Se me pasan los cumpleaños. Ayer hizo 63 Robin Williamson, 50% de la Incredible String Band, bardo y narrador durante su extensa carrera en solitario. Williamson es el lado más incredible de la Incredible: aunque él se sitúa, modestamente, en algún lugar entre Jimi Hendrix y Manitas de Plata, su música tiene un qué sé yo ultramundano que podría venir de un pozo lunar o los labios menores de un hada. Una vez separado de Mike Heron, ahondó en su vertiente celta y centró sus esfuerzos como instrumentista en el harpa. Su último disco, The Iron Stone, vuelve sobre la canción homónima, una de las más celebradas de la ISB. Una buena excusa para recordar el original de 1970, con Williamson a la guitarra atlante, Mike Heron al sitar y Licorice y Rose dándole al parche.
Un viento largo, una mente que trama.
Por toda la tierra, crecen flores silvestres
haciéndose eco.
El día que encontré la piedra de hierro,
pesada en mi mano bajo la lluvia inclinada,
los mares no dejaban de correr
volcando mi corazón,
techando sus pizarras grises.
Ese día encontré la piedra de hierro.
Llevé a mi casa la piedra de hierro,
pesada en mi mano la llevé a casa,
negra como los pensamientos del destino.
Un hombre me dijo que cayó de la luna,
voló a través del tiempo
hasta la larga playa donde la encontré.
Los caballos que bailan contaban su historia,
entre las piedras ella me llamó,
mi mano lo supo.
Distinguiendo en las densas tinieblas
bosques y centauros y dioses de la noche.
Nunca ese sol brilló
donde la gran Atlántida alzaba sus costas.
¡Cómo cantaban los dragones del mar!
El amor pinta las cartas con soles por ruedas,
achiperres del bufón, el gorro y las campanas,
el valiente (tal vez) Mostacho,
el caballero Primalforme Magnífico,
el dragón que era yo, con las uñas doradas,
un fuego de oro mi nariz llameante,
los recuerdos, recuerdos...
Mi cueva era brillante, enfurruñadas mis joyas
que como diademas
hacían palidecer a las estrellas,
la plata perdida y el oro enterrado,
¡tal era mi casa en los días de antaño!
Por toda la tierra, crecen flores silvestres
haciéndose eco.
El día que encontré la piedra de hierro,
pesada en mi mano bajo la lluvia inclinada,
los mares no dejaban de correr
volcando mi corazón,
techando sus pizarras grises.
Ese día encontré la piedra de hierro.
Llevé a mi casa la piedra de hierro,
pesada en mi mano la llevé a casa,
negra como los pensamientos del destino.
Un hombre me dijo que cayó de la luna,
voló a través del tiempo
hasta la larga playa donde la encontré.
Los caballos que bailan contaban su historia,
entre las piedras ella me llamó,
mi mano lo supo.
Distinguiendo en las densas tinieblas
bosques y centauros y dioses de la noche.
Nunca ese sol brilló
donde la gran Atlántida alzaba sus costas.
¡Cómo cantaban los dragones del mar!
El amor pinta las cartas con soles por ruedas,
achiperres del bufón, el gorro y las campanas,
el valiente (tal vez) Mostacho,
el caballero Primalforme Magnífico,
el dragón que era yo, con las uñas doradas,
un fuego de oro mi nariz llameante,
los recuerdos, recuerdos...
Mi cueva era brillante, enfurruñadas mis joyas
que como diademas
hacían palidecer a las estrellas,
la plata perdida y el oro enterrado,
¡tal era mi casa en los días de antaño!
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