martes, 16 de octubre de 2012

Ovillo edípico

Para Rafa; y para todos los alumnos que han sufrido conmigo las penas del rey tebano.

Pero entonces, esto de Edipo y su reinado interrumpido ¿de qué va realmente? Una cosa es segura: que su manera de funcionar consiste en activar a la vez múltiples resonancias, que se extienden por campos diversos.

Se trata de una historia de raíz tradicional, un mito (¿o leyenda?), con un aire de familia indudable con otras historias del mismo origen (con los cuentos de hadas que nos contaban de pequeños, para empezar, con su héroe que derrota al monstruo y se casa con la princesa); pero es un cuento empapado en todo tipo de fluidos, casi todos innombrables en el cuarto de los niños. Es una historia de sangre y lágrimas, pero también de una senara húmeda y fértil (el vientre de Yocasta) donde se reproducen a un ritmo notable (cuatro retoños tienen los reyes, en sendas parejas de dos niños y dos niñas, cual matrimonio que se somete a una terapia de fertilidad y acaba bendecido con parto múltiple) yerbas exóticas, ricas en efectos secundarios.

Tras la piel del relato se transparentan los huesos del ritual: un sacrificio cruel en que el sacerdote que sostiene el cuchillo acaba clavándolo en sus propias entrañas. El héroe trágico (cabrío) es el chivo cuyo canto, primero desafiante y altanero, luego desgarrador, da nombre a la tragedia: el canto del cabrón. La víctima se nos ofrece herida pero aún viva para que gustemos su dolor y nos sintamos presentes en él, aunque protegidos por la ilusión escénica que nos deja creer que esas cosas tan intensas, tan reales, no traspasan el escenario.

Pero ni la historia ni el rito transcurren aquí sin una interrogación explícita sobre su propio sentido, su mecanismo. Los personajes discuten sobre quién es quién y qué ha sucedido realmente; discrepan sobre quién mueve la mano que golpea o la boca que grita. ¿Hace Edipo lo que quiere, lo que debe, lo que puede? ¿Es el que sabe que es (corintio, salvador de su familia y de Tebas, padre y marido feliz) o el que ignora (tebano, propagador de la peste, parricida, incestuoso, condenado a sufrirlo todo)? ¿Se complace Apolo moviendo los hilos o se limita a azuzar al muñeco para que este avance y se despeñe por su propio peso? Ni siquiera tienen claro los personajes qué han venido a hacer: ¿vino Tiresias a callar o a decir 'lo que tenía que decir'? ¿A practicar la preterición o a conseguir que lo que dice sea, por ininteligible, una forma ruidosa de silencio, un acto de comunicación nulo?

La obra, además, es metateatral de un modo casi ostentoso. Los personajes cumplen papeles y lo saben (tú lo tuyo y yo lo mío), y hasta los hay (el mensajero de Corinto, el criado de Layo) que acumulan dos, como si la falta de actores hubiera obligado al dramaturgo a concentrar dos roles en una sola cabeza.

Se cumplen las normas de un género, la tragedia, pero se sugieren o profetizan otros: la novela policíaca, la indagación psicoanalítica y hasta esa peculiar forma de teatro que es el procedimiento judicial, con sus interrogatorios (a Tiresias, al criado…), sus careos (entre el mensajero y el criado) y hasta sus torturas para avivar la lengua del reo.

 La obra comunica con la especulación política (quizá sean necesarios reyes; pero mal nos irá si no recordamos, como Tiresias y Creonte, que nada manda más que el derecho a responder y hasta rezongar razonadamente cuando se tiene con qué) y con el dilema ético (de los personajes, pero sobre todo del espectador: ¿qué opinar de quien hace el mal convencido de estar haciendo lo correcto? ¿Es aceptable la pia fraus, la mentira melosa que nos protege de la intemperie? ¿Es humana la decisión de llegar hasta las últimas consecuencias, así se abra la tierra ante nuestros pies?).

La sofisticación intelectual que trajeron a Atenas (muy etimológicamente) los sofistas, sembrándolo todo de dudas y claroscuros, convive en la obra con certezas antropológicas de marcado sabor primitivo: el rey es la Tierra; si esta enferma es porque el rey no está sano, y no queda otra que curarlo o amputarlo.

