Los románticos inventaron su némesis: el realismo. En busca de lo pintoresco, de lo castizo, de lo característico; decididos a encontrar el alma, o al menos el rastro de su paso, en las entrañas de lo cotidiano, y aun en sus cloacas. Los miserables, de Victor Hugo, son un ejemplo insigne de esta exploración: el retrato de la Francia de su tiempo tiene una veracidad incontestable, no se ahorran detalle sórdidos, y sin embargo el propósito del narrador es 'idealista': quiere mostrar y muestra cómo la Gracia divina y el amor (si es que no se trata de la misma cosa) intervienen en los tejidos más degradados de la sociedad y dan un giro inesperable a los procesos regidos por lo que Simone Weil llamará más tarde la Gravedad. El hombre santo que salva al protagonista del cargo, por otra parte justo, de ladrón consigue no solo que la ley no vuelva a juzgarlo y condenarlo por tal, sino que deje de considerarse a sí mismo apto para tales desmanes. La plata robada y luego regalada le da la capacidad para ser otro; la piedad que recibe le permitirá más adelante perdonarle la vida a su perseguidor y forzar también en este un cambio imprevisto.
Como todos los criados en la galaxia Trivial, conocía la existencia de esta novela, pero ha tenido que cruzarse en mi camino el azar para que entrara de veras en ella: la simpar Caroline Masson me invitó a acompañar con la guitarra una de las canciones del musical basado en la novela, para la versión minimalista que se estrenó hace unos días en la sala TaKtá de Navalmoral, el 23 de junio. Ha sido una experiencia preciosa, tanto por la calidad de los músicos implicados como por el ambiente de colaboración y complicidad que ha presidido la preparación del montaje, recibido además con generosidad por un público estupendo. Mi implicación ha sido pequeña (una sola canción), pero muy feliz. Gracias a Marcos Fernández, que ha subido varias escenas de la obra a YouTube, comparto con vosotros este momento. Canta María Luisa Rodríguez, una voz única.
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