Generalmente, se desconoce a nuestro último invitado, Gabriel Celaya, de la peor manera posible: creyendo que uno sabe lo suficiente sobre él con la visión, harto parcial, que dan de él los libros de texto como vate social más o menos airado y profético. Nuestro poeta cientovolandero de hoy, José Canal Rosado, no tiene ese problema; directamente, no se le conoce fuera de un círculo muy reducido, asociado a la revista literaria extremeña que fundó en 1945 junto a Jesús Delgado Valhondo y otros amigos, Alcántara.
Cuando publicó Ciento Volando, en 1970, Canal, nacido en Arroyo de la Luz en 1913, tenía 67 años, lo que, como solía recordar Gloria Fuertes, le puede pasar a cualquiera. Por tanto, no sorprende que se trate de un libro maduro, libre de cualquier tentación estridente, y renuente con las pasiones de la carne. Uno de sus poemas, Fruta prohibida (pp. 21-23), describe en cuidadas liras cómo el poeta se siente atraído por una joven placentera y renuncia a este amor tardío al contemplarse avejentado y ridículo en los ojos de su amada:
Entendí mi pecado,
se aflojaron mis brazos malheridos
y resigné, callado,
los instintos torcidos
del mal que me cantaba en el oído.
Abrí al aire la reja
—amanecía Dios en la ventana—,
ahogué dentro una queja
y te dejé en la rama
intacta la color, pura y lozana.
En otro, titulado Despertar, se renuncia a los ensueños haciendo de ellos pájaros huidizos que no conviene añorar:
Vivir de nuevo era preciso,
volver los ojos hacia tierra
y ver volar los pájaros
y no llorar la ausencia.
La etiqueta de poesía arraigada, de utilidad general dudosa, parece en este caso pertinente: el libro tiene un tono general clasicista (no falta un soneto, aunque en general se prefiere la asonancia de ecos machadianos y juanramonianos) y exhibe sin complejos una devoción católica de tipo intimista que el propio autor comprende pasada de moda, pero que él declara vigente en su corazón y su entorno.
Como cabe esperar de esta entrada en materia, el cientovolanderismo de Canal es resueltamente reaccionario. Frente a la mentalidad práctica de los tecnócratas, el autor reivindica la poesía como vuelo (más bien inocuo e irrelevante) de la imaginación. Dado que al parecer este fue su último poemario (murió 9 años después), resulta intrigante el contraste con el título del primero, Viento amarrado (1954), que sugiere más bien la voluntad juvenil de atrapar lo inconstante (el famoso pájaro en mano).
El poema que da título al libro es también el que lo cierra, y por tanto constituye en cierto modo la última palabra del poeta. Dice así:
Ciento Volando
Abrí la mano
y todo el aire se me hizo pájaros.
Era el día claro
y tenía sonrisa de campo;
por lo alto
pasaban sueltos rebaños
de corderos blancos
pastoreados despacio;
en el arisco peñasco
no había sombra de milano
y el árbol era todo árbol.
Sentía un temblor casto
de ancho y apretado abrazo
que me abrigaba en el costado,
me humedecía los labios
el verbo raro
de la palabra del salmo:
«En Sión quebró la mano
del Señor las espadas y los arcos».
Pero esto parece un verso ya sin canto.
—Ahora se rompe la maravilla de los átomos
para matar más rápido,
se hace oro del barro
y nadie quiere ser el buen samaritano—
Caminé paso a paso
y ante mí se abrían los espacios.
Había margaritas en el prado
y aroma de poleos en el regato;
para mi regalo,
me nacían alondras de los pies y las manos.
Llevaba en el zurrón muy pobre el hato
pero tenía el cielo ancho
y allí más de ciento volando.
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