lunes, 29 de noviembre de 2010
El ojo en blanco
No 'acumulamos' saber. Tampoco lo archivamos ordenadamente. Lo que leímos o meditamos va cristalizando con el tiempo, volviéndose maleable, permeable, impuro, a fuerza de olvido y formando aleaciones insólitas. La mayor parte desaparece, aunque nunca del todo: quedan las trazas de los datos perdidos, sus patrones, alguna sensación asociada a lo que ya no recordamos, como un vínculo en rojo.
Leí a Jean Baudrillard hace tiempo. Es uno de esos filósofos franceses modernos, sofisticados y un punto impostores, o al menos sospechosos de alta palabrería. A mí me gustó. Se hizo famoso con aquel libro, La guerra del golfo no ha tenido lugar, o cosa parecida; pero yo leí otro anterior, sobre el azar y el sentido. Con el tiempo, lo que retuve y metabolicé viene a ser esto: el sentido es algo frágil, una suerte de calidez animal que tiende a perderse, y que es necesario arropar. Nuestra vida es una lucha con el absurdo, la trivialidad, el frío.
El texto enlaza con otra enseñanza, ésta del maestro Agustín: lo que vive es exterior y previo a su traducción a ideas; o al revés, que igual da: las ideas a las que tenemos que reducir lo que sentimos, recordamos, vemos, son previas y externas a la vivencia, prejuicios más o menos rígidos, corsés. Traducir a ese idioma, expresarnos en él, es matar.
Lo que Baudrillard (o lo que queda de él en mi memoria) llama pérdida del sentido y esa mortificación de la que habla Agustín vienen a ser, al menos para mí, lo mismo. Lo pienso ahora corrigiendo trabajos de mis alumnos. Algunos, los menos, son vivaces, hay en ellos chispa, sorpresa. La inmensa mayoría son mecánicos: la Red facilita de tal modo el cortapega que es complicado que los chavales conciban otra manera de hacer las cosas que ir a Wikipedia o al Rincón del Vago, hallar algo que se parezca más o menos al enunciado y regurgitarlo.
Por supuesto, uno intenta luchar contra esta tendencia: les indico, un suponer, que no deben reproducir ningún discurso sin citarlo adecuadamente, y que deben tomar el discurso ajeno sólo como un punto de partida; en el peor de los casos, parafrasearlo con sus propias palabras. Impongo un mínimo de tres fuentes consultadas, distintas, que deben consignar, y cuyos datos deben contrastar. Pero me cuesta un mundo que atiendan esas consignas; que entiendan, siquiera y mejor dicho, a qué vienen: es como si luchara contra una fuerza exterior poderosísima, intentando levantar con el dedo meñique un paquete de 100 kilos. En mi cosmogonía esto es, también, lo que la Weil llamaba la gravedad: la tendencia de lo trivial, lo descafeinado, a repetirse una y otra vez, a producir simulacros de lo vivaz o verdadero; y la pérdida del gusto que acompaña el fenómeno, permitiéndonos aceptar esos sucedáneos como lo normal y suficiente.
Vive dios que no se trata principalmente, aunque sea una cuestión vecina, de despertar en los alumnos la pasión por la excelencia o su hijo menor, el trabajo bien hecho. Es otra cosa: uno querría despertar en ellos el olfato que permite distinguir lo que está vivo, la pasión por lo que no está dicho, por lo que aún podría, quizá, hacer algo (emocionar, sorprender, inducirnos a dejarnos hablar en respuesta).
Es cierto que los ojos del profesor, del adulto, los míos en fin, son fríos. Quizá en estos trabajos que presentan dos o tres párrafos mal casados tomados de otras tantas páginas webs, el alumno haya encontrado después de todo algún alimento. Pero lo dudo: mi instinto me dice que ése es el camino de la resignación, el intentar dar por bueno lo que no lo es, porque no parece que vaya a haber alternativa.
Sigo en lucha, entonces, pensando planteamientos que se lo pongan difícil al adocenamiento del cortapega. Es fácil, en cierto modo, por el lado técnico: basta, con ejemplo, con no pedir resúmenes de una novela, sino un trabajo sobre cualquier aspecto lingüístico de la misma. Estudiar, por ejemplo, diez páginas: buscar en ellos los adjetivos y sustantivos que describen a los protagonistas y agruparlos de diversas formas. ¿Cuáles reaparecen en distintos personajes? ¿Son cualidades momentáneas o permanentes de éstos? ¿Cómo se agrupan por semejanza y contraste?
En fin: no se me escapa el repelús técnico de este tipo de planteamientos. También son fríos, tampoco son 'la cosa'. Pero al menos son fríos de otra manera: como aquel volatinero de Nietszche que o se caía o andaba, no admiten la simulación, el como si. Se trata, realmente, de *hacer* algo, con mayor o menor pericia.
