lunes, 20 de septiembre de 2010

El futbolín de Homero


Hace algunos años escribí unos apuntes bastante apresurados sobre Homero y la épica en general. Este curso vuelvo sobre ellos, a ver si les saco algún provecho en las clases de Literatura Universal. Me doy cuenta de que cuando empecé escribía de forma mucho más confusa, casi oracular, dando por familiares muchas referencias que los alumnos no tienen por qué conocer. Al mismo tiempo, asociaba ideas con más libertad, como si fuera más consciente que ahora de los lazos que unen lo que suele creerse separado. En cierto modo, aún estaba más allí (del lado de la escritura y la exploración sin brújula) que aquí.

El texto revisado, del que voy a traer algunos tramos si les place, es un compromiso: resulta más claro y didáctico que mis clases de entonces, pero no renuncia a seguir hasta donde quieran llegar las ocurrencias que se van planteando, aunque por momentos nos alejen bastante del mundo clásico. Sigue siendo, en fin, inestudiable, distinto y distante del libro de texto; pero creo que su lectura atenta puede dejar una idea general válida sobre el tema y sus correspondencias.

El fragmento de hoy habla de Homero: no del autor 'real' de los textos, que se nos escapa totalmente —sino del protagonista de varias historias que los griegos fueron inventando a partir de aquéllos.


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No sabemos nada cierto sobre Homero: ni siquiera que verdaderamente se llamase así, o que las dos obras principales que se le atribuyen, la Ilíada y la Odisea, fueran compuestas por un mismo autor. A partir de la impresión que producía en ellos la audición de los poemas, los griegos fueron haciéndose una imagen del autor, atribuyéndole rasgos que casaran bien con su naturaleza de aedo.

Se dice, por ejemplo, que era ciego: hallamos ahí el tema de la ceguera de lo inmediato/visible, que permite, por compensación paradójica, la videncia de lo invisible: lo pasado o lo venidero (la ceguera agudiza de hecho la percepción, externa e interna, de los demás sentidos, y desarrolla la imaginación o visión interior). Cf. el personaje mítico de Tiresias, que queda ciego tras ver desnuda a la diosa Atenea, y es, a partir de entonces, profeta. Tanto el poeta épico como el adivino son videntes: de ahí que la palabra latina vate (de donde vaticinio, vaticinar) se aplique a ambos.

En latín, caecus (de donde procede el castellano ciego) es tanto quien no ve como aquel que no se deja ver (oculto, invisible). Un punto ciego es aquél que, situado entre ambos ojos, no se percibe. Homero es caecus en ambos sentidos, ya que no sabemos nada de él: situado en las sombras, en un punto ciego, no ve ni se deja ver.

La ceguera (pérdida de la percepción de lo inmediato) es también un efecto transitorio del trance o de las drogas que modifican la percepción: cf. las expresiones estar ciego, coger (pillar, llevar) un ciego. También en este caso la ceguera, más o menos metafórica, favorece las visiones, tanto las que se ven con los ojos cerrados como las que surgen de una interpretación inusual de los datos de los sentidos (cf. las mal llamadas drogas alucinógenas).

La Justicia y el Amor son también proverbialmente ciegos, o llevan los ojos vendados. Ciega es la Fortuna , y ciegos son también quienes la reparten. (Y, en general, por magia compensatoria, los desafortunados: cf. el colegio de huérfanos de san Ildefonso, y la figura de la gitana, nómada y marginal, que echa la buenaventura).

Imagen del modus operandi de la Fortuna es la figura de la Rueda de la Fortuna (imagen medieval que se encuentra también en el Arcano X del Tarot, y que reproducen hoy día algunos concursos televisivos, así como el juego de la ruleta). De la raíz de fortuna procede la palabra fortuito. Otros términos semejantes, como suerte, aluden también a un juego de azar que es al tiempo método adivinatorio. Las sortes eran piedrecillas, bolas o dados que se arrojaban, y mediante su posición el adivino leía la ventura (es decir, ventura, participio de futuro del verbo venio: lo que va a venir); también se llamaban así las bolas que se utilizaban para hacer un sorteo. De ahí que, para expresar que ya estaba determinado lo que había de pasar, César diga que la suerte está echada (alea iacta est; alea es un sinónimo de sors, de donde aleatorio). Queda huella del uso mágico en las palabras sortilegio (acto de echar e interpretar las suertes) y sorciere (de sortilegus, el que lee las suertes; cf. el vasco sorgiña, castellano sortero).

Subyace en todo esto la idea de que la vida es un juego, donde somos peones o fichas a merced de las tiradas de los dioses; así es en la Ilíada, especie de tremendo futbolín donde los dioses, divididos en dos bandos, manipulan a sus héroes predilectos por el placer de verlos pelear.

3 comentarios:

Errabundo dijo...

Abundando en el asunto homérico de la ceguera y la invisibilidad, vemos (claro) que es un tema recurrente en la narración: Atenea –la de los ojos de lechuza- envuelve a Odiseo en una nube que le hace invisible, indicándole además que ha de evitar la mirada de aquellos que se encuentre en su camino para no ser advertido (la propia visión del sujeto es la que le hace visible). Otra forma de eludir la visión del otro es la transformación mágica de la propia apariencia: el héroe no es reconocido al llegar a su patria al tomar el aspecto de un mendigo. Antes de eso, Odiseo ha provocado la ira de Poseidón precisamente al cegar a su hijo Polifemo...

Al59 dijo...

Comentario de lujo el suyo, amigo Errabundo. Es bien cierto eso que indica: Odiseo en el mar de las apariencias, donde ver es ser visto. Habría que indicar también (no sé cómo se me pudo pasar) que en la ceguera atribuida a Homero pesó mucho la idea de que Demódoco, el aedo ciego que canta en la corte de Alcínoo (Od. VIII. 63-4), pudiera ser un autoretrato:

Trajo en tanto el heraldo al piadoso cantor, al que amando
sobremodo la Musa otorgó con un mal una gracia:
lo privó de la vista, le dio dulce voz...
(tr. de Fernández-Galiano).

Errabundo dijo...

Pues no queda ahí la cosa: Circe envía a Odiseo a pedirle consejo ¡a un ciego ya muerto!

“... habéis de emprender un viaje a la morada de Hades y de la vereranda Perséfone, para consultar el alma del tebano Tiresias, adivino ciego, cuyas mientes se conservan íntegras. A él tan sólo, después de muerto, diole Perséfone inteligencia y saber, pues los demás revolotean como sombras.”