La muerte y un señor en bicicleta
me saludan: '¿Adónde, Leopoldo?'
'¡A la mierda!', repongo, y Fernán Gómez
me habita con su risa cavernosa.
Toma nota el lector y el entusiasmo,
ese vil blandiblú, nos envenena,
nos alza, nos descalza, nos despoja
de toda dignidad inconveniente.
Abajo, en los cimientos de la vida,
un ratón chiquitín roe la mano
podrida e incorrupta de mi padre.
Leopoldo María, Leopoldo
Sánchez Dragó (las siglas nos avalan:
L.S.D.), Leopoldo en fosfatina,
Leopoldo este sángüich vegetal
donde el bosque completo se atesora
y regadas de luz manan las fuentes
lenguas de gato, vértigos posados
desde antiguo en la taza del retrete.
Una dosis fetal de soledad
nos vuelve irreductibles al olvido,
a la inmortalidad de lo que escapa
ileso, impune, incógnito a las manos
de tantos filisteos. Corro, piedra,
al ojo del dragón cuya pupila
se ensancha, se dilata, me hace un hueco
donde poderme hallar. Por fin pagada,
mi muerte se relame las encías
y besa al portador. Vuelta al silencio,
vuelta y media al dolor. Otra de todo
y esta vez ya verás cómo es de veras.
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