplice de alguna trama corrupta.
Y me llevaron a un Museo de
Ciencias Naturales, por si acaso era de verdad antiguo, muy cerca de Sbrngtk,
donde crecí sin problemas, pero no logré entender nada de lo que me decían.
No pasé mucho tiempo en Sbrngtk.
A nadie le importaba que yo hablase o no hablase. Suponían que una criatura que
ha sido hallada por Brszchtnka en mitad del desierto no tiene mucho que decir.
El paleontólogo me había encontrado junto a un gran arqueópterix de alas
desplegadas que se había ido a fosilizar a mi lado. Hoy es la joya de aquel
museo. Le había llegado la extinción mientras iba volando, y tal vez cayó
cuando yo terminaba de extinguirme. Sin embargo, para la gente estaba claro:
se trataba de alguno de mis progenitores, que había luchado contra el mal de la
extinción hasta el último momento, tratando de salvar aquel huevo... y, al
final..., ¡lo hubiese logrado! Y aquí, introducían mi historia.
Y decían :
—Pero casualmente fue encontrado, dentro de aquel huevo, este muchacho,
que entonces era mucho más pequeño, por el profesor Brszchtnka, una gloria para
la república de Tkchsktvku...
Sin embargo, el descrédito del
profesor Brszchtnka dentro de los idiomas que usaban más de una vocal había
sido absoluto, por culpa de haber interferido con una historia que no tenía
nada que ver con él. Muchas veces habrá maldecido por haberme encontrado, haber
dado pie a las especulaciones mas absurdas, y haber malogrado su carrera de
triunfos ortodoxos.
De modo que en el Museo me
trataron con mucha frialdad. Yo era como un objeto de aquellas salas, donde
podías encontrar esqueletos polvorientos de Diplodocus, al lado de cajas con
minerales de todas formas y colores, todos seres antiguos, de mi periodo
natural de gestación.
Pero no duré mucho en aquel
entorno. Pronto descubrieron que solamente estaba despierto de noche, con el
Museo cerrado al público. En cambio, el día lo pasaba durmiendo. No lo dudaron,
y me echaron de allí.
Y desde entonces, he vagado por
el mundo sin un objeto claro, añorando la ayuda de la Ciencia, que se me niega
por culpa de la impopularidad de Tkchsktvku y de Brszchtnka.
¡Y me desamparan a mí, que soy la
víctima de esos impronunciables! Amparan con leyes ridículas hasta la vida de
los lagartos de río. Y se olvidan de mí, que soy un arqueópterix convencido de
lo que dice.
Cuando salí del Museo, vagué por
ahí, siempre hacia adelante, buscando siempre un lugar donde la gente
mascullase algo comprensible. Y pasó mucho tiempo... y encontré gentes así y
así, que hablaban tal y tal...
Y yo les preguntaba:
—¿Cómo se dice esto?
Y me contestaban:
—Esto.
—¿Y lo otro?
—Lo otro.
De modo que fui aprendiendo
idiomas y llegué a conocer tres o cuatro lenguas no oficiales, que cambiaban
cada mes y que sólo se hablaban en algunas calles de ciertos lugares.
Y después, aprendí idiomas más
amplios, que ocupaban toda una ciudad. Y llegué a aprender el idioma de
Maulaeila. Y cuando me fui de allí, sabía decir no pocas cosas difíciles y extravagantes.
Y esta es toda mi vida. Ahora vivo en cualquier lugar. Simplemente, vivo. Se supone que ocuparé un
espacio. Pero el espacio es lo de menos
para mí. Mi espacio está en el aire, no en la tierra que piso. Como todas las
aves enjauladas, siento pavor por los terremotos. Pero, en fin..., vivo,
precisamente, sobre la isla volcánica de Kaulaeaima. Aprendí el idioma de su
ciudad... y me quedé por una larga temporada. Me gusta el clima y el color del
mar. Aunque también es verdad que me extravié por este archipiélago hace ya
muchos años y no tengo a nadie que me saque de aquí. Hasta que no aprendes el
idioma de una isla, no encuentras quien te pase a la siguiente. Pero
Haulaeaeania es un gran archipiélago...
¿Y si mañana despierta el
volcán Raumaeala y tiembla hasta la
república de Tkchsktvku? Precisamente yo, que soy un ave en peligro, me he ido
a extraviar en medio de un laberinto volcánico. Y no temo la muerte; pero mi
instinto de ave se rebela ante la idea de morir atrapado por la tierra.
¿No temo la muerte? No temo la
muerte. Pero todos los hombres temen la muerte. Todos los animales temen morir.
Debería también yo sentir miedo de la muerte. Cuando el célebre paleontólogo me
sacó de mi nido de pizarra, interrumpió mi estacionamiento, mi lentitud de
piedra; y me metió en el tiempo, en el desarrollo. Y me condicionó mediante una
dieta adecuada a la conducta humana. ¿Pero interrumpió de verdad mi proceso
real de crecimiento hacia el arqueópterix del que procedo? Con la dieta, ha
impedido que se activase mi faceta de ave. El efecto ha sido el mismo que el de
la petrificación : reducida a su mínima expresión, mi naturaleza de
arqueópterix ha continuado desarrollándose sin obstáculos, lenta, pero
implacablemente. Y de seguir mis verdaderos instintos a la hora de comer,
experimentaría en poco tiempo notables cambios anatómicos y de colorido.
El arqueópterix no ha muerto por
haberse transformado en hombre: es que yo no soy un hombre. Yo soy un ave
arcaica, condicionada por la dieta.
