
No 'acumulamos' saber. Tampoco lo archivamos ordenadamente. Lo que leímos o meditamos va cristalizando con el tiempo, volviéndose maleable, permeable, impuro, a fuerza de olvido y formando aleaciones insólitas. La mayor parte desaparece, aunque nunca del todo: quedan las trazas de los datos perdidos, sus patrones, alguna sensación asociada a lo que ya no recordamos, como un vínculo en rojo.
Leí a Jean Baudrillard hace tiempo. Es uno de esos filósofos franceses modernos, sofisticados y un punto impostores, o al menos sospechosos de alta palabrería. A mí me gustó. Se hizo famoso con aquel libro, La guerra del golfo no ha tenido lugar, o cosa parecida; pero yo leí otro anterior, sobre el azar y el sentido. Con el tiempo, lo que retuve y metabolicé viene a ser esto: el sentido es algo frágil, una suerte de calidez animal que tiende a perderse, y que es necesario arropar. Nuestra vida es una lucha con el absurdo, la trivialidad, el frío.
El texto enlaza con otra enseñanza, ésta del maestro Agustín: lo que vive es exterior y previo a su traducción a ideas; o al revés, que igual da: las ideas a las que tenemos que reducir lo que sentimos, recordamos, vemos, son previas y externas a la vivencia, prejuicios más o menos rígidos, corsés. Traducir a ese idioma, expresarnos en él, es matar.
Lo que Baudrillard (o lo que queda de él en mi memoria) llama pérdida del sentido y esa mortificación de la que habla Agustín vienen a ser, al menos para mí, lo mismo. Lo pienso ahora corrigiendo trabajos de mis alumnos. Algunos, los menos, son vivaces, hay en ellos chispa, sorpresa. La inmensa mayoría son mecánicos: la Red facilita de tal modo el cortapega que es complicado que los chavales conciban otra manera de hacer las cosas que ir a Wikipedia o al Rincón del Vago, hallar algo que se parezca más o menos al enunciado y regurgitarlo.
Por supuesto, uno intenta luchar contra esta tendencia: les indico, un suponer, que no deben reproducir ningún discurso sin citarlo adecuadamente, y que deben tomar el discurso ajeno sólo como un punto de partida; en el peor de los casos, parafrasearlo con sus propias palabras. Impongo un mínimo de tres fuentes consultadas, distintas, que deben consignar, y cuyos datos deben contrastar. Pero me cuesta un mundo que atiendan esas consignas; que entiendan, siquiera y mejor dicho, a qué vienen: es como si luchara contra una fuerza exterior poderosísima, intentando levantar con el dedo meñique un paquete de 100 kilos. En mi cosmogonía esto es, también, lo que la Weil llamaba la gravedad: la tendencia de lo trivial, lo descafeinado, a repetirse una y otra vez, a producir simulacros de lo vivaz o verdadero; y la pérdida del gusto que acompaña el fenómeno, permitiéndonos aceptar esos sucedáneos como lo normal y suficiente.
Vive dios que no se trata principalmente, aunque sea una cuestión vecina, de despertar en los alumnos la pasión por la excelencia o su hijo menor, el trabajo bien hecho. Es otra cosa: uno querría despertar en ellos el olfato que permite distinguir lo que está vivo, la pasión por lo que no está dicho, por lo que aún podría, quizá, hacer algo (emocionar, sorprender, inducirnos a dejarnos hablar en respuesta).
Es cierto que los ojos del profesor, del adulto, los míos en fin, son fríos. Quizá en estos trabajos que presentan dos o tres párrafos mal casados tomados de otras tantas páginas webs, el alumno haya encontrado después de todo algún alimento. Pero lo dudo: mi instinto me dice que ése es el camino de la resignación, el intentar dar por bueno lo que no lo es, porque no parece que vaya a haber alternativa.
Sigo en lucha, entonces, pensando planteamientos que se lo pongan difícil al adocenamiento del cortapega. Es fácil, en cierto modo, por el lado técnico: basta, con ejemplo, con no pedir resúmenes de una novela, sino un trabajo sobre cualquier aspecto lingüístico de la misma. Estudiar, por ejemplo, diez páginas: buscar en ellos los adjetivos y sustantivos que describen a los protagonistas y agruparlos de diversas formas. ¿Cuáles reaparecen en distintos personajes? ¿Son cualidades momentáneas o permanentes de éstos? ¿Cómo se agrupan por semejanza y contraste?
En fin: no se me escapa el repelús técnico de este tipo de planteamientos. También son fríos, tampoco son 'la cosa'. Pero al menos son fríos de otra manera: como aquel volatinero de Nietszche que o se caía o andaba, no admiten la simulación, el como si. Se trata, realmente, de *hacer* algo, con mayor o menor pericia.
Seguiré, en fin, dándole vueltas. Y agradecería muchísimo, esta vez más que nunca, los comentarios de los que tengáis la audacia y la paciencia de trabajar como profesores, o aún tengáis fresca la experiencia de ser alumnos y aburriros a muerte (y aburrir, quizá, a vuestros profesores), soñando de rechazo con otra manera de hacer las cosas, que es la que ahora nos interesa. ¿Os animaríais a aconsejarme?