IT'S ALL TOO MUCH
Esparcimiento cero
Vivimos
tiempos interesantes para la libertad de expresión. Siempre hemos sabido que la
libertad de cada uno acababa donde empezaba la del otro. Pero la globalización
ha producido un efecto de hacinamiento virtual que hace que ese espacio
intermedio en el que uno podía extenderse, expandirse, esparcirse, se encoja drásticamente. A no ser que elijamos decir
algo en la más estricta intimidad (y aun caben dudas de que eso siga existiendo:
pues al final todo se sabe y se cuenta), se diría que hoy todo lo que decimos
puede (y hasta debe) utilizarse en nuestra contra. Pocas eras han vivido con la
intensidad de la nuestra el temor a pasarse,
a dar un paso en falso que pueda ser inmediatamente capturado, quizá
manipulado, y reproducido en cualquier caso viralmente hasta exponernos ante un jurado anónimo
popular predispuesto a hallar cada día alguien de quien escandalizarse y a
quien apedrear, hasta dejarlo exánime, sin empleo, sin prestigio, sin
credibilidad, sin margen (en fin) de movimiento sino para pedir públicamente
perdón por haberse salido de la raya. Una autocrítica que nos recuerda las que
solía exigir el dictador Stalin a los que osaban discutir sus órdenes o no
mostraban suficiente entusiasmo en sus elogios al líder.
El
humor es la víctima más inmediata de este recorte del espacio disponible para
la libre expresión. Hoy, si una broma puede ofender a alguien, podemos apostar
sin temor a equivocarnos a que ese alguien no solo se va a enterar enseguida,
sino que además hará algo al
respecto. En su versión más brutal, ese algo puede ser poner una bomba en la
redacción de una revista humorística o entrar en la misma con un arma y
comenzar a disparar contra los 'chistosos'. Pero hay gente más sutil. A veces
puede ser casi igual de efectivo declararse ofendidísimo en público (lo que
antaño se llamaba rasgarse las vestiduras)
y exigir a las autoridades (o a los jefes del chistoso) que respondan del mal
gusto y el atrevimiento del chiste. Si no hacen nada, los ofendidos podrán
declarar que el Gobierno y las leyes no protegen debidamente sus sentimientos,
que reírse de lo que para ellos es sagrado sale gratis, que quizá ya no sientan
obligados a respetar las leyes de una sociedad que no los respeta. Si el
chistoso trabaja para un medio de comunicación, una editorial, una casa de
discos, se podrá amenazar con un boycott
que quizá no acabe de la noche a la mañana con la empresa, pero le hará perder
anunciantes y usuarios, adquirir una mala publicidad, una mala imagen, un mal karma, que con toda certeza no desean.
Pero
después del humor, y con él, cae el arte. De repente, sentimos cómo han
envejecido y perdido casi todo su vigor las ideas que desde el romanticismo
proclamaban al arte libre de obligaciones con cualquier otra cosa que no fuera
la belleza y la expresividad. Como en la Ilustración, ahora a cada obra de arte
se la juzga por sus consecuencias, por su efecto sobre el público. Esto podría
ser justo si se valorara una obra teniendo en cuenta, en primer lugar, los
beneficios que puede aportar a un receptor idóneo, adecuado. Por ejemplo, si
una obra es irónica, podríamos juzgarla por el placer que provoque en aquellos
que son capaces de entender y disfrutar su ironía. Pero esto no es así. La
nueva premisa es que hay que juzgar una obra, en gran medida, por su efecto sobre
aquellos incapaces de entenderla. Así, dará igual que tú hayas dicho algo en
broma, si alguien se puede ofender creyendo que lo has dicho en serio (y, si
cree eso, no va a cambiar de opinión porque le digas que bromeabas; pensará que
al quitarle hierro solo intentas eludir tu responsabilidad). Tampoco importará,
por ejemplo, que si tu obra contiene (un suponer) una apología del crimen, el
terrorismo o cualquier otro horror cierto o percibido como tal, estas palabras
reprobables estén puestas en labios de un personaje, y no se pueda por tanto
creer automáticamente que lo que está diciendo este es lo que piensa el autor.
El acusador dirá que al poner lo que piensa en boca de una marioneta creada por
él, el autor intenta despistarnos, como si no fuera evidente que esas palabras
se le han ocurrido a él y que ha sido él quien las ha puesto por escrito o las
ha dicho. Peor aún: el acusador nos dirá que él, si se pone, es capaz de
distinguir entre lo que piensa el autor y lo que piensan sus personajes, pero
que no todos los lectores son capaces de tal sofisticación, y hay que tener en
cuenta el daño que pueden sufrir estos lectores ingenuos si se toman al pie de
la letra lo que el autor ha escrito en su obra.
Y, sin embargo...
Y,
sin embargo, no siempre ha sido así, ni siempre pensamos de este modo,
penalizando la osadía de aquel que va
demasiado lejos. De una obra magnífica (una gran película, una gran
canción, una improvisación en la que un rapero se come a su rival y al mundo)
seguimos diciendo que se sale. Percibimos
entonces el exceso como excelencia: y, por contraste, nos damos cuenta de hasta
qué punto eran previsibles y aburridos los que se habían limitado a darnos más
de lo mismo, a apostar por lo seguro, a mantenerse dentro de lo aceptable.
