jueves, 21 de julio de 2011

Los abanicos de Irigoyen


Hace años, me impresionó un argentino que había analizado el famoso soneto de Góngora 'Mientras por competir con tu cabello' y, aplicándose a fondo, lo había aligerado de todo lo que consideraba ganga (isometría, rimas, formulaciones tópicas). Al final, quedaban cinco o seis palabras en prosa que, al parecer de nuestro estudioso, concentraban la esencia del poema, aquello que se encontraba sólo en éste y no suponía una repetición enojosa de otros previos, o una concesión al esquema-sonajero del soneto.

He recordado la anécdota hojeando los versos completos de Ramón Irigoyen, recién publicados en Visor. Las 310 páginas de su Poesía reunida (1979-2011) evidencian que, después de todo, es un poeta de pocas palabras. La cosa es aún más evidente si se considera la peripecia del segundo libro de poemas que publicó, Los abanicos del Caudillo (1982). El libro incluye un apartado en el que se recoge la polémica que se planteó cuando Irigoyen, que había recibido una ayuda del Ministerio de Cultura para la creación literaria, se encontró con que el jurado (formado, entre otros, por Antonio Tovar y Torrente Ballester) le denegaba el cobro de la segunda parte de la beca por estimar que no había trabajado suficiente.

Como aclara Irigoyen, lo que sucedió fue que el libro comenzó siendo un largo poema enterizo de más de 900 versos, La hoz y los zarcillos. Cuando llegó la hora de presentar ante el jurado el material que Irigoyen había elaborado durante los meses en que disfrutó de la ayuda del MEC, los ilustres lectores se encontraron con que, en vez de añadir nada, el poeta había reducido el material de partida a 350 versos, organizados ahora con un título distinto y dispuestos en 14 secciones o movimientos. Donde Tovar y cía. vieron choteo, Irigoyen nos asegura que hubo un trabajo ímprobo de decantación, guiado por las sugerencias de un lector inmejorable, Gil de Biedma.

No sólo tiene Irigoyen razón en la anécdota (el libro, tal como se publicó, es un trabajo sólido, muy superior a su poemario anterior), sino en la categoría: como también indicara Erik Satie, en lo que uno renuncia a escribir, con lo fácil y grato que sería hacerlo (o, al menos, acaba tachando), reside el juicio del artista, la prueba de su gusto.

El adefesio gongorino del argentino y el libro esenciado de Irigoyen suman una evidencia paradójica. Podríamos añadir una edición que recuerdo haber visto en su día (y que, por desgracia, no adquirí) de las Canciones de Lorca, que mostraba todo el proceso creativo de los poemas, desde la versión primitiva hasta la publicada. Un 80% largo de los cambios eran supresiones. Poemas que contenían una narración más o menos clara quedaban así convertidos en atisbos enigmáticos —dejándole de paso a uno la duda de si podía considerarse que el material adicional del borrador iluminaba el verdadero sentido del texto, o si dicho sentido había quedado, precisamente, establecido al descartar esa información como innecesaria o impertinente.

Mi experiencia con mis propios textos va, desde luego, en el mismo sentido: cada revisión es una poda, que en algunos casos no se detiene ante la necesidad de mantener íntegro, por ejemplo, un soneto. A veces es sólo un cuarteto, o un terceto, lo que tiene valor —y lo que cabe rescatar, si es que lo que fue fragmento tiene la capacidad para mantenerse, mejorado, sin malas compañías.

El rechazo al experimento de aquel gongorino es, pues, matizado, y exige explicación. Lo que me echó y me echa para atrás no es el intento de aislar lo esencial, sino la manera en que una estética circunstancial y discutible se entromete en el proceso. Sólo desde un versolibrismo ya en retirada se puede creer que la musicalidad del poema de Góngora y su cuidada arquitectura son mera ganga. Una cosa es identificar las metáforas más notables del poema y otra creer que el poema se reduce, en cierto plano, a ellas, como si de un rostro agraciado o enigmático tomáramos únicamente los ojos o los labios y pretendiéramos presentarlos como un organismo vivo viable.

En el caso de Irigoyen y su corrección, al no tratarse de una forma musical simétrica, como el soneto, cabía el cortar secciones extensas del poema sin que éste dejara de serlo. Pero, de hecho, incluso esos cortes y la nueva disposición en 'movimientos' (así los llama Gil de Biedma en su preciosa nota sobre el poema) están inspirados en un razonamiento orgánico, musical: se trata de que el poema, sin perder unidad, se decante en partes reconocibles y procesables como tales, del mismo modo que lo hace un cuerpo. El resultado respira y camina con gracia, sin perder por ello el tono bronco y de improptu. Un suponer:

Hay que bajarles las bragas
a todas las palabras del diccionario
y sobre todo a las que se ocultan
en los rincones de los armarios.

(pág. 165)

Del tono macho de estos versos, y otros del autor, habla muy bien Antonio Hernández, Grifo, en su comentario a una entrada anterior del blog. Como cuento también allí, yo no comparto del todo sus reservas, pero bien está que consten.

Sobre la evolución posterior de Irigoyen, también cabría decir algo. En los dos libros posteriores a Los abanicos, Romancero satírico y La mosca en misa, se abandona el verso libre en favor del romance: la rima, descartada quizá en su momento por artificiosa o grandilocuente, se acepta ahora como arma humorística, siempre en tono menor (asonante). Puede que sea un sino de los rompedores (Tzara acabó estudiando a Villon) acabar haciendo las paces de algún modo con la tradición; en cualquier caso, uno compara los romances de Irigoyen con los de Fray Josepho primera época y, en igualdad de temas e intenciones, tiende a darle la palma al fraile. Incluso algunos de Sabina me resultan más graciosos. Queda la duda de si Irigoyen será capaz en algún momento de explorar una rima sin chiste ni sordina; o si, con buen criterio, ha preferido no ser aquel perro lorquiano que intentaba ser golondrina.

2 comentarios:

Al59 dijo...

En estas cuestiones, por supuesto, nunca cabe descartar que el camino lleve también a algún sitio interesante si lo tomas en dirección contraria. Lo digo por Allen Ginsberg, que declaraba orgulloso que sólo corregía sus poemas para añadir más cosas. Lo cual le funcionaba (¿pero quizá sólo a él?) estupendamente.

José Miguel Domínguez Leal dijo...

Un lúcido análisis.
La "limae labor" puede llevar por rutas insospechadas, aunque felices.
Saludos.