miércoles, 7 de abril de 2021

Cuando muera la Muerte


Eran dos textos esotéricos: uno ficticio, otro real. No sé cuál descubrí antes. El real (y, cronológicamente, el segundo: se publicó en 1926) era un libro de Roso de Luna, de título deslumbrante: El libro que mata a la muerte (o Libro de los jinas). Como todos los libros del sabio extremeño, es una exposición de la doctrina teosófica de Madame Blavatsky (aquella abuela rusa de la Nueva Era que recientemente ha recuperado, como personaje de ficción, la gran Pilar Pedraza, en su novela Lucifer Circus); pero, como también es marca de la casa, Roso no se limita a resumir o divulgar a su maestra, sino que con toda libertad interpreta en clave teosófica todo tipo de materiales, incluyendo algunos rabiosamente castizos. (Los jinas, por cierto, son los djinn, los genios de las Mil y una noches; que Roso emparenta e identifica con las anjanas de nuestro folklore septentrional.)

El otro texto es ficticio: lo cita por primera vez H. P. Lovecraft en su cuento La ciudad sin nombre (1921) y es el pasaje más famoso del grimorio prohibido por excelencia, el Necronomicón de Abdul Alhazred. Habla de Cthulhu, el dios que duerme bajo los aguas en su ciudad de R'lyeh, bajo el sello que los Dioses Arquetípicos colocaron sobre él para adormecerlo. Como asegura el cántico de sus seguidores, los Profundos, en su casa de R'lyeh, el difunto Cthulhu duerme, pero sueña (Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn) —y llegado el momento volverá a la superficie; pues

No está muerto lo que puede yacer eternamente

y con los evos extraños

también la Muerte puede morir.

(Un tercer texto, este más rabiosamente esotérico aún, apareció más tarde ante mis ojos: hablaba del Troum, La mente universal que duerme y sueña; y algo hay en esa imagen tanto del legamoso Cthulhu como del Rey Rojo al que Alicia ve dormido en la segunda parte de sus aventuras —y que resulta estar ocupado soñando a Alicia.)

Muertes que mueren, muertes a las que alguien mata. En una palabra, que reúne la muerte y su negación: inmortalidad, ambrosía, athanasía (y los nombres propios correspondientes: Atanasio, Ambrosio; y el crepuscular Immortus). La paradoja nos envía, pues, a la promesa principal de la religión: moriremos, sí, pero esta muerte nuestra también morirá a su debido tiempo, y entonces viviremos una segunda vez, de mejor e inmortal manera.

En particular, la Resurrección de Cristo es el prototipo de la resurrección general que tendrá lugar al final de los tiempos. San Pablo, su divulgador, se dirige desde ella a la Muerte, en memorable pregunta retórica:

 ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? (1 Cor 15: 55)

Y anuncia que cuando Cristo vuelva y venza sobre sus enemigos, el último de ellos en caer será precisamente la Muerte:

 Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte. (1 Cor 15: 25-26).

Para aquellos que, con Nietzsche, aborrecen la idea de una vida vivida a medias o desvivida por completo por mor de lo ultramundano, la idea de una muerte de la muerte no carece, empero, de sentido, aunque tiene otra lectura muy distinta. Por la vía de Epicuro, se llega a una formulación impecable: dado que no hay otra muerte, mientras aún vivimos, que la muerte de otros (incluido la de ese otro que es la imagen que nos hacemos de nosotros mismos muriendo), la liberación de la Muerte (la muerte de esta) pasa por el olvido de la misma. La petit mort que es el orgasmo, el morirse de gusto, es una muerte (en vida) de la muerte; y con ella, de su misma familia, esas sensaciones oceánicas en las que, muerto el ego, se acabó con él la rabia (el miedo de ese ego a su propia destrucción, que, como el héroe que intenta en los mitos escapar a su destino, no puede sino precipitarla). Mucho tuvo que ver la lucha titánica de Agustín García Calvo (o ¿Agustín García Calvo?, como él prefería firmar en sus últimos años) con esta idea de que es precisamente la creencia en la cárcel, el límite, la muerte la que nos mantiene presos, definidos, mortificados.

No dejaban tampoco las religiones antiguas (ni dejan algunos de sus ecos en las sectas modernas) de prometer y cumplir una muerte en vida de la muerte a través de rituales de transición en los que el iniciando destruye su identidad para proceder después a recomponerla. Algo así se busca hoy (y se encuentra) en la química ceremonial del LSD, de la ayahuasca o de los hongos mágicos —a la que debemos, en gran medida, que el mundo amortecido de los 50 pasara a mejor vida en los exuberantes 60-70. Una vida de la que aún vivimos en cierto modo, como el buen Agustín confesaba vivir aún de la rebelión estudiantil por la que se dejó arrastrar en aquellos años.

Una última nota, en fin: la imaginería de la Muerte que muere va unida, como se habrá visto, a la que concibe la vida como un sueño. La muerte puede presentarse como una salida individual de ese sueño (salimos de esta realidad e ingresamos en otra; como nos sucede al despertar); pero también cabe la idea de que sea una entidad divina, superior a nosotros, quien duerme, constituyendo nuestra existencia el tema (o uno de los temas) de sus ensueños. Nuestra muerte sería un accidente de nuestra persona, una peripecia más de la historia; pero cuando ese Durmiente despierte, tanto nuestra vida como nuestra muerte (su sueño) quedarán trascendidos como ilusiones.

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