La lectura de algunos de los sueños que salen estos días a concurso en el blog de la Biblioteca de mi instituto me ha recordado este relato, que escribí en los primeros noventa, y que comparte con esos sueños el ambiente de aventura marina. No siendo ya un narrador, se me hace raro comprobar que a mi extraña manera pude serlo entonces. Valga para lo que valga, así dice el cuento:
*
Esto es como un Parque
de Atracciones, pero a lo grande. Quiero decir, aquí nunca cierran, y no tienes
que enseñar el ticket, todo el rato, como en los parques de antes, allí
arriba. La verdad es que al principio te sientes desorientado. Es normal. Todo
el mundo viene aquí esperando lo típico, las atracciones más manidas, el
circuito de calderas y el lago de hielo, y es difícil explicarles que también
esto ha evolucionado, y muy rápido, desde que se hicieron esas guías de turismo.
Para empezar, aunque
haya excepciones, aquí casi nadie llega en barca de remos. Los ferries son mucho
más seguros (más baratos también), y su blindaje de amianto elimina todo tipo
de problemas. En los muchos años que llevo aquí, solo he conocido tres o cuatro
personas que cruzasen el río a nado, sufriendo quemaduras serias. Todos
llevaban tiempo aquí, y la mayoría habían entrado ilegalmente de noche, huyendo
de un destino equivocado, íntimamente inaceptable, al que no quisieron reclamar
por la vía preceptiva.
De todas formas, hoy en día,
estos casos son muy poco frecuentes. La automatización de los procesos, con
puntuación fija de los hechos, ha vuelto el proceso más rápido y seguro, más
democrático, y ha eliminado todo cuanto, antaño, podía resultar traumático, o incluso
ofensivo, para el encausado. El estudio del individuo se realiza con criterios
psicológicos, no penales o morales. Ya no se habla en términos como culpa,
premio, castigo, inocencia. El proceso es aséptico, y se trata, únicamente, de
dar a cada cual lo justo: es decir, lo adecuado en él, lo que le conviene, el
entorno en el que no desentone.
Esto no quiere decir,
claro, que no queden aquí y allá, incluso dentro de la Administración,
inmovilistas fanáticos, nostálgicos del régimen anterior; pero son los menos, y
están reservados, en general, a las zonas de mayor intensidad, donde pueda
hacer falta un control más estricto.
Sé que mi testimonio no
es imparcial, pero debo decir que mi experiencia aquí es muy positiva. En mi
caso concreto, se dudó, según supe más tarde, entre asignarme un circuito
didáctico, con miras a un traslado, o darme ciudadanía aquí. Se decidió,
afortunadamente, lo último: yo nunca quise, la verdad, otra cosa.
Me dejaron en el
Círculo en la atracción 10.800: la isla Polar, en el extremo norte del Círculo,
un kilómetro de hielo sin plantas ni animales, desde el cual no se veía costa
alguna. Me dieron provisiones para una sola comida, y una linterna pequeña,
solar-inversa, que tomaba energía de la oscuridad. Agradecí el detalle
ultramoderno. Dos noches más tarde, muerto de frío y famélico, comprendí que
jamás saldría de la isla, de aquel ventisquero de granito y azufre, y me tumbé
a morir en el hielo, desesperado.
En ese estado desperté
a la mañana siguiente, la cabeza hundida en un charco, rodeado de gusanos
amarillos que parecían buscar mis labios. Cuando me cansé de quitármelos de
encima, me decidí a devorarlos, primero con asco, y luego con ansia compulsiva,
hasta hartarme. A las pocas horas, una fiebre espantosa me borró la cabeza, y
me dejó ardiendo sobre el hielo: los gusanos invadieron desde dentro mi
sistema nervioso central y entraron en simbiosis con mi cerebro, comunicándole
vivencias místicas: el sentido del Círculo, el perímetro de la isla. Cuando
desperté, veía el mundo en veinte colores y percibía las ondas hertzianas. La
temperatura de mi cuerpo seguía siendo de cuarenta y cinco grados, y tenía una
erección portentosa. Las ventajas de mi nuevo estado me parecieron tan
evidentes que no dudé en guardar gusanos para diez o veinte comidas, y, en mi
nuevo estado, me eché al agua, siguiendo la dirección que el barco había tomado
tras dejarme.
Al tercer día de
navegación, el cansancio era absoluto, y seguía sin verse tierra. Comencé a
desconfiar de los gusanos. Sentía, además, un extraño picor en el cuello.
Agotado, dejé de nadar, y tanteaba horrorizado mi cuello, hundiéndome en el
agua, convencido de mi muerte, cuando sentí que respiraba, felizmente, por unas
branquias recién estrenadas. Los gusanos, pensé, eran una maravilla evolutiva.
