Vamos con el último apunte sobre lugares recurrentes en las leyendas y otras historias tradicionales.
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There’s a house over yonder. Al final de la carretera que no lleva a ninguna parte (¿o al principio?) está la casa. La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones, escribió Juan José Arreola. Hay unas casas cerradas al fondo que no tienen llave. La casa temible, que expulsa, mata o devora a sus habitantes, y en las que sin embargo, aunque esté prohibido, se desea entrar, y se acaba entrando.
El sacrificio vuelve sagrada la casa: hace caer sobre ella un tabú y le otorga una vida prestada. Donde no vive nadie, viven los ‘negativos’ del ser: fantasmas, duendes, genios. O es la propia casa la que está viva (así, en los cuentos rusos la cabaña de Baba Yaga, la bruja, tiene patas de gallina y se mueve, como dotada de vida propia). Casos de la isla o la casa que en realidad son un animal: la puerta es su boca. No sorprende entonces encontrarnos una serpiente con cabeza humana que quizá sea en realidad una serpiente devorando una cabeza, o de la que una cabeza humana emerge. Subyace la casa de la bruja, la cabaña de la inicación, la hora de nuestra muerte, amén.
Orfanato abandonado, pasaje del terror, casa del duende y el diablo, viaje por un Infierno que no revela su identidad, va de incógnito. Como en el cuento irlandés en el que alguien viaja al Más Allá sin saber que lo hace. Cuando estamos suficientemente gordos, somos lo bastante grandes, la bruja nos come, la cabaña nos aprisiona, volvemos a un vientre que quizás haremos materno.
El canibalismo: muerte ritual y reversible, regreso a un nuevo claustro materno, algo que es mayor que uno pero de lo que uno forma parte, y de lo que eventualmente se vuelve a nacer. House of the Rising Sun. De ahí que el niño que entra en la casa salga poseído, con el sexo cambiado, con la identidad alterada: fenómenos propios del período de margen que se prolongan hasta que un alfaquí ‘cierra la sesión’ propiamente.
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