Un día que había ido a la Taberna Encantada, en la calle Salitre, para escuchar a Javier Bergia, vi un anuncio de un tal Juan Manuel, que buscaba músicos para tocar con él. Matizaba que no hacía falta instrumentos, porque él lo ponía todo.
No sé qué demonio me llevó a responder a un anuncio así, pero la decisión fue trascendental. Gracias a Juan Manuel, músico notable y persona desprendida donde las haya, tuvimos entre otras cosas acceso a la mesa de mezclas grabadora donde se registraron las diversas maquetas de Assahar y Ciento Volando.
Además, el proyecto musical de Juan Manuel, heterodoxo y variable de un día a otro, pasaba en gran medida por la música antigua que le encantaba a Alfonso. Fue natural invitarle a aparecer por la casa de Juan Manuel, sita entonces en San Bernardo. Y al poco ahí estábamos, ganando el acceso a la final en el concurso municipal de música folk del año 92 mediante actuación apoteósica en el Centro Cultural El Torito de Moratalaz.
A las pocas semanas, Eufonía se disolvía, pero el momento de gloria es imperecedero. Elegimos un arreglo entre reverente e iconoclasta de dos piezas renacentistas que Juan Manuel conocía por John Renbourn: la pavana Belle qui tiens ma vie y la danza del Tourdion. El arreglo a cuatro voces de la pavana tenía a Juan Manuel en los graves, Alfonso y Manuel (notable flautista) a los medios y Ana (una bella dama) a los agudos.
En la danza instrumental, Juan Manuel se ocupa del órgano endiablado, Juan Carlos del punteo eléctrico, Manuel de la flauta, yo del punteo acústico y Ana de la pandereta. Cortando súbitamente el instrumental, el mismo tema del baile se expone en arreglo vocal arcaísta: de lo que se pasa sin tregua a una breve parte instrumental de nuestra invención, con improvisación progresiva setentera. Tras ella, una variación insólita del tema principal (¡en modo locrio! —mi grano de arena en el arreglo) y vuelta al redil del Tourdion propiamente dicho. Fusión a tope. ¿Quién da más? Creo que es una pieza de las que se no olvidan. Recuerdo, de paso, que a Alfonso le encantaba la variación locria, mientras que Juan Carlos nunca la digirió enteramente. A veces los premodernos son más amplios de miras que los músicos de rock.
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