Por lo tanto, yo no podría morir
como arqueópterix por culpa de haber muerto como hombre. Morirá solamente el
producto de una dieta. Y quedará lo de siempre : mis gérmenes de arqueópterix,
buscando la conclusión de su trabajo.
Es que yo me extinguí antes de
tiempo. Para extinguirse, hay que haber existido. Pero yo no existía todavía. Y
tengo que llegar a existir para poder extinguirme del todo.
Lo tengo decidido. Quiero decir
que tengo decidido cómo será mi entierro. De qué llegue a morir, no es
importante. Lo importante es enterrarme convenientemente para dar ocasión a mis
gérmenes ancestros de continuar su labor de millones de años.
Porque no cabe duda: si nada lo
vuelve a interrumpir..., yo seré un arqueópterix. Está escrito en mis células
y ellas lo cumplen como deben.
Las Constantes universales me han
traído a este estado. Pero, a partir de ahora, la Ley de la Extinción de mi
especie se encargará de mí. Y para ello, tendrá que sacar de mí al arqueópterix
que llevo dentro.
Para enterrarme, no quiero
Kaulaeaima. No es que no me gusten los volcanes. Pero me siento encerrado entre
tanta agua. Prefiero Sicilia. Tiene también un volcán activo; pero se trata de
una isla mucho más grande, como un pequeño continente. Me siento mucho más
seguro en Sicilia que en Kaulaeaima. Tuve que haberme quedado a vivir allí por
el parecido que tengo con sus gentes sicilianas. Me extravié por este
archipiélago de Haulaeaenia y, por ahora, he de quedarme aquí. No obstante,
creo disponer de vida suficiente como para llegar hasta Sicilia.
Además, en Sicilia chocan varios
Geosinclinales; unos son romanos; otros, cartagineses. Son dos placas
tectónicas que se dan empujones, se tratan groseramente, y, cualquier día,
contribuirán a mi obra sin saberlo. Una
vez me sepultarán entre ellas; y otra, me sacarán de ellas.
Voy a disponer que me entierren,
a poca profundidad, en las laderas del
Etna, en la parte más cálida y, por supuesto, siempre seca. No necesito ataúdes
ni barreras a mi proceso de petrificación.
En menos de un año que lleve
enterrado, las coladas del volcán me dejarán barnizado y preparado para las
eras venideras. En unos pocos siglos, seré una roca nuevamente.
El volcán me habrá ido hundiendo
entre sus derribos y ningún curioso podrá aprovecharse de mi impotencia.
Y pasarán los millones de años...
Y los Geosinclinales Elementales librarán su batalla decisiva. Y estrujarán la tierra de Sicilia, reventarán
el Etna como si fuera un grano insignificante, y me moldearán a mí, y
orientarán mis formas hacia su meta final.
El recuerdo humano habrá ya
desaparecido de mí sin dejar rastros. Por otra parte, la humanidad también se
habrá extinguido. Y las Constantes universales me imprimirán otras
características, más de acuerdo con la fauna de la época.
Y pasarán más millones de años,
muchos millones de años. Y los Geosinclinales volverán a sus disputas absurdas
por cuestiones de territorio. Y lo que estaba antes hundido, se levantará. Y mi
sarcófago de piedra rodará por la ladera de una nueva montaña del futuro,
recién salida de la tierra. Y quedaré detenido por una barrera de maleza que
habrá crecido en ese mismo momento. Pues en el futuro lejano, las cosas
carecerán totalmente de antigüedad. Serán siempre muy recientes, y cambiarán
cuando te descuidas.
Para entonces, se habrá
terminado, por fin, el Cretácico. Y, cuando lo decidan mis gérmenes, yo seré un
arqueópterix. Mi proceso culminará su curso y yo quedaré completo como un
arqueópterix. La erosión habrá desgastado, durante algunos millones de años, mi
mortaja de piedra. De modo que no me resultará difícil arañarla con el pico. Y,
finalmente, saldré como un arqueópterix desde el infierno de Sicilia y de la
Mafia.
Y volaré en la noche libremente.
Había sido incubado para eso. No
veo por qué no podría sucederme eso.
De hecho, por ley de la Extinción, yo tengo que extinguirme por causas
naturales.
Seré un arqueópterix por una
clase de acuerdo entre las Constantes universales, la ley de la Extinción y las
causas naturales.
Y viviré como hago ahora, de sol
a sol pero por la parte nocturna. Y duraré lo que suele durar un arqueópterix,
tal vez un poco menos, teniendo en cuenta el desgaste de los agentes y la
pereza de mis gérmenes.
Incluso, puede ser que me extinga
antes de morir. De cualquier modo, todo lo que me ocurra me estará bien
empleado por haberme mandado enterrar en Sicilia.
Y así, yo, que soy un
arqueópterix, un ave de los orígenes, me encuentro destinado, por un accidente
geológico, a surcar los cielos de las postrimerías.
Volaré en el último día de la
vida, en el último atardecer. Es un destino trágico.
¡Quién sabe! Tal vez se extinga
el mundo antes que yo y sea el final de todo. Tal vez yo vaya a extinguirme en
ese momento; pero el mundo se dé más prisa y se extinga antes...
Entonces, yo me quedaría sin
mundo, sin lugar, y sin época, en que poder extinguirme.
Y tendría que esperar la llegada
de un nuevo mundo.
No sé..., pero tengo la
impresión de que, si nacer me va a resultar difícil (¡si lo consigo!), por una
serie de accidentes tontísimos, morir me puede resultar prácticamente
imposible...
Antonio Hernández Marín,
30-5-1999
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