jueves, 2 de agosto de 2007

Letras ocultas


Sospecho que está por escribir (anímense; o descúbranmelo, si ya existe) un buen estudio sobre las relaciones entre la mejor poesía de finales del XIX e inicios del XX y eso que Freud llamaba, cariñosamente, «la marea pestilente del ocultismo». Hay proximidades en las que, quizá por obvias, nadie parece haberse detenido (por ejemplo, la que liga la escritura automática con la mediumnidad espiritista), y testimonios que rara vez se recuerdan. Yo, al menos, nunca había leído estos dos pasajes de la Autobiografía de Rubén Darío, que dan idea de la ambivalencia entre ironía y fascinación que preside las relaciones entre la magia del arte y el arte de la magia.

Cayó en mis manos un libro de masonería, y me dio por ser masón, y llegaron a serme familiares Hiram, el Templo, los caballeros Kadosh, el mandil, la escuadra, el compás, las baterías y todo la endiablada y simbólica liturgia de esos terribles ingenuos.

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Como dejo escrito, con Lugones y Piñeiro Sorondo hablaba mucho sobre ciencias ocultas. Me había dado desde hacía largo tiempo a esta clase de estudios, y los abandoné a causa de mi extremada nerviosidad y por consejo de médicos amigos. Yo había, desde muy joven, tenido ocasión, si bien raras veces, de observar la presencia y la acción de las fuerzas misteriosas y extrañas, que aún no han llegado al conocimiento y dominio de la ciencia oficial. En Caras y Caretas ha aparecido una página mía, en que narro cómo en la plaza de la catedral de León, en Nicaragua, una madrugada vi y toqué una larva, una horrible materialización sepulcral, estando en mi sano y completo juicio.

También en La Nación, de Buenos Aires, he contado cómo en la ciudad de Guatemala tuve el anuncio psicofísico del fallecimiento de mi amigo el diplomático costarriqueño Jorge Castro Fernández, en los mismos momentos en que él moría en la ciudad de Panamá; y la pavorosa visión nocturna que tuvimos en San Salvador el escritor político Tranquilino Chacón, incrédulo y ateo; visión que nos llenó, más que de asombro, de espanto.

He contado también los casos de ese género, acontecidos a gentes de mi conocimiento. En París, con Leopoldo Lugones, hemos observado en el doctor Encausse, esto es, el célebre Papus, cosas interesantísimas; pero según lo dejo expresado, no he seguido en esa clase de investigaciones por temor justo a alguna perturbación cerebral.

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