Toda biblioteca aspira a ser la de Alejandría. Más aún: la de Babel, o aquel Archivo Akáshico donde, según los teósofos, se guarda registro de todo detalle del universo. No sólo aspira a ello: tiene la obligación de lograrlo, hasta donde las circunstancias lo permitan. Hay parámetros objetivos de este logro: que nadie conozca todos los títulos que la biblioteca alberga (quizá una máquina nos dé el número total de los que se supone que hay, pero eso muy otra cosa); que uno pueda albergar la esperanza de que cualquier libro que busque pueda estar ahí, o al menos otro enlazado con él. Algo así pasa con las ciudades: merecen ese nombre aquéllas en las que puedes vivir toda tu vida y siempre habrá lugares que no has visto.
He pasado muchas horas durante el curso pasado y éste empeñado, con unos pocos compañeros (que ya van siendo unos cuantos), en poner en marcha una biblioteca escolar que ha estado más de un decenio muerta, desintegrada. Una biblioteca así, una vez despierta, va a ser una gozada, por el contraste de fondos: lo mismo contiene libros descatalogadísimos de los 70 que las últimas novedades que acabamos de comprar. Hay colecciones enteras de quiosco, que revelan el amor de otros responsables que, aun sin lanzarse a poner en marcha la biblioteca, cuidaron de que al menos siguieran entrando tomos, en previsión de años menos negros.
En sincronía con esta devoción, me llega hoy este mensaje de Lycos, que me apetece compartir con ustedes.
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No puedo alardear de buenos libros en mi infancia. Yo era cliente asiduo desde los cinco o seis años de una pequeña tienducha dedicada a cambiar novelas y tebeos. Me vienen a la memoria las novelas más mugrientas y destrozadas que imaginarse pueda. Nadie por lo visto estaba encargado de retirar de la circulación los ejemplares más deteriorados y pringosos, ni el tendero ni, mucho menos aun, el lector, que en conservar la piltrafa estribaba el seguir teniendo acceso a la siguiente lectura. Zane Grey, Agatha Christie, Rex Stout, Stanley Gardner, Conan Doyle, Dashiel Hammett...
¡Qué sé yo la de apasionantes novelas policíacas me embaularía antes de descubrir que, aunque sólo tenía diez años, podía entrar como un caballero en el Templo de la Sabiduría —la Biblioteca Pública Municipal de mi barrio— y ocupar un lugar en aquellas mesas larguísimas iluminadas por traslúcidas tulipas esmeralda... Allí, en libros casi nuevos, hermosamente encuadernados en piel, leí todo lo que había de Julio Verne, de Rudyard Kipling, Walter Scott, Chretien de Troyes, Mark Twain, Alejandro Dumas, Allan Poe... y sobre todos ellos una serie muy larga que se llamaba Los Episodios Nacionales, de Pérez Galdós.
Como puede verse, toda la literatura que conocí en mi infancia fueron traducciones del inglés o del francés. A Pérez Galdós fue al primero que leí directamente en su lengua. Y la magia que eso tiene, y el tema —vivíamos en Madrid la sangrienta postguerra franquista—, que de alguna forma obscura no era por completo ajena al temblor social que se cernía inmanifiesto por Madrid, hizo que esos episodios me marcaran políticamente para siempre.
Mi abuelo había tenido una pequeña biblioteca en casa. Las librerías acristaladas de su despacho lo afirmaban. Pero entre el miedo a que en un registro la policía político-social considerara algún título no de su gusto, y la escasez de todo tipo de combustibles durante la guerra, hizo que desaparecieran casi todos. Los únicos que se salvaron del fuego fueron libros técnicos, con una hermosa excepción : LA ODISEA de Homero. Ese fue el primer libro de mi vida. Odiseo, fecundo en ardides, ocupó en mi imaginario el lugar que luego los curas se empeñaban que ocupara Jesús de Nazaret. Jamás lo lograron, naturalmente. No había color.
3 comentarios:
Yo no sabía que se leían libros. Mis contactos precoces con la cultura fueron naturales y salvajes. Me interesaban la velocidad de la luz y la finitud o no del espacio. A los seis años mi padre me informó de que la luz tenía una velocidad finita (debería haber añadido: para nosotros, los espectadores en reposo) y, por tanto, el cielo que veíamos ahora observaba un retraso considerable de millones de años. Esos, y los paseos por la Luna que me daba mi primo Jesús, fueron mis primeros libros. Jesús escribió por entonces una apasionante novelita espacial, mecanografiada, que fue, tal vez, mi primer libro serio.
Sin embargo..., me perturbó Bécquer a los once años con una perturbación que no superaré jamás. Un cura me arrebató con ferocidad el libro de las Rimas por considerarme menor. Pero, en esa edad, me familiaricé con Homero. A la vez, acosaba a las personas mayores que estudiaban Ciencias (como mi primo) para que me explicasen el origen de la electricidad y otras curiosidades. Pero no lo sabían. Uno me dijo:
-Son electrones en movimiento...
