When I was a child I caught a fleeting glimpse,
Out of the corner of my eye.
I turned to look but it was gone.
I cannot put my finger on it now.
Out of the corner of my eye.
I turned to look but it was gone.
I cannot put my finger on it now.
Para creer en algo hay que saber de qué se trata. Es inevitable insistir en que no se trata de eso —más bien, lo contrario: una presencia inesperada que llega sin aviso y cuya única reliquia es la duda (no pudo ser, pero).
Jung encontró el adagio en un libro de Erasmo de Rotterdam, Collectanea adagiorum, e hizo que lo inscribieran en la puerta de su casa y en su lápida. Según su discípula Aniela Jaffe se trata de un oráculo délfico: los espartanos, que planeaban atacar Atenas, sondearon al dios, y éste salió, como es su ley, por peteneras. Vocatus atque non vocatus, deus aderit. Se le invoque o no, el dios estará presente.
Lo sagrado: un artista invitado, invasivo e imparable. Aquella historia de la Sibila y sus libros fatales: la anciana de Cumas se presenta ante Tarquinio el Soberbio, y le ofrece a caro precio nueve libros sagrados. El rey se niega, y la Sibila de Cumas quema tres de ellos. Quedan seis, le dice —al precio que tenían los nueve. Lento de reflejos, el rey vuelve a negarse. La mujer quema tres libros más, y repite su oferta. Ahora son tres volúmenes, al precio de nueve. Tarquinio piensa, con razón, que si se niega una vez más nunca sabrá si aquello es un farol. Apoquina y, tras asomarse sin demasiado provecho a sus páginas, coloca los tres volúmenes en un arca de piedra, bajo el templo de Júpiter Capitolino, designando a dos oficiales (luego diez, y aun quince) para que los custodien, a salvo de otros lectores. Con todo, cuando la historia se cuenta, los tres últimos libros también han ardido, en el 83 antes de Cristo. Incluso el sucedáneo que los sustituyó (una nueva colección de oráculos sibilinos) fue destruido en el 405 por el cristiano Estilicón, que los creía veraces pero importunos.
La consulta de los libros, limitada a ocasiones muy especiales, va en armonía con el modo en que fueron adquiridos (y perdidos). Sin índice ni orden discernible, los volúmenes se abrían al azar, con la lógica de una tirada de I Ching. No se buscaba en ellos predicción del futuro, sino consejo cuando una fuerza inesperada hacía su aparición (una invasión, una epidemia, un nacimiento monstruoso). Los libros contenían el precio: con qué ritual insólito, en el que nadie había caído, se debía aplacar a los dioses de toda la vida —o qué reconocimiento debía darse a aquellos que, desconocidos hasta entonces, revelaban ahora su presencia.
Jung, rey sibilino, concibió su psicología como un trato con lo desconocido. Puesto que el dios ya ha concertado la cita, nos queda prepararnos para ella, aunque no sepamos dónde ni cuándo. Por la esquina siempre abierta, la psique se refresca, y las bestias del cielo y el suelo acuden a volver sus aguas. Hay método en esa locura, esa negativa a aceptar que uno sabe a qué atenerse. Negarse a creer a los que dicen haberlo despejado es (y no es) es el único culto posible a lo sin nombre: lo desconocido.
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