«La pieza más erótica del Romancero Viejo» bien podría ser ésta, publicada en 1551. Escribe Giuseppe Di Stefano que «el pecado propio del romance que la filología no alcanza a absolver es su licenciosidad, tan franca que nos aparece casi inocente». Desde luego, los tópicos sobre el moralismo férreo del Romancero quedan aquí donde deben. A pesar de la fecha de publicación, la trama se mantiene fiel a la versión más arcaica del adulterio de Ginebra, en la que es su sobrino (Mordred) y no Lanzarote quien se aventura bajo sus faldas.
La reina Ginebra y su sobrino
Cabalga doña Ginebra
y de Córdoba la rica
con trescientos caballeros
que van en su compañía.
El tiempo hace tempestuoso,
el cielo se escurescía;
con la niebla que hace escura
a todos perdido había
si no fuera a su sobrino,
que de riendas la traía.
Como no viera a ninguno,
desta suerte le decía:
—Toquedes vos, mi sobrino,
vuestra dorada bocina
porque lo oyesen los míos
que estaban en la montiña.
—De tocalla, mi señora,
de tocar sí tocaría;
mas el frío hace grande,
las manos se me helarían;
y ellos están tan lejos
que nada aprovecharía.
—Meteldas vos, mi sobrino,
so faldas de mi camisa.
—Eso tal no haré, señora,
que haría descortesía,
porque vengo yo muy frío
y a vuestra merced helaría.
—Deso no curéis, señor,
que yo me lo sufriría;
que en calentar tales manos
cualquier cosa se sufría.
Él, de que vio el aparejo,
las sus manos le metía;
pellizcárale en el muslo
y ella reído se había.
Apeáronse en un valle
que allí cerca parescía.
Solos estaban los dos,
no tienen más compañía;
como ven el aparejo,
mucho holgado se habían.
Cabalga doña Ginebra
y de Córdoba la rica
con trescientos caballeros
que van en su compañía.
El tiempo hace tempestuoso,
el cielo se escurescía;
con la niebla que hace escura
a todos perdido había
si no fuera a su sobrino,
que de riendas la traía.
Como no viera a ninguno,
desta suerte le decía:
—Toquedes vos, mi sobrino,
vuestra dorada bocina
porque lo oyesen los míos
que estaban en la montiña.
—De tocalla, mi señora,
de tocar sí tocaría;
mas el frío hace grande,
las manos se me helarían;
y ellos están tan lejos
que nada aprovecharía.
—Meteldas vos, mi sobrino,
so faldas de mi camisa.
—Eso tal no haré, señora,
que haría descortesía,
porque vengo yo muy frío
y a vuestra merced helaría.
—Deso no curéis, señor,
que yo me lo sufriría;
que en calentar tales manos
cualquier cosa se sufría.
Él, de que vio el aparejo,
las sus manos le metía;
pellizcárale en el muslo
y ella reído se había.
Apeáronse en un valle
que allí cerca parescía.
Solos estaban los dos,
no tienen más compañía;
como ven el aparejo,
mucho holgado se habían.
2 comentarios:
En fin de truculencias está llena la historia.
http://elsexodelasmoscas.bitacoras.com
ja, ja-Ginebra la sabia.
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