El verdadero mito de la Guerra Civil (el único que merece ese nombre, del que tanto se abusa) es una variante de un mito más viejo: el del eterno retorno. Para los trastornados por el guerracivilismo, el tiempo es una ilusión, una añagaza. La guerra no empezó en el 36, sino en el Paleolítico; no ha terminado, en cualquier caso. Zapatero es Negrín, si no Durruti —y Hermann Tertsch, Ramiro de Maeztu. Hordas rojas recorren las calles violando monjas (para obligarlas a abortar) y le roban la moto al Marqués de Cubaslibres. Hay que hacer algo, repiten los conscientes, y esperan que en los cuarteles alguien escuche y comprenda. Hoy, como ayer, sólo Italia está dispuesta a dar el callo a nuestro lado. Que no decaiga.
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En efecto, un mito es una historia previa o exterior a la Historia. Cuando un suceso real se lee en clave mítica, todo se trasforma en pretexto, discurso en clave. No importan las apariencias: nada sucede que no haya sucedido ya, y, por eso mismo, nada puede cambiarse. España es la Guerra Civil. Aquí pasó lo de siempre. [¿Hay salida? Desde luego. La que practica el Coyote en este dibujo de Pluto (5:08-10).]
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Hay un trasfondo muy cristiano, por lo demás. No sé si en otra religión se hallará algo similar a esa costumbre de leer el pasado (el AT, Asturias, las luchas de liberales y conservadores) como prefiguración del momento crítico (i.e., el 36-9) y todo lo venidero como conmemoración, consciente o no, aguada siempre, de los deicos eventos. No importa cuánto se alejen los hechos de la pauta, ni cuán improbable resulte volverlos a su cauce: la Segunda Venida (ese algo indecible que hay que hacer) es un milagro, pero está en el guión. No habrán muerto todos los presentes antes de que (España estalle, el Ejército deba intervenir, surja un líder a la altura del reto), etc. Reíd. Ya temblaréis.
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Literatos de tercera y cuarta fila, nonatos incluso, los hay en cualquier período; pero sólo los del 36 y sus orillas son objeto de tan amoroso escrutinio. Es la cábala paciente que fatiga el Eclesiastés, pero también el libro decimonono de Baruch, si lo hubiere. En época de revelaciones, el detalle esencial puede esconderse en cualquier obra de apariencia menor. La autoría individual pierde, de hecho, importancia: se trata de reconstruir con precisión la red de envidias, intereses, mentalidades, y para ello ningún material sobra. Nada es banal cuando un país se dispone a afrontar su destino.
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La izquierda, por supuesto, tiene su propio parque temático: la República. Para ellos se trata de que sea lo que no pudo ser: otra vez, pero esta vez la buena. Poco que ver con la derecha delirante, de gustos más broncos: su aspiración no tiene nada de utópico. Se trata de que venga de una vez (¡nos conocemos!) lo inevitable.
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