ALGO DE MARGEN
(cuento borgiano y moderadamente
profético; diciembre 1998)
Los ángeles rebeldes
tenían la costumbre de anotar en unos cuadernos las conversaciones que
sostenían los otros ángeles en los confines del cielo. Lo hacían con la esperanza
de descubrir secretos que les permitiesen entrar otra vez en el Paraíso y
pensaban dar cuenta de ello a su jefe. Pero eran muy malos alumnos y lo
anotaban todo al revés. Salomón se enteró y confiscó los cuadernos. Los encerró
en un cofre y colocó este debajo de su trono. A su muerte, Satán se apresuró a
indicar a los israelitas el lugar donde se
hallaban... "Y así surgieron" —dice el comentario— "las
falsas leyendas..."
En unas traviesas páginas
cuyas letras se antojan aladas, el folklorista Andrew Lang demuestra, aplicando
las teorías de Max Müller sobre el mito —enfermedad de las palabras— que
Napoleón Bonaparte es un héroe solar, una larga alegoría del astro que despunta
y arrolla para luego declinar cruentamente, y que las fábulas sobre sus miserias
y hazañas en Waterloo o en Elba no tienen otra procedencia que la de una
viejísima metáfora cuya naturaleza, con el tiempo, se ha enturbiado.
Lang bromeaba. Tal vez
ciertas verdades especialmente ominosas sólo de esa forma pueda alguien
plantearse decirlas. No es bromear, empero, lo que ahora me propongo
hacer aquí; por más que, tal vez, no quede otra cosa que hacer para mí, para
nadie.
Se me crea o no, las
consecuencias no serán mejores. No lo serán, tampoco, si decido no escribir,
mandar en blanco a Port Selin estas hojas. Mi silencio podrá ser leído con la
misma mala fe que ha dispuesto escribir estas palabras.
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Abizmael Guzmán nació en
la Chinantla, México, en 1985. En las mismas fechas, los periódicos informaron
del encuentro casual de dos gemelos de piel verdosa, hembra y varón, en una
espelunca del Cerro Ixtatlán; bebés a los que el pueblo chinantla consideró
progenie de los chaneques, los duendes cavernícolas que huyeron en su día del
conquistador español, y cuyas ciudades subterráneas albergan viejos dioses que
no duermen.
No es cierto, o tal vez
sí, que Abizmael fuera el tercero de esos niños gemelos, y que su mero nacimiento
fuera ocultado durante treinta años por los medios de formación de masas.
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No pasaba nada. Pasaba lo
de siempre. Habíamos llegado a un punto crítico después del cual todo sería
distinto. Cualquiera de estas tres frases, puestas en boca de un historiador,
definen con igual exactitud lo que fue el tiempo de entre milenios. Cualquiera
de las tres; y ninguna.
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En el principio era la
ausencia, y el aliento de Dios flotaba sobre los signos vacíos. Alguien echó
sangre en los huecos tallados de la piedra, y las fieras del cerro proclamaron
graznando el nombre gris de Abizmael.
Abizmael no es un nombre
de gente. Para sus guerrilleros, para sus torturadores, Abizmael era abismo; El
Elyon es el nombre más viejo del Dios único cuyos hombres mandaron, hace
tiempo, masacrar a las mujeres y niños de Madián.
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La CIA inventó a
Abizmael. En un determinado momento, aletargado el integrismo islámico,
simplemente hacía falta un enemigo que batir; ello sería mucho más fácil si
este pelele era simple ilusión, invento de los medios, un estereotipo cuyas
acciones, por arquetípicas, estuvieran previstas de antemano, y que jamás
pudiera sorprender a quienes lo habían animado para poder jactarse de su
muerte.
Varios profesionales,
algunos de ellos significados por su labor en las mejores teleseries del
Margen, fueron la voz y la mano de Abizmael. El actual Premio Nobel de Cine
fue, tal vez, el rostro de su única (e incierta) aparición grabada en video:
Abizmael masturbando al anciano general Tomás antes de darle a masticar a su
mujer sus testículos.
Sus golpes de mano tenían
algo de Guevara; sus discursos, del subcomandante Marcos; su oscura religión
indigenista, de Gadaffi o el Imán palestino Izmalah. Fue el centro de la
información durante muchas temporadas. Muchos izquierdistas acudieron a los
lugares que la información dejaba entrever pudieran ser cubiles del comandante
Guzmán, y sólo unos pocos de ellos llegaron a tener la oportunidad de hablar sobre aquello en lo que se implicaron. La hipótesis de un genocidio
político casi masivo parece, pese a la falta de datos, una de las más
consistentes; si ello fue un desarrollo premeditado o una respuesta de los
guionistas a la inesperada afluencia de
indios, ni a mí ni a nadie le es dado saberlo.
Los asesinatos atribuidos
a Guzmán fueron siempre atroces, crueles y al tiempo simbólicos, del viejo tipo
del sacrificio que sacia, pródigo en efusión de sangre prócer, la inextinguible
sed revanchista del populacho. Doce diputados del PRI fueron hallados, el 25 de
diciembre del año 2015, sentados en torno a una mesa de juego; en la rugiente
ruleta, en vez de bolas, flotaban 12 ojos que habían contemplado la faz de
Abizmael. Otros doce, a modo de uvas, ocupaban un paquete pisoteado en el suelo
con una tarjeta prendida de felicitación que deseaba buen apetito al presidente
electo americano François Donought. Don Florencio Hidalgo, financiero y principal sustento de la democracia cubana,
fue hallado a la puerta de su casa; los guerrilleros le habían cortado la
lengua y los dedos. Interrogado sobre lo sucedido, sólo pudo responder sí o no,
asintiendo con la cabeza. Aunque vivió aún quince años, sus versiones son
contradictorias, necesariamente vagas y truncas, y no han iluminado nada de lo
sucedido. Me hubiera gustado, no obstante, entrevistarle, dejarme guiar por él
hasta el lugar elevado.