Y se quedó tan ancho... Hasta los veinte años no conocí por encima la Mecánica Cuántica. Y, hasta las primeras teorías de la Unificación (entre los 60-80), la propia ciencia no habría podido responder a mis preguntas infantiles.
Después..., me hice mayor. Desde los trece años me dejaban leer. Lo malo es que no había libros, salvo las chorradas que no me interesaban. Pero, entonces, descubrí, de verdad, a Juán Ramón Jiménez... (Dios mío...). Y hasta llegué a tener nociones elementales de Química inorgánica.
Al revés que los que crecieron en un medio en el que se podían prender hogueras con libros, yo crecí en un desierto literario.
Y ya, para entonces, lo que más me gustaba era la Música, aunque no lo supiera.
Saludos, Al; saludos, Lycos.
Grifo
Es curioso: Yo viví una historia de lecturas en mi infancia parecidísima a la del comentarista de Lycos. Pero, a las novelas policíacas y de misterio de bolsillo, añado las de vaqueros de Marcial Lafuente Estefanía, que me las leí todas, junto a cientos de cómics, igualmente pringosillos, que cambiaba en el quiosco de mi barrio, más todos los de marvelgroup que le dejaban a mi hermano, de los cuales, mi ídolo era Thor; de los otros, Conan el bárbaro... E igualmente fue maravilloso el acceso a la biblioteca pública, la única que entonces había en mi ciudad, aunque, en mi caso, lo hice a los doce años. Y mis libros favoritos entonces fueron los de Salgari, que los leí todos. Pero después, a los catorce, mi autor predilecto asimismo fue Galdós, aunque de los Episodios, sólo leí uno, prefería las novelas, que las leí todas, pero ya también de la biblioteca del instituto, bastante bien surtida. Y Kafka, con cuyas historias me identificaba yo profundamente en aquella época. Y Sartre y Camus, otros que me fascinaron. Y Pío Baroja. Y "Nada", de Carmen Laforet. Y "La Regenta" y "El Quijote", con el que me reí muchísimo la primera vez que lo leí en el verano de los catorce años: qué impresión, pues lo imaginaba tedioso y ajeno a nada de mi presente entonces y fue la mayor sorpresa en lecturas de toda mi vida, porque superaba, además, a todos los cómics en frescura, desde las imágenes que sugería... Lástima que mi memoria no tenga capacidad para recordar todos los libros que pasaron por mi cerebro. Me encanta leer desde niña, pero después, olvido... Aunque en el subconsciente mucho sí se ha quedado, sí.
Yo sí crecí rodeado de libros (¡ya se nota, cultureta!, dirá alguno, y no le quito la razón que le toca). Alguno sale repe: la Ilíada y la Odisea, en pequeñísima pero bella edición ilustrada, fueron probablemente mi primera lectura no escolar, a los siete u ocho años. Después descubrí Las mil y una noches, en la lindísima edición de Cansinos Assens, y eso, además de conformar mis sueños, decidió por muchos años mi dedicación a la literatura fantástica, única que he leído de forma casi exhaustiva: Lovecraft, Tolkien, los góticos, Borges, Potocki, Meyrink... A la poesía llegué mucho más tarde. Durante mucho tiempo sólo tuve dos referencias: García Lorca, en castellano, y los poemas en prosa de Rimbaud, traducidos. Para comprender la sustancia rítmica del verso tuve que esperar muchísimo, hasta las pacientes lecciones de Grifo y García Calvo (también se nota, dirá el mismo; y también le daré la razón). Entre medias aprendí a trastear con la guitarra, a través de los Beatles (idem), y entre eso y el amor por el latín y el griego fue casi todo hasta ahora. Al folklore, un suponer, he llegado antes de ayer, por vía de Lamia y Lilith y otras harpías de buen ver: de las asustachicos de antaño salté a los de hoy, y de ahí a los romances y las coplas (tampoco he llegado mucho más lejos). De la literatura que llaman de no ficción me han interesado pocos autores, aunque esos pocos, apasionadamente: Savater (cuyos primeros libros anarcopaganos siguen siendo mi Castalia), García Calvo, Bachelard y, en menor medida, Lévi-Strauss, Propp, Jung y los suyos. Los amigos cuentistas me pegaron su afición, pero no ha tardado mucho en quitárseme. Ahora tampoco hago versos, o apenas: el blog me da la ilusión de dedicar cada día unos minutos a algo no utilitario, útil para eso que no sabemos pero nos mantiene vivos. Y en eso estoy y estaré ¿siempre? puesto, si los terribles rosco-comments (Jolly Roger dixit) no me disuaden a tiempo.
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