miércoles, 6 de septiembre de 2006

Los abuelos (II): Ezra Pound


El arte de la poesía, por Ezra Pound, Joaquín Mortiz, México. Helo aquí: un libro heredado, afanado hace unos días (con su permiso) a un amigo entrañable que lo compró de segunda mano, quizá en Chile. No sé qué lector de la cadena (que adivino larga) ha herido el papel con el lápiz, señalando los puntos del texto que le han deslumbrado. En general uno concuerda y hasta se da por aludido. Aviso a sonetistas, por ejemplo:

Si usas una forma simétrica, no escribas primero lo que quieres decir para después llenar con mierda los huecos que te queden.

Otras veces uno vacila. Sucede que Pound cree en el progreso, y su idea de la antología perfecta es una escalera hacia la perfección imaginista:

La mejor historia de la literatura, especialmente de la poesía, sería una antología en tres volúmenes en la que cada poema se seleccionaría no por ser un poema agradable o porque le gustara a la tía Fulanita, sino por contener una invención, una contribución definitiva al arte de la expresión verbal.

Pound llega a concretar la antología: empieza con Homero y Safo (nada de los trágicos) y sigue con Catulo, Ovidio y Propercio (se molesta en escupir al paso sobre Píndaro, Horacio y Virgilio). Del medievo le vale el Seafarer anglosajón (que desconozco) y cualquier epopeya o saga, como el Cid o el Beowulf. Hay que llegar a los trovadores para pisar el freno: al menos 30 poemas en provenzal y alguna canción en alemán como contraste instructivo. (Anacrónicamente, añade la Muerte de Adonis, de Bión, al lote).

Saltando a Italia, receta a Guido Cavalcanti y a Dante. A Petrarca ni lo cita. Se entusiasma con Villon y nos aclara que a partir de él casi toda la poesía, Shakespeare incluido, es mera floritura, refrito más o menos preciosista de fórmulas agotadas.

Cuando vuelve a salvar algo, estamos ya en el XVIII, cuyas sátiras contienen algo de juego lingüístico novedoso. A partir de 1750, la poesía deja de intentar siquiera mantenerse en forma. Son los prosistas los que avanzan: Stendhal, Flaubert. Hasta Corbière no hay buenas noticias, y éstas se limitan a un retorno a Villon. Laforgue, Gautier y Rimbaud (que no Baudelaire) vuelven a ser poetas arriesgados, de distintas maneras (Gautier no sabemos cómo; Laforgue por su logopea, su juego audaz con las palabras arrebatadas de su contexto y vivificadas por la ironía; Rimbaud por sus imágenes claras, exactas).

A partir de ahí, la antorcha pasa a Joyce, Yeats, Eliot, el propio Pound. Todo lo demás es filfa, o enfermedad que exige un bisturí implacable (el Barroco, por ejemplo, intento nefasto de neolatinizar las lenguas romances).

El escrutinio de Pound no envidia al del Cura y el Barbero. Tiene la misma claridad de ideas, la misma sensibilidad para rescatar lo poco que hay de invención o maestría (Amadís y Tirant lo Blanch, en Cervantes) y deshacerse de todas las copias borrosas.

Darle la razón a Pound (creer a Laforgue superior a Baudelaire, ilegibles a Quevedo y Góngora, insolventes a Petrarca o Rubén Darío) aporta una ración de vértigo muy saludable. Sin embargo, uno no dejaría en sus manos la selección de su biblioteca (la mía, desde luego, ardería casi por entero), del mismo modo que no se resignaría a ir al cine a ver únicamente las películas que, según el gran Mengano, revolucionan el arte fílmico.

En todo caso, dársela de veras es imposible, siquiera porque Pound se toma la molestia de indicar que quien esté dispuesto a suscribir y aplaudir las filias y fobias que nos presenta no ha trabajado ni aprendido nada: aunque se agradezca una guía, el camino de rosas y espinas es siempre tarea personal, indelegable.

Uno puede entender en qué sentido el progreso de cierta técnica pasa por Cernuda, Gil de Biedma y Fonollosa —y seguir prefiriendo (o estimando, al menos, igualmente) a García Lorca, Larrea y J. A. Goytisolo. A lo peor, el verdadero progreso está en Valente y sus acólitos, y en ese caso mejor cerrar el libro y olvidarse del arte.

Pound, en todo caso, interesa vivamente a cualquiera que se acerque a sus palabras. Habrá que leer sus Cantos. Sobre su distinción entre melopea, fanopea y logopea como los únicos y verdaderos géneros poéticos hablamos (si podemos) otro día.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Al: Creo compartir lo de que el 'zurriagazo' de Pound nos haga recomponer nuestro propio 'canon'. Y en principio de todas las almas que cita me resulta difícil quitar alguna. Aunque JA Goytisolo me siembre dudas y LM Panero, su posible inclusión, también.

Al59 dijo...

La inteligencia naufraga con facilidad. Pienso en Lévi-Strauss sosteniendo con su encantadora máquina de argumentar que la música dodecafónica desplazaría inevitablemente a la novela. Pound me parece un desengrasante óptimo, pero no sé si compro el paquete estético e ideológico completo. Lo que hay de evolucionista e historicista en su manera de apreciar las cosas me encuentra escéptico. Me convence más la visión del mentado Lévi-Strauss (en un momento lúcido): el poema y el arte en general como aniquilación artificiosa (o mágica) del tiempo, y con él de las añagazas del progreso. Está en Borges, también: el Ulises de Joyce no es mejor que el de Homero, por mucho avance técnico que quiera verse en el primero (el mismo Pound diria que la caída en la prosa es, por el contrario, un facilismo, un retroceso).

Ahora bien: leyendo a Pound se da uno cuenta de cuánto de él había disuelto (y a veces aguachinado) en el discurso cool de muchos a quienes leímos con admiración. Les hubiéramos agradecido, eso sí, que nos indicaran la fuente. Se ve que no nos vieron lo bastante sedientos.

Al59 dijo...

(Panero me parece un poeta pop. Si le quitas la truculencia y le restituyes el son, te sale, un suponer, Luis Alberto de Cuenca. Los dos me agradan, aunque mirados poundianamente supongo que no pasan de epifenómeno.)

Anónimo dijo...

MUY BIEN

ATTE