jueves, 25 de julio de 2024

La hora de la cita

 


Ni como autor ni como lector soy muy dado a las citas. Así que empezaré haciendo una (aunque de memoria, que son las que mejor llevo). Dice Cioran que 'en un libro de psiquiatría, solo me interesa lo que dicen los pacientes; en un libro de crítica, las citas'. Citar a alguien, sobre todo si está muerto, es a la vez cómodo e inquietante. Tiene algo de Ulises oreando la sangre durante la visita al Hades para que se acerquen las almas de los grandes de antaño, como Aquiles o Palamedes. Acaso fueron estas gentes, en vida, intratables y distantes; pero ahora están muertos y no hay fuerza de voluntad capaz de salvarles del conjuro que los convoca. ¿Merecía la pena llamarlos? 
 
No es asunto que se pueda resolver de una tacada. Habrá veces que sí. Pero yo diría que son las menos. ¿Para qué cita la gente? O, lo que no es lo mismo, ¿qué le dicen las citas al lector? 
 
Por de pronto, entre la cita y lo que sigue siempre hay un abismo: generalmente, el que va de un texto consagrado, amado por las gentes (a veces durante siglos), a otro, si no amateur, por decantar, un actor ilusionado que acude a la audición sin saber si el lector del poema aplaudirá, pasará de página o cerrará directamente el libro al segundo verso. Hacer citas, desde ese punto de vista, supone ponérselo a uno mismo especialmente difícil. Es como empezar tu composición con un compás inmortal de Beethoven. Va a ser difícil que añadas después nada que no quede pálido y, sobre todo, irrelevante.
 
A pesar de todo, la gente cita (¿no he empezado yo haciéndolo?). Hay motivos interesantes para ello. Por ejemplo, el agradecimiento. He dado por sentado antes que uno cita a gente famosa, a valores bien establecidos. Pero no siempre es así. A veces se cita al revés, a gente que uno considera que no tiene el reconocimiento suficiente. Es una cita proselitista y, si se quiere, snob: no conocías a Fulano o a Mengana, ¿eh? Pues mira lo que escribieron. Y desde esa admiración, sigamos. Puede valer. Yo lo hago a menudo con García Calvo o Isabel Escudero: no son clásicos, pero son mis clásicos. Si alguien que me lea los descubre en mí y pasa a leerlos, ya puedo decir que he hecho algo de valor con mi palabrería.
 
No está muy lejos este uso reivindicativo de otro que ayuda al lector a situar lo que está leyendo dentro de una determinada tradición. Pongamos un libro cuyas citas son, por este orden, de Antonio Machado, Gil de Biedma y García Montero; al lado, tengo otro que cita a Breton, Octavio Paz y Leopoldo María Panero. Ambos libros nos lo están poniendo fácil. Es como si el autor nos dijera de qué pueblo es y a qué juegos jugó de pequeño. No hay nada malo en esto, per se. O si lo hay, quizá lo proyecta el lector malsín, que puede sospechar que con esas citas el autor se está incluyendo a sí mismo en un desfile, una corriente, donde no está claro, de momento, que merezca figurar. Es una apuesta: puede salir bien o mal. En todo caso, tiene algo de obvio. 
 
Por último, dejo las citas que me parecen más ambiciosas. Si salen bien, son sin duda las mejores; si fracasan, las más dadas a provocarnos vergüenza ajena. Me refiero a aquellas en las que la cita se integra en el texto que la incluye; o, visto de otro modo, aquellas alrededor de las cuales se genera un texto que propone leer el contenido de la cita de un modo distinto, complementario, opuesto o simplemente divergente al que tenía en el original. Es el equivalente a coger un sample de un disco de jazz y hacer con él una pieza de música urbana (que es como llaman ahora al hip hop, en alguna de sus muchas mutaciones). O de aquellas veces en que ELP u otros rockeros sinfónicos tomaban motivos de sus músicos clásicos favoritos para integrarlos en su propio discurso. Estas citas enfurecerían al autor o lo llenarían de gozo: en todo caso, me parece claro que le interesarían. Como lector, a mí también.

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