Seguiré, en fin, dándole vueltas. Y agradecería muchísimo, esta vez más que nunca, los comentarios de los que tengáis la audacia y la paciencia de trabajar como profesores, o aún tengáis fresca la experiencia de ser alumnos y aburriros a muerte (y aburrir, quizá, a vuestros profesores), soñando de rechazo con otra manera de hacer las cosas, que es la que ahora nos interesa. ¿Os animaríais a aconsejarme?
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5 comentarios:
Hermes Trismegisto me libre de aconsejar, y menos a quien no lo necesita. Por la exposición, más me inclino a pensar que se busca consuelo, antes que consejo, o solidaridad, no sentirse solo ante las adversidades, ante las desventuras de nuestra demediada profesión. No hay futuro, a mi entender, para la literatura tal y como la hemos conocido y amado apasionadamente nosotros, al menos entre quienes asisten a la prisión institucional que es un IES, mientras no se reinvente el sistema con una imaginación que no se ve por ningún lado en las preoscuras mentes que nos gobiernan -y en las que vendrán. De Baudrillard me impresionó en su momento la teoría del simulacro, con ese arte tan francés que tienen para sacar petroleo de cualquier intuición genial, y así me veo a mí mismo hoy, como un simulacro de un auténtico profesor de literatura, y como simulacro veo los ejercicios que me presentan, auténticas aberraciones que cada vez corrijo con menos intensidad, porque me temo que me estoy contagiando de tanto contaminante fruto de la dehesa, que no se puede estar expuesto impunemente a tanta deturpación junta sin que se resienta nuestra salud mental, nuestra expresión y lo poco de imaginación que nos quede. Lo propio sería olvidarse de la literatura y hablarles de ella como de algo a lo que no van a poder acceder jamás, describirles sus maravillas e impedirles ir a ellas, convencerlos de que son tesoros que no sabrán apreciar por su indigencia expresiva, su escuálido léxico y su incapacidad intelectiva, amén de su nula capacidad de concentración para seguir textos mças extensos que los de los anuncios publicitarios. Yo lo hago y da algún resultado. Pero lo esencial fue la decisión que tomé de olvidarme de la literatura y ayudarles a mejorar su expresión oral y escrita, y en ello persevero. Cuando una se encuentra ante frases como: "Juan Ramón Jiménez con su mente futurista i su inteligencia expresa algo no como sido o exactamente desconosido no entendido en esa edad o tempo con una manera inteligente pero de una manera poética dando etanteria ordenado, emoción al lector y curiosidad para saver la continuacion de cada acto y palabra"., en un curso de 1º de bachillerato, es evidente que esos alumnos no pueden leer ni el Pulgarcito, cuyos niveles de discurso crítico social serían incapaces de apreciar en Carpanta, Anacleto, El Gordito relleno o la 13 Rúe del Percebe. Lo que procede, en consecuencia es enseñarles los rudimentos de la expresión oral y escrita e insistir, de vez en cuando, en la paráfrasis de las grandes obras de la literatura de todos los tiempos y espacios y que se queden, al menos, con el buen sabor de boca de las historias bien recontadas. Ahora bien, por el otro lado, el académico, expresiòn, expresión y expresión. Los artículos de Verdú en El País, tan baudrillardiano él, suelen dar un juego excelente. En fin, disculpa mi desahogo paralelo.
Reparta almas entre los que permanezcan atentos y que sea lo que los dioses (y las estrategias fatales,ya que estamos con Bodriollard) quieran.
Buscamos consuelo, sí, amigo Poz. Y tampoco será malo que los amigos que no se dedican a estas cosas se sumerjan durante algunas líneas en el pozo que nosotros habitamos a diario. Tengo la impresión (por no decir la certeza) de que fuera del gremio no se percibe hasta qué punto estamos tocando fondo.
Amigo anónimo: ya quisiera yo. 'Si yo pudiera, mocito, / ese trato se cerraba, / pero yo ya soy yo / ni mi casa es ya mi casa'.
Conecta con lo que plantea Juan Poz esta entrada, muy esclarecedora a mi juicio, de un blogger americano:
In 1962, poet-critic Randall Jarrell published his essay "The Schools of Yesteryear." In it, he examines the Appleton Readers, once the most popular school readers used in American public schools, and he found that in 1880, the fifth-grade reader contained works by Byron, Coleridge, Cervantes, Dickens, Emerson, Jefferson, Shakespeare , Shelley, Thoreau, Mark Twain and "simpler writers such as Scott, Burns, Longfellow, Cooper, Audubon, Poe, Benjamin Franklin and Washington Irving."
Fourth-graders were reading Gray's "Elegy Written in a Country Churchyard" and poems by Wordsworth. If you're thinking to yourself, "How could that be? I didn't encounter anything like this until college," well, that's exactly Jarrell's point.
A decision was made about how to teach reading that, by the 1950's, ensured Americans would not know their own (or any other) culture. We're all consequences of that decision.
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