Reconciliado con ellos,
caminé durante tres meses por el mar, alimentándome de rayas, de sardinas y de
moluscos, hasta que al fin llegué a tierra, al puerto de Bocamares. Recuerdo
que pensé, al acercarme, si acaso en mi nuevo estado sería mal recibido. Sin
embargo, apenas me acerqué a la ensenada, aceitosa y sucia, y vi el prostíbulo
subacuático de sirenas, perdí todo complejo y toda inocencia. Pronto supe que
mis gusanos eran tenidos en Bocamares por una droga de gran alcance, muy
cotizada, aunque nadie los tomaba crudos, sino convenientemente asesinados.
Atendiendo siempre los consejos de mis huéspedes, no tuve problemas para
instalarme en los bajos fondos de Bocamares como traficante, prometiendo
sensaciones nuevas que, en efecto, lo eran. Así viví otros cuatro meses,
durante los cuales aprendí varios idiomas y me aficioné al beso de las
sirenas.
Esta variante sexual,
muy cara y apreciada, se practica en la orilla del mar, con el cliente
sumergido en el agua hasta la cintura. Las sirenas, que no pueden salir a
tierra, mantienen su presa en el cliente tras su servicio, y no aflojan su
mordisco, por mucho que se les ruegue, hasta que este no les paga lo convenido.
Por otra parte, la vida de las sirenas es triste, sobre todo si tenemos en
cuenta que sus zonas erógenas están en la cola y en los senos, y solo mediante
una estimulación simultánea, la cola en el agua y los senos en el aire, pueden
alcanzar el orgasmo. Sin embargo, es intensamente placentero cuando llega a
darse, y todas las sirenas sueñan, tras su retiro, con comprarse dos esclavos,
uno hombre y otro pez, para que les acaricien, cosa que jamás consiguen. En
general, tanto peces como hombres rehúsan tener relaciones serias y cariñosas
con ellas, y es esto, probablemente, lo que las ha arrojado al camino del
vicio. Pero esto, en todo caso, cae fuera de tiesto.
A los cuatro meses, mis
branquias habían desaparecido. Toda el hampa de Bocamares (y apenas había otra
población) estaba ya enganchada a los gusanos, y a mí no me quedaba más
mercancía. Vendí, por un caballo, la localización de la isla Polar a un
comerciante de especias, y salí de noche de allí.
Por el camino de
Bocamares a la ciudad más cercana descubrí dos cosas: la primera, que mi
caballo sentía una repugnancia intensa por mí, por lo que no cejó en dar
brincos y patadas hasta echarme de la silla; lo segundo, que esta repugnancia
no era extraña, pues el exceso de gusanos me había consumido, y una textura
alarmantemente apergaminada, como una muda, me recorría ya los brazos y el
rostro. Un buhonero me dio, a cambio del caballo, la dirección de un sabio en
la Ciudad de Agomorgo, que me libraría de los gusanos. No quiso revelarme, ni
por todo mi dinero, cuál era la fase final, el último episodio del agusanamiento;
de todas formas, yo ya empezaba a colegirlo. Comprendí que era realmente
despreciable, odioso, y que, no obstante, desde mi llegada al Círculo había
experimentado más placer, incluso poder, del que jamás había tenido: ese era mi
destino, lo justo, lo que yo siempre había ansiado.
En Agomorgo, la ciudad
de los vampiros, conseguí la curación, pero a cambio tuvo que acceder a
trabajar en una cripta, durante cuarenta años, como aprendiz de brujo. Perdí mi
sensibilidad y mi temperatura, pero aprendí a resucitar a los muertos y a cómo
esclavizarlos. En el Círculo, aprendí, toda muerte es aparente; los muertos
pasan a un modo de existencia degradado, como esclavos de cualquiera que sepa
las palabras oportunas, y su cadáver no llega nunca a pudrirse por completo.
En fin. No quiero
cansarles. En este tiempo, debo decir únicamente que he sido aprendiz de brujo,
brujo yo mismo, más tarde asesino a sueldo, proxeneta, rey, buhonero, mendigo
y, últimamente, funcionario de la Administración. He contraído trescientas enfermedades
venéreas y, dado que no puedo morir ni curarme, todas ellas me consumen con
horror. Ahora realizo una tarea importante: la redacción de un folleto
explicativo, con nueva nomenclatura, que sustituya el manual ya anticuado de
Dante. Pronto, me han dicho, si soy confirmado como Alto Daimon, seré
presentado al Gran Rey, cuando vuelva de sus vacaciones. Yo amo al Rey. Él da a
cada uno lo justo, y se divide entre sus súbditos. Antaño fingía ser dos reyes,
pero hoy sabemos que solo hay uno, repartido y generoso entre sus dos Reinos:
primavera y verano en el paraíso, otoño e invierno aquí abajo.
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