miércoles, 24 de junio de 2020

El Adviento





Un hombre es arrojado contra la ventana de una casa, cuyo cristal se rompe. Cae en mitad de la cocina, ensangrentado. Los inquilinos acuden en pocos segundos al lugar, observan lo que ha pasado y discuten sobre el hecho. 

Algunos opinan que el recién llegado no tiene derecho a entrar en casa ajena: lo primero es ponerle de patitas en la calle, y ya se estudiará qué hacer luego. Esto indigna a otros, que, más celosos de la legalidad, proponen retenerlo hasta que la policía venga a hacerse cargo y lo enchirone, interrogándole en cuanto recobre el conocimiento (parece que podría llevar un rato) para tener constancia de sus datos y poder cursar la oportuna denuncia, no vaya a escaparse de rositas. Es culpa nuestra, discurre un tercero, con fama de filósofo, por no colocar cristales más resistentes y dejarnos la ventana abierta, sobre todo en verano. ¡Con lo que anda ahí fuera!. Un cuarto, preocupado por la salud de todos, propone avisar a un servicio de recogida de este tipo de accidentes; entre tanto, lavar el cuerpo con lejía, quemar la ropa y guardarlo en el cuartito que hay bajo la escalera, que se puede cerrar por fuera. Un quinto, callado hasta entonces, interviene finalmente, satisfecho de aportar un aspecto esencial que no se ha tenido en cuenta: ¿Y la ventana? Habrá que llamar al Seguro. O nos va a seguir entrando cualquier cosa.

Los minutos transcurren mientras el hombre se desangra y se hacen las oportunas llamadas. Entre los inquilinos hay desazón por el incordio y la inseguridad que supone el accidente; pero, aunque no lo dicen, un orgullo soterrado los consuela. Son una comunidad democrática: con las aportaciones de cada uno y sin más ayuda que la razón, están capeando una situación difícil. Luego no habrá poetas (ni columnistas, siquiera) que canten estas cotidianas hazañas del pueblo.

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