Una de esas certezas es que, como avisó Heráclito, Natura ama esconderse. Las cosas pueden y suelen tener doble luz, que exige leerlas de frente (como hace Edipo, siempre dispuesto a afrontarlo todo) y al sesgo (como dicta, también etimológicamente, Apolo Loxias: el Sesgo u Oblicuo). Bajo la ley de la hiperdeterminación, el sentido no se dispersa, sino que se concentra en oxímoros y paradojas duros y mixtos como esfinges: Edipo hace lo que debe hacer sin dejar por ello de hacer en cada momento lo que libremente decide; Tiresias, ya lo vimos, habla para mejor callar; apenas ha visto el héroe claro por primera vez todo cuando decide cegarse, en parte por lo intolerable de la visión, pero también para abrazar en toda su intensidad esa lucidez implacable que hará de él, en sus últimos días, un santo cuyo cuerpo milagroso, tan salvífico tras la muerte como corrupto y corruptor en vida, se disputan varias ciudades.

Definitivamente derrotado, el héroe se libra por fin de las ataduras que le hicieron desde niño moverse por la vida a saltos bruscos, como si algún daimon se ocupara de hacerle de continuo la zancadilla. Freedom's just another word for nothing left to lose. Libre de amor, de celo, / de odio, de esperanzas, de recelo, Edipo cambia de referentes: su vida se parecerá ahora a la de Tiresias, no a la de Layo. Sófocles lo deja al final de la obra en palacio, atado en esto por la convención dramática: su verdadero final habría sido abandonar el escenario y con él los achiperres propios de su condición de actor. Algo así sugiere Pasolini cuando al final de su película saca al héroe del limbo africano en que ha transcurrido el nudo de la historia y se lo lleva, convertido en flautista ambulante, a Hamelín: a cualquier ciudad moderna donde pueda resonar su melodía.

La moraleja explícita de la obra (los versos del Coro que la cierran) suele tenerse por apócrifa. Quizá se nos permita, por eso, trenzarle una variación: no se trata tanto, como se nos propone ahí, de esperar para determinar quién ha sido dichoso al momento en que, ya muerto el perro, poco importe declarar que estuvo sano o rabioso, sino de recordar en todo momento que al ejercer los roles que de mejor o peor grado aceptamos nos cegamos necesariamente a una parte de la verdad, tanto sobre nosotros mismos como sobre lo demás, y que es preciso conservar siempre una cierta falta de fe en las funciones, consecuencias y prioridades que adoptamos; un descreimiento que tiene en realidad mucho de piadoso: consiste en recordar que, para bien y para mal, no siempre nos sucede lo previsto (al menos, no lo previsto por nosotros; otros profetas puede haber mejores), que la vida es un concurso sin notario. No es lo absurdo lo que nos da la libertad, sino la hiperdeterminación: lo que nos pasa en cada momento tiene no un sentido, sino una concentración inextricable de ellos, un ovillo que nos une con todo lo que tendemos a considerar ajeno.

Nos sale, en fin, la vieja veta junguiana: si el esquema que nos propone la tragedia es arquetípico, la conciencia de que hay una corriente poderosa que nos mueve a actuar de esta forma, edípicamente, nos da un plus de algo (lo he llamado antes libertad, pero quizá sea excesivo darle un nombre) frente a la otra alternativa, que es dejarnos llevar sin saber siquiera (como propone en la obra Yocasta) qué corriente oceánica es la que nos arrastra, convencidos de que hacemos lo que queremos o debemos, lo normal, lo único.

La historia de Edipo se reduce así, antes de acostarse, a la vieja broma: ¿Qué es una persona normal? Alguien a quien conoces poco. En la tumba del héroe, en cambio, podríamos escribir como epitafio el que dejó caer Heráclito: cumpliendo el mandato délfico, me investigué a mí mismo. Ya ven Vds. el resultado.

2 comentarios:

Al59 dijo...

Si os apetece, en el blog de la Biblioteca de mi centro he dejado una exposición más esquemática (pero más completa, en algunos aspectos) de las mismas ideas.

rafa dijo...

καλῶς νομίζεις καὶ σοφώτατ´ ἔγραψας.
χάριν γέ σοι δόρου τε καὶ σχολίων ἔχω.

rafa