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Jamás ha pasado nada.
Este aserto historiográfico ha movido la pluma de Marvin Harris, de Claudio A.
Gilardoni, de Analía Zyger. Todo cuando parece prodigioso o providencial se
revela, bien mirado, necesario, predecible, baladí. Jesús no pisó las aguas. No
hubo extraterrestres que revelaran a los Dogon la existencia de una segunda
estrella gemela de Sirio. Mahoma fue un epiléptico. Los diez acrósticos del
nombre de Beatriz, hallados en la Divina Comedia, se encuentran también en
cualquier guía de teléfonos. Los judíos de Sión inventaron la horrenda fábula
del Exterminio. Abizmael Guzmán era un producto de su época, de la necesidad de
un enemigo: un producto de diseño embaucador e inconsistente, semejante a las
drogas fungoides que, en su vaporizador, inhalaban y aún inhalan nuestros
jóvenes en cuartos cerrados.
Sin embargo, ¿quién puede
convencer de que jamás sucedió nada a aquellos que perdieron un hijo, que
arriesgaron una vida? Cientos de hombres, vencedores y carnaza, han dado
testimonio de lo que fueron los ataques de la guerrilla de Abizmael, en la década
de los 20, contra Tuxtepec y Benquinté. Hay libros ciertos o apócrifos escritos
por Abizmael, libros que han provocado insurgencias y suicidios, y cuya
confección no está al alcance de un hábil guionista o un falso predicador.
Quien no sabe distinguir esto no sabe lo que hace cuando usa la palabra verdad.
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Albergué durante tiempo
la sospecha de que un falso Abizmael precedió y motivó al verdadero. Ciertos
datos me hacen imposible negar que su origen es falso; otros —un encuentro en
la estación de Chuparrosa, una carta en mi buzón con sobre negro— me dan la
certeza de que Abizmael ha sido.
Si Napoleón nunca vivió,
no es menos cierto que no ha muerto: los psiquiátricos alojan cientos de
ejemplares suyos. Si la CIA parió a Abizmael, muñeco sin hilos, y arrojó con
estridentes sirenas su nombre falaz sobre la selva, alguien en Cerro Ixtatlán
lo escuchó en la noche cerrada y se sintió aludido, convocado a luchar.
Puede haber habido, hay
aún, muchos Abizmael, como hay Elvis en Graceland, Cristos en Getsemaní. Pero
hubo un hombre, uno solo, que tomó Benquinté en el 2028 y ordenó a cada mujer
ordeñar y ametrallar a su marido; un hombre cuyas acciones, cuyas proclamas, no
hubieran tenido, tal vez, ningún eco, si no las hubiera amplificado la máscara
funesta de Abizmael. Muchos hombres se apuntaron al ejército de un fantasma y
se encontraron bajo las órdenes de un general lúcido, implacable, resuelto a
destripar tantos huevones como signos
adornaban la piedra de Sochiapán.
Bajo la mirada atónita de
EE.UU., los chaneques empuñaban fusiles, los enanos crecían y escupían aceite
hirviendo sobre las brigadas internacionales enviadas a purgar los
desfiladeros.
El Creador mandó morir al
fantasma y este no respondió. Iba matando canallas.
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Hubo barreras que
separaban la historia y la prensa. Luego las hubo, aún, que separaban
información de interpretación, análisis de ficción, agua de aceite. Un día las
agencias de información y los servicios secretos fueron, tal vez, conceptos
discernibles. Hoy yo no sé para quién trabajo, quién me ha encargado redactar
estas letras, qué uso se les dará. Vagamente malicio que mi inseguridad
contribuirá a hacer verosímil, más neutral, el mensaje que interese, a su
través, vehicular. Alcanzo a conceder que el mensaje sea accesorio: tal vez
sólo interesa que vuelva a hablarse de Guzmán, y es ya inverosímil (quizás
quise escribir indiferente) que ascienda o que descienda la creencia en
su verdad. Puede que haya una película esperando salir, un juego de rol o una
nueva guerrilla, y esto que escriba forme parte del imprescindible, y
obligadamente crítico, dossier que dé respetabilidad de obra intelectual al
empeño.
Yo no siento pena por los
diputados del PRI, por los campesinos que huyeron al Cerro Itxatlán y que
afirman haber luchado junto a Guzmán, pero jamás haber visto su rostro u oído
su voz levemente aflautada.
Mi piel es verde y mis
padres fueron, una vez, chaneques olmecas. No sé si esto es cierto o si alguien
me ha obligado a recordarlo, a escribirlo. Tal vez esto descalifica la seriedad
de este escrito (tal vez es añadido desvirtuador del mismo).
En la selva, mi máquina
de escribir suena, yo sueño, los leños crepitan. Hoy es la fecha marcada y
vendrán a miles o quizás nadie. No sé si seré Abizmael, si seré Tlalepuzco,
cuando salga a entregar estas páginas y suplique que no me disparen. No sé si
será ella o no quien venga.
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