Aceptable es
lo que un profesor pone en un examen o un trabajo que tiene un pase, que no
está del todo mal —pero que, desde luego, no tiene nada notable ni sobresaliente.
La etimología no miente: es imposible ser notable
sin ser un notas, ni sobresalir
sin llamar la atención y extenderse en ese discutido espacio entre uno mismo y
los demás.
Comparemos,
por ejemplo, dos canciones de amor, una de Extremoduro y otra de Pablo Alborán.
En la del segundo, dice el cantautor (o cantante melódico) a su chica que
Has volcado mi
universo
y con un solo beso has
parado mi tiempo.
Canta por dentro un corazón que late muy lento
cuando estoy sin ti.
Canta por dentro un corazón que late muy lento
cuando estoy sin ti.
Ella
no está, él la echa de menos. La cosa se podría haber dicho, desde luego, de
maneras aún más predecibles (sin ti la
vida no tiene sentido, si no estás siento que no estoy vivo, mi vida empieza
cuando tú estás y un largo etc.). Que su corazón lata más lento si ella no
está tiene sentido sin ser una cosa enteramente obvia. Que, ya de paso, cante
por dentro, por fuera o por los bordes no es una imagen muy novedosa que
digamos: en 1968, John Lennon, en parecidas circunstancias (a miles de
kilómetros de su amor, Yoko, en la India; y a muchos años de distancia de su
madre, muerta cuando era un niño), se acordaba de esta metáfora del corazón
cantarín y la rechazaba por manida y falsa, como un ideal que nunca se cumple: when I cannot sing mi heart, nos dice, I can only speak my mind (Julia). Y lo preferimos.
Ahora
veamos cómo expone Robe Iniesta este mismo sentimiento de anonadamiento del amante
abandonado:
Sin patria ni bandera,
ahora vivo a mi manera;
Y es que me siento extranjero,
fuera de tus agujeros.
Miente el carné de identidad:
tu culo es mi localidad.
ahora vivo a mi manera;
Y es que me siento extranjero,
fuera de tus agujeros.
Miente el carné de identidad:
tu culo es mi localidad.
Tu culo es mi
localidad es abiertamente grosero. No se lo vamos a aplaudir. Pero en me siento extranjero / fuera de tus agujeros
esa misma grosería aparece purificada por el ingenio. El tipo logra ser a la
vez cochino y tierno, cínico y emotivo, coloquial y conceptista.
Iniesta
puede ofendernos, pero si le pillamos el punto, la gracia, si aceptamos su
propuesta estética, nos dice algo que no le hemos oído o leído antes a nadie,
en una forma que es también sorprendente, fresca. Por contraste, Alborán se
mueve en un terreno de metáforas de éxito tan garantizado como parcial: esos
besos que paran el tiempo, esos universos volcados y esos corazones cantarines
a medio tiempo forman todos un imaginario que tenemos la sensación de haber
recorrido infinitas veces desde que empezamos a escuchar canciones románticas.
Incluso
los pequeños desvíos que vuelven sus letras un poquito mejores que las de otros
cantantes azucarados no sabe uno si resisten un escrutinio más exigente. ¿Tiene
mucho sentido volcar un universo?
Dicho así, parecería que ese universo es un brick
de zumo o algún otro tipo de recipiente cuyo contenido se vuelca por error,
o bien un volquete de esos que se utilizan para acarrear escombros; cuando
seguramente de lo que se trataba era de darle
un vuelco a ese mundo, dejarlo patas arriba y cabeza abajo, cambiar
totalmente los valores y las prioridades del enamorado. La expresión, más que
apartarse del tópico, es meramente rebuscada, y ese rebuscamiento no añade
ningún matiz interesante a la idea: parece solo una fórmula perezosa para
expresarla en pocas palabras, sin partirse mucho la cabeza con el metro o la
rima, sacrificando a cambio la propiedad del idioma, aquella manera de hablarlo
con fluidez y elegancia que llamamos ser
idiomático. A lo peor, se trata sencillamente de decir algo que suene bonito. Y no hay cosa tan alejado
de lo hermoso como eso: lo que suena
bonito.
No
hay arte sin atrevimiento. Tanto si pensamos que el acierto artístico consiste
en decir cosas nuevas como, más modestamente, en decir las de siempre de otro
modo, lo cierto es que al arte necesita adentrarse en lo otro para encontrar allí lo que no se nos da ya hecho, lo que
aún queda por decir, por intentar. Traerlo aquí, al mundo de lo que se puede
decir y ver, siempre es un riesgo: lo que allí parece oro puede y suele
transformarse en plomo aquí, a la luz del día. Ponerle encima aduanas a ese
proceso, hacerle pasar al artista un control de alcoholemia y buenas costumbres
cuando vuelve del abismo con mercancía nueva es feo y, en el fondo, es
irresponsable. Porque si alguien no abriera de vez en cuando las ventanas y
dejara entrar aire nuevo (y con él, el frío), hace tiempo que habríamos muerto
todos de un cálido y seguro aburrimiento.
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